La mediocridad del gobierno: a propósito de las masacres de agosto - Razón Pública
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La mediocridad del gobierno: a propósito de las masacres de agosto

Escrito por Boris Salazar
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Pese a su diversidad, estas masacres tienen en común el golpear a los más vulnerables en regiones marginadas, y a causa de las políticas explícitas u omisiones culpables del gobierno nacional.

Boris Salazar*

Masacres

33 colombianos fueron asesinados entre el 11 y el 22 de agosto de este año.

Diecisiete de ellos en menos de 48 horas, en veredas alejadas de El Tambo, Tumaco y El Caracol. Los otros fueron masacrados el 11 y el 15 de agosto en Cali y en Samaniego. Todos cayeron en operaciones organizadas y ejecutadas por hombres armados, que cumplían órdenes de superiores desconocidos.

Ninguna de las víctimas estaba armada, ni pudo ser vinculada a los grupos armados, a pesar de los intentos del gobierno y los medios de comunicación. Esta vez los asesinos ni siquiera se molestaron en poner armas o uniformes sobre los cadáveres.

No obstante, la distancia geográfica entre las víctimas, todas intentaban sobrevivir en medio de la desigualdad, la violencia, la pobreza y la desprotección del Estado.

Dos de los presuntos asesinos de los niños de Cali siguieron trabajando y durmiendo en sus casas, como si nada hubiera pasado. Mataron y desparecieron con tranquilidad.

Los adolescentes asesinados en Llano Verde, Cali, eran hijos y nietos de los desplazados de la guerra irregular que asoló a Colombia. Fueron a un cañaduzal cercano a comer caña y nadar, cuando fueron asesinados por tres hombres con entrenamiento militar, que trabajaban para una obra de ingeniería civil en progreso.

Los dos detenidos reconocieron que reportaron la presencia de los niños en la zona al ingeniero que dirigía la obra y relataron las acciones de inteligencia, seguimiento, coordinación por radioteléfono y asesinato a sangre fría de los cinco niños indefensos.

De la matanza culparon al tercero, un antiguo paramilitar con detención domiciliaria, pero contratado por una firma de ingeniería legal para prestar servicios de seguridad. La típica operación de justicia privada, tantas veces realizada en Cali y en otros lugares del país con la más absoluta impunidad.

Este proceder revela que no se trató de un ajuste de cuentas entre pandillas de microtráfico, ni de un intento frustrado de reclutamiento, como dijeron en las primeras horas el ministro de Defensa y algunos concejales, en un episodio más de la costumbre de culpar a las víctimas para dejar en la impunidad a los criminales.

Foto: Defensoría del Pueblo Justamente en un gobierno que proclama la seguridad como uno de sus pilares sorprende que se disparen los homicidios y la violencia armada.

Lea en Razón Pública: Masacre en los cañaverales de Cali

Samaniego, Guayacana, Uribe, Arauca…

Los jóvenes masacrados en Samaniego, Nariño, eran universitarios y deportistas que aspiraban a mejorar sus vidas y las de sus familias en una región disputada a sangre y fuego por grupos guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes, bajo la mirada indiferente de las fuerzas armadas estatales.

En la noche del 15 de agosto celebraban con un asado y unas cervezas su reencuentro en Samaniego. De repente, fueron acribillados con absoluta frialdad por cuatro hombres armados y entrenados.

Los seis jóvenes asesinados en La Guayacana, zona rural del municipio de Tumaco, sobrevivían en las difíciles condiciones de desigualdad, violencia, inseguridad y exclusión que azotan el municipio. Estas condiciones fueron propiciadas por el imperio del narcotráfico, el paramilitarismo, las guerrillas y la indiferencia del Estado central y la inacción de sus Fuerzas Armadas.

Con la salida de las FARC de la región desapareció el orden marcial que imponían, y esto a su vez permitió el regreso de la guerra, aunque un poco peor: con narcotraficantes mejicanos incluidos y un gobierno que cambió la inversión social por la fumigación con glifosato.

Un poco más al norte, en Uribe, una vereda de El Tambo, Cauca, fueron asesinados seis indígenas, al parecer por miembros de un grupo residual de las FARC que hoy se disputa el control de la región con otros grupos armados ilegales.

Todos coinciden en doblegar a la población civil mediante la violencia y todos disfrutan del espacio que le entregaron a un costo muy bajo las Fuerzas Armadas y el Estado.

Cerca de los cuerpos de las cinco víctimas de El Caracol, en Arauca, apareció un panfleto que los acusaba de “cuatreros”. La justificación de la masacre parece clara: todos tienen que acogerse a la ley impuesta por los nuevos amos de la región, de lo contrario serán asesinados.

Algo que no es nuevo en Arauca, un departamento atravesado por la guerra entre el ELN y las bandas de narcotraficantes y paramilitares. Una guerra en la que el Ejército no fue imparcial e incluso violentó a los civiles de todas las edades.

Foto: Alcaldía de Ibagué este gobierno no quiere admitir que se le está saliendo el orden público de las manos.

¿Narcotráfico u olvido del Acuerdo?

Por supuesto, nadie podrá decir que detrás de estas masacres hay un plan diabólico urdido desde las altas esferas del Estado y ejecutado, con frialdad absoluta, por agentes armados en distintas regiones del país. Pero si es posible encontrar un patrón común a las masacres ocurridas.

Todas ocurrieron en territorios pobres y excluidos, poblados en su mayoría por grupos afro e indígenas, que fueron víctimas de una guerra que todos creían acabada, pero que hoy regresa con una crueldad inusitada bajo la mirada complaciente del Estado.

Desde la altura de Bogotá y en sintonía con la mirada de Washington, el gobierno de Duque ya detectó la causa de los males de esos territorios abandonados: el narcotráfico. Descubrió también una cura científica infalible: la fumigación aérea con glifosato. Y amarró todo el paquete con una dosis de olvido activo del Acuerdo de Paz.

Decidió olvidar los compromisos de inversión social del Acuerdo apostó a su fracaso por la vía sinuosa de no hacer nada y dejar que las bandas paramilitares, narcotraficantes y residuales de la guerrilla disputaran esos territorios olvidados, cuyos habitantes, por lo demás, nunca votaron ni por el presidente ni por su partido.

El compromiso de invertir en educación, vías, tecnología, seguridad y salud, de forma que las condiciones de desigualdad y pobreza de la guerra no se repitieran, fue olvidado con deliberación.

La apuesta del gobierno

En su afán de desmontar el Acuerdo de Paz, el gobierno acabó negando el corazón de la apuesta política de su partido: la seguridad ciudadana. Nadie habría pensado que en un gobierno del Centro Democrático la seguridad de los territorios más pobres y excluidos de la nación fuera a quedar en manos de las bandas criminales.

Detrás de las masacres asoma la voluntad de los grupos armados ilegales de convertirse en un Estado, imponiendo su poder, a sangre y fuego, sobre las poblaciones inermes de esos territorios. Justifican sus acciones por las conductas delincuenciales o desviadas de las víctimas.

A los adolescentes asesinados de Cali los acusaron de ladrones y asesinos, e incluso les adjudicaron fotos de otros en las redes sociales. A las víctimas de Arauca las calificaron de cuatreros y a los jóvenes de Samaniego los señalaron como violadores de la cuarentena. Es una idea de orden que está impregnada de racismo y desprecio hacia los más pobres y jóvenes.

Actúan en el vacío dejado por un gobierno que actúa como un poder extranjero que bombardea con glifosato los territorios y las poblaciones que debería proteger por mandato constitucional.

No es una sospecha ni una suspicacia. Basta recordar cuán alborozada se veía a la anterior ministra del Interior cuando calificó en público al Acuerdo de Paz como “medio fracasado”. O como una y otra vez, con un entusiasmo que ni siquiera despierta en él la economía naranja, el presidente intentó desmontar el Acuerdo de Paz en el congreso.

La mediocridad puede ser un medio efectivo para lograr ciertos objetivos políticos. Pero a costos muy altos. Cuando un gobierno pone el ajuste de cuentas con sus antecesores por encima de la seguridad y el bienestar de sus ciudadanos más vulnerables, está labrando su propia derrota.

El presidente afirma que estamos ante el mejor año de la historia en materia de homicidios y ve las masacres como “un problema de percepción” que empaña su gestión impecable, pero las voces de los familiares, vecinos y comunidades que reclaman justicia indican lo contrario.

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