La peligrosa encrucijada peruana: la seducción del autoritarismo
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La peligrosa encrucijada peruana: la seducción del autoritarismo

Escrito por Óscar Murillo

Cuando se pierde la confianza en las instituciones, la opción autoritaria seduce al público. Esta tentación asedia cada crisis de la historia peruana.

Óscar Murillo Ramírez*

La crisis, un panorama

Dina Boluarte no quiere renunciar, el Congreso de la República no logra mayorías para adelantar las elecciones, y en las calles los repudian a todos. Una encrucijada de final impredecible, pero peligrosa, que puede acabar con la ya frágil democracia de Perú.

La crisis comenzó el 7 de diciembre de 2022: Pedro Castillo falló en su intento de golpe de Estado. Esto tuvo tres consecuencias inmediatas:

  • Descubrió la fragilidad de la representación política;
  • Agudizó la protesta social —que ya venía en ascenso— y le dio los objetivos políticos de los que hasta entonces carecía, entre estos, una nueva constituyente;
  • Debilitó aún más las instituciones, lo que se refleja en el desprestigio del parlamento, la exigencia de la renuncia de Boluarte, y violación a los derechos humanos en las calles que ha dejado 58 civiles muertos y 1.229 heridos hasta el pasado 3 de febrero.

Desde la llegada de Dina Boluarte a la presidencia se ha mostrado un repertorio de represión que insiste en conductas antidemocráticas y en buscar un enemigo externo. A esto se sumaron la crisis humanitaria y la violación de los derechos humanos en medio de la protesta.

El cuadro anterior podría desembocar en un régimen autoritario, algo que ya vivió Perú ante lo que parecía una sin salida similar a finales de los ochenta. Esta tentación parece pesar como péndulo ante cada crisis en la historia política del país andino.

Foto: Gobierno Regional de Lambayeque - Dina Boluarte ha estigmatizado las protestas calificándolas como una acción de minorías violentas y ha desconocido su carácter político.

Debilidad de la representación política

Pedro Castillo ganó las elecciones por 0,35 %, un estrecho margen, similar a la victoria de Humala en 2011 y a la de Kuczynski en 2016. La desaprobación actual del Congreso de la República alcanzó el 88 % en enero de 2023, de acuerdo con la encuesta del Instituto de Estudios Peruanos.

Esto apenas es el síntoma de una enfermedad estructural del sistema político peruano: la fragilidad de la representación política y su incapacidad para construir consensos de ancha base que puedan tramitar conflictos y canalizar los intereses generales de la población. Esta fragilidad se expresa en diversos niveles:

  • Los ejecutivos son débiles y no tienen margen de gobernabilidad; están atrapados ante un Congreso de la República fragmentado, donde las coaliciones entre bancadas no logran mayorías significativas.
  • El sistema de partidos de Perú colapsó; pero, a diferencia de otros países de la región, parece no recuperarse. Aunque construir representación necesita liderazgos, en Perú estos han caído en personalismos e identidades partidarias inestables; los partidos responden a intereses individuales, pero no a grupos capaces de construir consensos o, inclusive, de canalizar el descontento.
  • Ni Perú Libre —el que fuera partido de Pedro Castillo hasta junio de 2022— ni cualquier otra agrupación política — ni siquiera de izquierda— lidera las protestas que se expresan en las calles y agrupan en el sur de Perú. Por el contrario, allí se concentran las protestas contra el gobierno de Boluarte y exigen su renuncia, precisamente, por la marginal representación política que tienen los departamentos de la sierra campesina e indígena del Perú.

El repertorio autoritario

Desde la llegada de Dina Boluarte a la presidencia se ha mostrado un repertorio de represión que insiste en conductas antidemocráticas y en buscar un enemigo externo. A esto se sumaron la crisis humanitaria y la violación de los derechos humanos en medio de la protesta.

Boluarte ha calificado las protestas como la acción de minorías violentas —alimentadas por el narcotráfico, la minería ilegal y el contrabando— manipuladas desde la Dirección de Operaciones Especiales (DIROES); esta es una clara referencia al lugar de detención de Pedro Castillo.

Según Alberto Otálora, presidente del Consejo de Ministros, estas minorías serán controladas rápidamente. Se acusa a quienes protestan en las calles de terrucos: término asociado con la época de la violencia de Sendero Luminoso; en la política, se usa frecuentemente para deslegitimar al contrincante.

La estigmatización de los manifestantes desconoce el carácter político de la protesta; justifica la mano dura, permitiendo que actual presidenta se mantenga cerca del bloque del establecimiento que la sustenta en el poder.

Lo anterior contradice las evidencias. Así lo reconoció la canciller Ana Cecilia Gervasi, quien señaló que el gobierno no tiene pruebas de que grupos delincuenciales respalden las protestas.

El repertorio autoritario se completa con la eliminación práctica del derecho a la reunión y la protesta, tal como ha ocurrido en Lima al impedir con gases lacrimógenos que manifestaciones se concentren en la Plaza San Martín, el cierre del diálogo, como lo demostró la renuncia de Raúl Molina —jefe del gabinete de asesores de la Presidencia—, y la búsqueda de un enemigo externo, mediante la acusación a Evo Morales de instigar las protestas en el sur.

¡Que se vayan todos!

En los últimos años, Perú ha venido experimentando un aumento progresivo de la conflictividad social. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, 2020 cerró con 197 conflictos sociales en todo el país; para diciembre de 2021, esta cifra se superó con 202 conflictos; en 2022, llegó a 221 en todo Perú.

Estos conflictos son una mezcla de reivindicaciones: servicios públicos básicos y necesidades insatisfechas, demandas a los gobiernos locales y algunas protestas contra el gobierno nacional.

Toda esta fragmentación social se unificó con la salida de Pedro Castillo. El conflicto —que antes era social y económico— encontró las banderas políticas que necesitaba alrededor de la renuncia de Dina Boluarte, la disolución del Congreso, el adelanto de las elecciones y una asamblea constituyente.

En un primer momento, un núcleo fiel de seguidores del expresidente Castillo exigió su liberación; esta consigna se dio entre el 7 y el 15 de diciembre, pero a raíz de la muerte de nueve manifestantes en las movilizaciones de Ayacucho, la protesta se politizó aún más con la exigencia de respetar los derechos humanos y reparar a las víctimas.

Para enero de 2023, las exigencias de mineros, comuneros, campesinos e indígenas —que se agruparon en asambleas regionales—; de estudiantes universitarios, y de las organizaciones sindicales de base y confederadas se habían agrupado alrededor de una sola consigna: “¡Que se vayan todos!”

El problema es ese: nadie se quiere ir

El Congreso de la República en el Perú está tan desprestigiado que, pese a que las encuestas registran un 66 % de rechazo al golpe de Estado de Pedro Castillo, no rechazan en igual proporción que haya intentado disolver el Congreso (54 %).

Ninguna de las bancadas en el actual Congreso ha alcanzado mayorías significativas. El consenso es casi nulo; bloquearon la gobernabilidad del expresidente Castillo. De diez bancadas, la que más congresistas electos tiene alcanza el 28,4 % (Perú Libre), y la bancada más pequeña cuenta con el 2,31 % (Partido Morado).

Hasta el momento se han rechazado cuatro propuestas para adelantar las elecciones. Estas pueden agruparse en dos bloques políticos claramente identificables:

  • El fujimorismo —representado en Fuerza Popular— quiere elecciones generales, pero no para un periodo de cinco años. Esto sería una elección complementaria. Se elegiría presidente de 2024 a 2026, los congresistas podrían reelegirse y no se llamaría a referendo para decidir si se convoca una asamblea constituyente.
  • Perú Libre propone elecciones generales para 2023. Se elegiría presidente para un periodo de cinco años, las elecciones se celebrarían más pronto que en la primera opción y se convocaría un referendo para decidir sobre una asamblea nacional constituyente.

Esta última propuesta busca conectarse con las demandas que se expresan en las calles. No obstante, las instituciones encargadas del proceso electoral han dicho que necesitan 230 días para organizar el proceso; pero, aun en estas condiciones, no sería posible hacer elecciones primarias. Esto último es importante, considerando la debilidad de los liderazgos actuales.

A pocos días de que se acabe la legislatura, los bloques políticos juegan a la suma cero: se rechazan mutuamente sus propuestas y han negado también la que anunció el ejecutivo a través de la alocución presidencial en la que Boluarte en nada cambió la situación, aun teniendo ella la carta definitiva: la renuncia.

Anticipar las elecciones para 2023 es un triunfo para las protestas en las calles, ya que estaban fijadas para abril de 2024. Pero la negativa de Boluarte a renunciar y la parálisis del Congreso agudiza la crisis. No muestran ninguna sensibilidad ante la crisis humanitaria que ha desatado el fallecimiento de manifestantes, los bloqueos viales y la interrupción del comercio, que en algunas regiones, como Puno, ha sido generalizada.

La tentación autoritaria de Perú

Este final inesperado puede traer serios riesgos, considerando el pasado reciente del país andino. La peruana es una democracia que no logró consolidarse.

Retornando al cause democrático en las elecciones de 1980, se enfrentó con la hiperinflación, el aumento de la deuda externa y un escaso crecimiento económico. A esto se sumó con el comienzo de la denominada “guerra popular” de Sendero Luminoso.

En ese contexto, la credibilidad de los líderes políticos cayó en picada. Para junio de 1989, la aprobación presidencial tuvo una relativa recuperación y, en su mejor momento, alcanzó el 15 %.

Por eso las encuestas importan: también miden la confianza de la ciudadanía sobre la capacidad de sus líderes para actuar ante escenarios críticos, y evalúan la credibilidad de la democracia como un régimen posible y deseable. Cuando esta confianza se pierde, la opción autoritaria seduce a la opinión pública.

Toda esta fragmentación social se unificó con la salida de Pedro Castillo. El conflicto —que antes era social y económico— encontró las banderas políticas que necesitaba alrededor de la renuncia de Dina Boluarte, la disolución del Congreso, el adelanto de las elecciones y una asamblea constituyente.

Ese es el peligro que enfrenta Perú hoy. La opción autoritaria podría emerger como una solución facilista ante la poca popularidad de Dina Boluarte y su negativa a renunciar pese a las exigencias de un país excluido, con unas instituciones en las que nadie confía, como en el caso del Congreso de la República, y todo ello se traduzca en mayores niveles de violencia y polarización.

Excepto la existencia de una amenaza certera como lo fue Sendero Luminoso a finales de la década de los ochenta, hoy se encuentran presentes las variables que permitieron la emergencia del régimen autoritario:

  • Desprestigio generalizado de los políticos y de su capacidad para sortear la crisis;
  • Pobreza de amplios sectores de la población, consecuencia de la pandemia;
  • Libertades públicas reducidas de facto;
  • Enorme frustración ante lo que podría haber sido una agenda de cambio con Pedro Castillo, que no mostró ninguna destreza para realizarla.

Esa frustración engendraría más violencia; pero, aún más grave, derivaría en una salida autoritaria: un retroceso para la región durante un periodo de avance de la democracia.

Aunque la asamblea constituyente podría verse como una salida que permita refundar el sistema político, nada garantiza su éxito. La experiencia chilena mostró que aun existiendo un consenso entre las fuerzas políticas sobre la necesidad de su convocatoria para zanjar la crisis que desató el estallido social, e incluso lográndose la victoria electoral de Gabriel Boric, nada la hace infalible o de inequívoco resultado.

En el caso peruano, si los actores políticos no alcanzan una salida pactada a la crisis y son leales a la democracia, una nueva constitución será imposible.

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