Muy en el estilo de nuestros gobernantes, la nueva ley otorga derechos a la oposición pero no asegura que sean respetados. Esto es una consecuencia de los vicios en el ejercicio del poder político que se han venido agravando desde hace medio siglo.
Juan Fernando Londoño O*
La deuda
Las pruebas del buen funcionamiento de una democracia son el respeto hacia quienes discrepan de las ideas de los gobernantes, las garantías que tienen quienes aspiran a remplazarlos y las posibilidades de alternación en el poder.
Con la aprobación del Estatuto de la Oposición Colombia avanza en el camino de completar su democracia y conseguir que los opositores puedan discrepar del gobierno y aspirar a remplazarlo.
Esta Ley Estatutaria, que fue aprobada en último debate en ambas cámaras y pasará a conciliación antes de ir a revisión de la Corte Constitucional, viene a saldar una deuda ampliamente reconocida por estudiosos y líderes políticos: la historia de la competencia partidista en Colombia llevó a excluir, a perseguir e incluso a matar a quienes se consideraban enemigos del sistema. Esto incluyó a quienes simpatizaran con la guerrilla, profesaran ideas comunistas, desafiaran poderes establecidos o fueran incómodos para los poderosos de las regiones.
Hecha la ley, hechas las trampas
![]() Firma de Acuerdos de Paz con las FARC-EP. Foto: Presidencia de la República |
Pero ese avance podría ser retórico porque -fieles a nuestra tradición de otorgar derechos sin los instrumentos para protegerlos- la Ley incluye un artículo que implica un procedimiento administrativo que hará casi imposible garantizarlos.
En efecto. El proyecto aprobado por el Congreso establece que el ejercicio de la oposición es un derecho fundamental. Este es un avance enorme porque al tratarse de un derecho debería recibir protección directa de la rama Judicial. Pero el artículo 28 estipula que quienes se declaren opositores y quieran que se les proteja ese derecho tendrán que acudir al Consejo Nacional Electoral (CNE) para que se establezca si cabe la acción de protección, y sólo en este caso procedería a “tomar todas las medidas necesarias para el restablecimiento del derecho vulnerado”.
El artículo 28 implica que cuando, por ejemplo, al líder de la oposición de un municipio se le impida ejercer los derechos que le otorga el Estatuto, deberá viajar a Bogotá a presentar la queja ante el CNE. Después de estudiar la queja, este organismo debe convocar una audiencia con la presencia de la contraparte y comunicar su decisión; pero la decisión puede ser impugnada por la autoridad afectada para que luego de un proceso judicial se tome una decisión definitiva.
El mecanismo anterior parece diseñado para que los derechos de la oposición no sean protegidos.
El mecanismo anterior parece diseñado para que los derechos de la oposición no sean protegidos y como suele suceder en Colombia, después de sucesivos intentos fallidos de hacerlos valer, la gente deje de creer en el Estatuto.
Como si esto fuera poco, la Cámara de Representantes eliminó el artículo 30 que creaba una Procuraduría delegada para la protección de los derechos políticos y de la oposición. Esta entidad tenía la tarea de elaborar un informe anual sobre las garantías al ejercicio del derecho a la oposición en escala nacional, departamental y municipal. Pero ahora no habrá quién vigile el cumplimiento de la ley estatutaria.
Cuotas en vez de ideas
No es extraño que el Congreso haya obstaculizado el Estatuto de la Oposición. Nuestros parlamentarios son generosos al conceder los derechos, pero muy tacaños en las garantías para su ejercicio.
Esto es una consecuencia de la manera de ejercer el poder en Colombia, que se basa exclusivamente en el control del aparato público. Para entender este hecho es necesario volver al momento de fundación de la política moderna en el país: el Frente Nacional.
Este pacto puso fin a la violencia entre liberales y conservadores, pero además moldeó los comportamientos –formales e informales– que caracterizan nuestra forma de gobernar. La lucha política se concentró en la conquista del poder burocrático y no en el contenido de las políticas públicas. En otros países los conflictos internos giraron en torno a temas como la lucha entre capital y trabajo o la distribución de las rentas entre el centro y la periferia o el acceso a la tierra. Pero nada de esto hizo parte del pacto “frente-nacionalista”, que no resolvió los conflictos sociales porque se redujo a satisfacer las ambiciones burocráticas de los líderes de cada partido.
Desde que fue establecido el Frente Nacional, el ejercicio del poder consistió única y exclusivamente en controlar las cuotas burocráticas. Por eso, para nuestros partidos, ejercer el poder es controlar la burocracia. Gobernar es nombrar, no resolver problemas. Y su lucha no consiste en defender determinadas políticas sino en asegurar la distribución de los cargos. Este estilo derivó en que los conflictos sociales no pudieron resolverse por vías institucionales y por ello acudir a los partidos para buscar cambios en las políticas públicas dejó de tener sentido. Los partidos, mediante sus actividades clientelistas, podían resolver demandas individuales –como conseguir un puesto, una beca o tramitar un contrato–, pero fueron incapaces de tramitar demandas colectivas y proveer bienes públicos. A esto se debieron las recurrentes crisis de gobernabilidad durante las décadas de 1970 y 1980.
Y esta situación persiste hasta hoy, pues el Estado aún no es capaz de satisfacer las demandas de bienes colectivos, como transporte o seguridad, y mucho menos de garantizar la protección de los derechos de reconocimiento e inclusión. Problemas que se escapan a las mecánicas clientelares.
El denunciar estos problemas por fuera del sistema de partidos llevó a que quienes lideraban estas protestas se convirtieran en una amenaza para los burócratas y, por lo tanto, para el orden existente. Por esta razón, los líderes y movimientos sociales, así como cualquier expresión antisistema, fueron tomados como enemigos y, en consecuencia, fueron estigmatizados, excluidos y perseguidos. Esto tuvo el efecto paradójico de acercar a los sectores contestatarios a las guerrillas. Fueron estas quienes empezaron a infiltrarse en el movimiento social y a ofrecer una alternativa política a las demandas ciudadanas.
La época del dinero
![]() Memoria de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Foto: Centro de Memoria Paz y Reconciliación |
Los constituyentes de 1991 fueron conscientes de que este modo de entender la oposición era tan equivocado como ineficaz. Criminalizar la protesta solo lograba que los ciudadanos creyeran que la única vía para cambiar el sistema era apoyar la insurrección armada. Además el control clientelista se había debilitado y era necesario abrir la puerta a las nuevas demandas de la sociedad.
Por eso los gobiernos de la época decidieron abrir el sistema político y fortalecer el proceso de descentralización que había comenzado en los ochenta. Pero las reformas del 91 se quedaron a medio camino: por una parte la lucha armada ya no logró encauzar las luchas sociales y perdió legitimidad, pero por otra parte esas fuerzas populares no pudieron reunirse en partidos políticos organizados.
El desorden político posterior a la Constituyente implicó una dispersión de las alternativas e impidió la aparición de movimientos políticos fuertes. Mientras tanto, la política clientelista se fue perfeccionando: en vez de puestos, el mecanismo principal de reproducción del sistema fue el dinero para comprar conciencias, autoridades y votos.
Para acceder al dinero prevalecieron dos mecanismos: las alianzas con grupos ilegales y el control de la contratación pública. La alianza con los grupos ilegales se convirtió en una amenaza para el sistema y tuvieron que combatirse sus principales manifestaciones: el narcotráfico y el paramilitarismo. Las actividades ilegales que no retaran al sistema podían sobrevivir, tal como sucedió con el contrabando y otras actividades criminales que no buscan la captura del Estado, sino únicamente su ineficiencia.
Aunque la Constitución de 1991 señaló la necesidad de establecer un estatuto para la oposición, el control compartido del poder por parte de los partidos tradicionales se mantuvo, pese a su división en múltiples facciones. Sin importar su nombre, los partidos tradicionales y sus derivados siguieron actuando como uno solo para conservar el poder.
Partidos sin raíces, sin referentes sociales y sin ideología reforzaron la lógica de poder “frente-nacionalista”. Tal fue el caso de Colombia Democrática, Convergencia Ciudadana y Alas Equipo Colombia, o de los actuales Cambio Radical, Partido de la U y Opción Ciudadana, cuyo único propósito es capturar porciones del Estado para permanecer en el poder.
Una esperanza
Por eso apenas ahora, con la finalización del conflicto armado, puede hacerse realidad la idea de un Estatuto de la Oposición. Después de muchos intentos, el Congreso decidió dar este paso – así sea vacilante- hacia una política que sirva para confrontar civilizadamente los proyectos de nación y que no sea solo un instrumento para la repartición del poder.
Para nuestros partidos, ejercer el poder es controlar la burocracia.
El Estatuto, con sus varias herramientas para proteger a la oposición y permitir que pueda convertirse en alternativa de gobierno, es ahora una base fundamental para cambiar el funcionamiento de la política y empezar a modernizar los partidos.
Si se remueven los obstáculos que se han puesto en el propio Estatuto para evitar que el derecho a la oposición se ejerza realmente, es posible que por fin empecemos a cambiar la lógica del poder en Colombia. Tal vez por fin entendamos que el conflicto es natural en la democracia, que la confrontación política civilizada debe ser la base de la lucha entre los partidos y que la alternación en el poder no es una amenaza, sino una oportunidad de mejorar.
Como suele suceder en Colombia, el Estatuto de la Oposición pinta muy bien… en el papel. Veremos si tiene el poder de ayudar a transformar la realidad.
* Comunicador social de la Universidad de la Sabana, máster en Ciencia Política de la Universidad de los Andes y en Relaciones Internacionales en la Universidad Johns Hopkins, exviceministro del interior, director del Centro de Análisis y Asuntos Públicos.
@JuanFdoLondono