La masacre de Puerto Leguízamo o el poder letal de las palabras.
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La masacre de Puerto Leguízamo o el poder letal de las palabras

Escrito por Boris Salazar
La masacre de Puerto Leguízamo

Foto: Fundación Liderazgo y Paz, Moviccaap y AlaOrillaDelRío

La masacre

El 28 de marzo a las 6:00 a. m., tropas de la división de asalto aéreo del Ejército de Colombia descendieron sobre el claro de selva donde doscientos habitantes de la vereda de Alto Remanso y otras veredas vecinas realizaban un bazar para financiar proyectos comunitarios desde las 10:00 a. m. del sábado 26.

Los cientos de latas de cerveza amontonadas frente a la caseta comunal, en una de las pocas fotos disponibles del lugar de los hechos, confirman que estaban de fiesta y que la fiesta había sido larga y animada. También confirman que no se trataba de un campamento militar del grupo residual 48 de las FARC, como afirmaron el ministro de Defensa y varios voceros del Ejército, sino de un espacio comunal con una gran edificación de dos pisos que parecía pertenecer a una finca, una caseta comunal y un campo pelado que hacía las veces de cancha de fútbol. El escenario no podía ser menos marcial.

Según el relato de un sobreviviente, 30 hombres encapuchados, vestidos de negro, con brazaletes naranja, sin chalecos, con capuchas que cubrían sus rostros hasta la nariz, dispararon contra los civiles que se realizaban un campeonato de fútbol con la participación de hombres y mujeres.

“¿Y qué hacían ellos? Disparaban y se agachaban para rematar a los heridos como si fuera una masacre y decían que eran guerrilleros”, continúa el sobreviviente. Cuando los hombres de negro desaparecieron en el monte por el que habían llegado, hizo su aparición un contingente del Ejército vestido, ahora sí, de camuflado.

Cuenta la mamá de la menor embarazada que resultó herida en la masacre: “después llegó el Ejército. Todo el mundo se puso a gritar. ‘¿Dónde estaba la guerrilla?’, preguntaban los uniformados. ‘Vayan a buscarla ustedes’, contestaba la gente. Son los mismos. Luego se fueron en helicópteros y en tres lanchas piraña”.

La versión del Ejército

La versión del comandante de la División Asalto Aéreo del Ejército, mayor general Juan Carlos Correa, es muy distinta. Dice que las tropas debieron enfrentar un fuego nutrido, pero su única evidencia de combate es el encuentro de un soldado con un civil a quien no iba a disparar, por ser civil, pero que sacó un fusil y le disparó al soldado, hiriéndolo. Resulta extraño que, en tan terrible combate, las fuerzas de asalto hayan tenido apenas un herido.

Y no hay más bajas del Ejército ni evidencia de un combate, con fuego nutrido, entre las tropas de asalto aéreo y la “estructura militar” del antiguo frente 48 que era el objetivo de la operación, según el mayor general Correa. Solo quedan los cadáveres de los civiles masacrados, los cientos de latas de cerveza consumidas, los zapatos sueltos de las víctimas que corrían por sus vidas.

“¿Y qué hacían ellos? Disparaban y se agachaban para rematar a los heridos como si fuera una masacre y decían que eran guerrilleros”.

Pero esos civiles asesinados y heridos en la masacre tenían nombres y familiares que recordaban sus nombres y que sabían muy bien, porque los conocían, que no eran miembros de guerrilla, y que no estaban armados, porque lo único que les interesaba era jugar fútbol, tomar unas cervezas y celebrar con sus amigos y vecinos en medio de la selva y de la guerra de décadas que les han impuesto los hombres armados que llegan desde el centro del país: narcotraficantes, bandas criminales y las fuerzas armadas del Estado.

Y aquí las cosas comienzan a complicarse para el gobierno y las fuerzas militares, que habían querido presentar la masacre como un operativo militar. Ahora son de dominio público los nombres de algunos de los civiles asesinados en el operativo: Divier Hernández Rojas, presidente de la Junta de Acción Comunal de la Vereda Remanso; su esposa, Ana María Sarria Barrera; un menor de 16 años, Brayan Santiago Pama; el gobernador del Cabildo Kichwa, Pablo Panduro Coquinche y Oscar Olivo Yela. Entre los heridos ya fueron identificados Willinton Galíndez, Vanessa Rivadeneira Reyes y Nora Andrade.

Argemiro Hernández, padre de Divier, dice que después de ocho horas de espera se rebeló contra los soldados y logró acercarse al cadáver de su hijo. “Lo alcancé a ver muerto y lo abracé. Tenía tiros de gracia en la cara”.

El poder letal de las palabras

Al ministro de Defensa, Diego Molano, le gusta posar de intelectual extraviado en la ingrata tarea de defender a los colombianos de sus más enconados enemigos. Su discurso es una extraña combinación de militarismo, teorías de la conspiración y densos neologismos que le dan un falso aire de profundidad. El trino que envió después de las primeras alertas es un clásico en su género: “Operativo no fue contra campesinos, sino disidencias Farc. No fue contra inocentes indígenas, sino narcococaleros. No fue en bazar, sino contra criminales que atacaron soldados. Defendemos a colombianos”.

En palabras del ministro, la masacre dejó de ser masacre y se volvió una operación donde tropas del Ejército “neutralizaron 11 integrantes de disidencias de las FARC y la captura de cuatro criminales más en Puerto Leguízamo (Putumayo)”.

La clave discursiva está en el neologismo “narcococaleros”. ¿Quiénes pertenecen a esa nueva categoría de personas? Los campesinos de regiones como El Alto Remanso, que cultivan coca para obtener unos ingresos que les permitan sobrevivir, pues no son suficientes los cultivos alternativos que el Estado no ha querido financiar ni proteger. Pero el ministro, en “modo propaganda”, les agrega la partícula “narco”.

Convertir a pobres campesinos cocaleros en narcos es legitimar el uso de las armas contra ellos y elevarlos a objetivos militares legítimos.

Es decir, traficantes armados que tienen el capital, los recursos y los contactos con las fuerzas armadas y policiales para comprar la hoja de coca, transformarla en clorhidrato de cocaína, transportarla por las rutas apropiadas y colocarla en el exterior. Algo que, por supuesto, no pueden hacer los campesinos que las tropas de asalto masacraron en un modesto bazar en medio de la selva.

Las palabras pueden ser letales, sobre todo si se convierten en parte de la doctrina militar y política de un Estado. Convertir a pobres campesinos cocaleros en narcos es legitimar el uso de las armas contra ellos y elevarlos a objetivos militares legítimos. Es legitimar, en las palabras, una acción como la cometida el 28 de marzo.

Los civiles, entre el fuego cruzado

En lo corrido del gobierno Duque, el número de hectáreas dedicadas al cultivo de coca en el Putumayo se elevó a 24.000. Miles de familias malviven con lo que les pagan traficantes, grupos residuales de las FARC y bandas paramilitares.

El control de los cultivos y de los cultivadores, de los laboratorios y de las rutas de salida de la cocaína están en plena disputa por parte de varios grupos armados. Pelean entre ellos, pero coinciden en buscar el control y la lealtad de los civiles mediante el uso de las armas, el asesinato y las masacres.

Ya en febrero de este año habían ocurrido dos masacres en Puerto Leguízamo, que habían dejado a seis personas asesinadas. El 2 febrero aparecieron quemadas y con signos de tortura tres personas, y tres días después fueron encontrados los cadáveres de tres hermanos, según reportó el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz).

En ese contexto de guerra contra los civiles, ¿cómo interpretar la masacre cometida por las tropas de asalto aéreo del Ejército? Las Fuerzas Armadas han hecho muy poco para combatir a las bandas armadas que operan en esta región. Los cultivos de coca y las exportaciones de cocaína no han dejado de aumentar ante la mirada indiferente de la fuerza pública. Tampoco ha dejado de aumentar la violencia contra los civiles por parte de narcotraficantes, bandas ilegales y fuerzas armadas estatales, cuyo objetivo es controlar la población y regular el negocio del narcotráfico.

La masacre de Puerto Leguízamo
Foto: Facebook: Diego Molano - Las palabras pueden ser letales, sobre todo si se convierten en parte de la doctrina militar y política de un estado.

Para la doctrina militar del gobierno actual, el enemigo no son las bandas ilegales –sean disidencias o residuales de las FARC el ELN, el Clan del Golfo u otras bandas paramilitares–, sino el campesinado cocalero que ha cometido el “terrible crimen” de declararse independiente de todos los agentes armados, incluidos los estatales.

Los hombres encapuchados que atacaron el bazar en Alto Remanso actuaron de acuerdo con informes de inteligencia, como lo reconoció el general Correa. Sabían que sus víctimas eran civiles y estaban desarmados y en fiesta, y por eso iban encapuchados y vestidos de negro, ejecutaron a sus víctimas con tiros de gracia y se retiraron para que llegaran las tropas del Ejército que sí “respetaban” las normas del derecho internacional humanitario.

Al general Correa le molestó que “los civiles que estaban ahí terminaran haciendo una asonada, lo que obligó a que las tropas debieran retirarse del lugar”.

Aunque el gobierno y el Ejército quieren hacerlo pasar como un operativo militar legítimo, todo indica que este hecho sería un nuevo “falso positivo”.

Boris Salazar*

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