La masacre de La Rochela, 25 años después - Razón Pública
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La masacre de La Rochela, 25 años después

Escrito por Carlos Rojas

Hace 25 años se produjo la masacre de funcionarios judiciales en la vereda La Rochela, Santander. Este crimen no logró su objetivo de intimidación y silencio: al revés, nos hizo tomar conciencia sobre el poder y la barbaridad del paramilitarismo.

Carlos Rojas*

Los hechos, los implicados y los móviles

El 18 de enero de 1989, en la vereda La Rochela, departamento de Santander, fueron asesinadas doce personas que pertenecían a una comisión judicial. La comisión investigaba una serie de crímenes cometidos por los grupos paramilitares del Magdalena Medio.

Cuatro de las víctimas eran funcionarios judiciales. Los demás eran funcionarios del Cuerpo Técnico de Policía Judicial. Tres integrantes más de la comisión sobrevivieron a la masacre, porque pese a sus heridas simularon estar muertos para evitar ser ultimados.  La comisión se había desplazado hacia la zona desde hacía varios días. Recogía evidencia sobre asesinatos y desapariciones forzosas de habitantes de la región.

El grupo de Memoria Histórica publicó un informe sobre la masacre en 2010. Según este documento, Alonso de Jesús Baquero, alias “El Negro Vladimir”, uno de los paramilitares responsables del crimen, declaró que la presencia de la comisión inquietaba a varios actores de la región.

Para los paramilitares, la comisión ponía en riesgo la impunidad con la que rutinariamente llevaban a cabo sus acciones, dirigidas por una parte a combatir a la guerrilla y por otra a despojar a los campesinos de sus tierras mediante la amenaza, el homicidio y el desplazamiento forzado.

El grupo paramilitar estaba íntimamente vinculado con la Asociación Campesina de Ganaderos y Agricultores del Magdalena Medio (ACDEGAM), que cumplía una función clave en su organización y financiamiento.

Las Fuerzas Armadas, que además constituían la forma más notoria de la presencia estatal en la región, tenían también lazos estrechos con los grupos paramilitares. De hecho, en repetidas ocasiones se señaló al general Farouk Yanine Díaz como uno de los autores intelectuales de la masacre de La Rochela y como gestor del paramilitarismo en el Magdalena Medio.

al revelarse la participación de las Fuerzas Armadas en el crimen, se hizo patente el doble papel de víctima y victimario que asumían las instituciones estatales: la masacre fue una acción del Estado contra el Estado.

Uno de los crímenes a cargo de la comisión era el asesinato de 17 comerciantes y de dos personas más que acudieron a buscarlos; precisamente el general Yanine Díaz parecía estar implicado en estos hechos. De acuerdo con “Vladimir”, el excongresista Tiberio Villareal, político de la zona, también estuvo involucrado en la masacre, porque le interesaba apropiarse de expedientes relacionados con adjudicación de contratos públicos a paramilitares que él había facilitado. Finalmente los narcotraficantes, en particular el cabecilla del cartel de Medellín. Gonzalo Rodríguez Gacha, consideraban la presencia de la comisión como una amenaza porque tenían cultivos de coca en la región.

Este entramado complejo de intereses produjo la decisión de atacar a la comisión en La Rochela. Aunque inicialmente se sugirió secuestrar y desaparecer a sus miembros, finalmente se impuso la estrategia propuesta por Rodríguez Gacha: llevar a cabo una masacre en la autopista que produjera terror, de manera que ninguna comisión judicial volviera a aparecer por allí.


El Turbión – Manuel Chacón
Marcha conmemorativa de la masacre en
enero de 2012.

Crimen contra la justicia

La masacre de la Rochela obedeció entonces, por un lado, a una necesidad específica de dejar en la impunidad un conjunto determinado de crímenes que investigaba la comisión. En esa medida no resulta un hecho aislado: tanto el crimen organizado como los grupos armados ilegales y los miembros del Estado involucrados con estos en actividades delictivas necesitan operar fuera del alcance de la justicia.

Una manera de hacerlo ha sido el ataque continuo, aunque poco visible, a miembros de la rama judicial, que son amenazados, desaparecidos o asesinados para evitar que lleven a término sus investigaciones. Según el informe de Memoria Histórica, 1.487 funcionarios judiciales fueron víctimas de hechos de violencia entre 1979 y 2009, casi uno por semana a lo largo de 30 años.

Pero la masacre de La Rochela cumplió también otra función importante: fue un signo. Las masacres no solo tienen el propósito instrumental de eliminar un grupo de personas para truncar sus acciones, sino que buscan transmitir un mensaje, infundir miedo, hacer huir o callar a los sobrevivientes.

En este caso el mensaje iba dirigido a los funcionarios judiciales, para que no volvieran a indagar sobre las organizaciones criminales y sus intrincadas redes de apoyo entre los poderes de la región. Pero los signos tienen vida propia y rara vez se acogen a los designios de sus autores.

La masacre tuvo un impacto muy fuerte en el plano nacional. Por un lado, prendió las alarmas del Gobierno central con respecto a la amenaza que representaban los grupos paramilitares del Magdalena Medio, de manera similar a como el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla alertó al Gobierno del enorme poder subterráneo en que se estaba convirtiendo el narcotráfico.

Por otro lado, al revelarse la participación de las Fuerzas Armadas en el crimen, se hizo patente el doble papel de víctima y victimario que asumían las instituciones estatales: la masacre fue una acción del Estado contra el Estado.

En tercer lugar, la masacre dio visibilidad a la violencia constante y discreta a la que se sometía a la justicia en Colombia, que regularmente pasa casi desapercibida en un rosario de crímenes aparentemente aislados.

Memoria Histórica considera la masacre de La Rochela como el reverso de la toma del Palacio de Justicia en 1985, dos hechos que atraviesan a la justicia desde la base hasta la cúpula y dejan abierta en ella una herida traumática.


FotoWikimedia Commons
La comisión de investigadores de Bogotá,
investiga crímenes como la desaparición de 19
comerciantes oriundos de Cúcuta.

Las consecuencias

La masacre no solo victimizó a las personas asesinadas, a los sobrevivientes y a sus familias, sino a la rama judicial en Colombia. Tanto las personas particulares como la institución judicial fueron lesionadas por el crimen. Ese desdoblamiento de la víctima produjo un episodio doloroso. La institución consideró que era su responsabilidad y su derecho la organización de las honras fúnebres, ya que las víctimas eran una extensión de la justicia herida.

Sin embargo, los preparativos del sepelio se llevaron a cabo sin consultar a las familias. Estas no tuvieron acceso inmediato a los cuerpos, que fueron exhibidos en Paloquemao. Algunos familiares consideraron este hecho como un espectáculo orientado a encubrir equivocaciones de la institución. Les daban funerales con honores, creían, después de enviarlos a una comisión muy peligrosa y sin garantías suficientes de seguridad.

De ahí en adelante los sobrevivientes y las familias de las víctimas emprendieron una búsqueda de justicia que hoy, 25 años después, aún no ha concluido. Los tres sobrevivientes, que podían servir como testigos de la masacre, fueron instalados en un lugar donde recibían protección, pero se encontraban sin libertad y aislados de sus familias, mientras los criminales caminaban libres.

El proceso judicial por la masacre produjo resultados iniciales, como la captura de algunos autores materiales, entre ellos “Vladimir”. El comandante paramilitar parecía contar con apoyo de los militares y logró evadir 14 intentos de captura. Fue necesario planear un operativo a espaldas del Ejército para someterlo finalmente a la justicia.

El proceso contra los autores intelectuales, sin embargo, no ha dado los mismos frutos. La investigación por la masacre encontró numerosos obstáculos, cambió de jurisdicción en varias ocasiones y permaneció años enteros en completa inactividad.

cabe pensar que la violencia contra la rama judicial se inscribe en el marco de la violencia contra la memoria y sus gestores, contra los periodistas, los defensores de derechos humanos, los académicos, los líderes de víctimas, los abogados que las defienden.

En 2007 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó al Estado colombiano por acción y omisión en el caso de La Rochela. Sin embargo, a pesar de que la CIDH declaró la obligación del Estado de “combatir esta impunidad por todos los medios disponibles”, la investigación sobre el asesinato de la comisión judicial permanece inconclusa y sus autores intelectuales no enfrentaron nunca a la justicia.

¿Por qué recordar los hechos de La Rochela 25 años después? Sin duda rememorar los eventos dolorosos que han marcado la historia de la nación constituye un reconocimiento a las víctimas y una forma de conjurar el pasado para que no siga repitiéndose.

Pero hay algo en la masacre como signo que da un sentido particular a La Rochela. Los asesinos quisieron enviar con ella un mensaje de impunidad y olvido, quisieron producir un miedo tal que nadie más habría de indagar la verdad de sus actos y de sus alianzas, buscaron que el horror cegara la memoria y la justicia.

Ambas tienen un vínculo estrecho. No hay justicia sin memoria. Por eso cabe pensar que la violencia contra la rama judicial se inscribe en el marco de la violencia contra la memoria y sus gestores, contra los periodistas, los defensores de derechos humanos, los académicos, los líderes de víctimas, los abogados que las defienden.

Los asesinos de La Rochela quisieron emitir un signo que llamara al olvido, y es nuestro deber darle la vuelta, convertir la masacre en signo que invoque a la memoria. Las víctimas de la masacre eran conscientes de la importancia de su trabajo y del riesgo que representaba, expusieron su vida para que hubiese verdad, justicia y memoria, para que los nombres de campesinos asesinados y desaparecidos no se perdieran en la impunidad.

El mejor homenaje que podemos rendir a su sacrificio es hacer de su muerte un signo que resista al olvido.

* Candidato a PhD de la Universidad de Nueva York (NYU), y estoy trabajando en una tesis sobre testimonios de víctimas del conflicto armado en Colombia.  

 

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