En un periodo de cambios épicos en Medio Oriente el gobierno de Turquía, encabezado por el partido AKP, se ha equivocado en casi todas sus decisiones y actualmente enfrenta una severa crisis política interna y de legitimidad.
Marcos Peckel*
Del esplendor a la crisis
Hace apenas unos años Turquía parecía estar en la cima del mundo. Gozaba de una economía boyante, era una potencia emergente con grandes ambiciones geopolíticas, miembro del G20, con una reputación en ascenso y con un primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, en cabeza del partido AKP -Justicia y Desarrollo-, que barría en las elecciones y consolidaba cada vez más su poder.
Erdogan mantuvo a raya a la oposición política, marginó a los militares que durante años habían detentado el poder, y se dio el lujo de desestimar las históricas aspiraciones de su país a ser parte de la Unión Europea tras el portazo que le dieron Francia y Alemania.
La política exterior del AKP, definida por su entonces canciller y hoy primer ministro, el filósofo Ahmet Davutoglu, como “cero problemas con los vecinos”, tomaba alto vuelo. Igualmente, Erdogan comenzó a desmontar el “kemalismo”, la ideología rabiosamente secular que estableciera el fundador de la República Turca, Mustafa Kemal Atarturk, que era intocable hasta ahora, y en su lugar comenzó a introducir la religión en asuntos del Estado.
Nada podía detener al ascenso de la nueva Turquía. “Neo-otomanismo” se le llamó a las pretensiones imperiales de Erdogan y de su partido, AKP.
En 2010 estalló la Primavera Árabe y Erdogan, impulsado quizás con el poder que creía tener, movió rápidamente sus fichas y se equivocó en casi todos sus movimientos en este nuevo y complejo ajedrez regional; quizás por apresurarse demasiado, quizás por querer influir sobre el curso de la Primavera, o quizás por malinterpretar lo que estaba ocurriendo. Desde entonces, la política exterior de Turquía ha sido un fracaso, un estudio de caso sobre cómo no deben manejarse las relaciones internacionales.
Movidas equivocadas
![]() Publicidad de Bashar Al-Assad en una casa destruída en damasco, Siria. Foto: Freedom House |
Turquía apoyó al candidato de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi, en Egipto y, cuando este fue derrocado tras un año en la presidencia, condenó el golpe, algo que ni siquiera hizo Estados Unidos, dañando de esta forma sus relaciones con el general y actual presidente egipcio, Abdelfatah Al-Sisi, representante de la casta militar que nunca había abandonado el poder y de carambola perjudicando las relaciones de Turquía con Arabia Saudita, aliado de Al-Sisi y enemigo histórico de los Hermanos Musulmanes.
El apoyo a la organización islamista palestina Hamás en Gaza enfrentó a Turquía una vez más con Egipto (quien la declaró “organización terrorista”), así como con la Autoridad Palestina en Ramala, en cabeza de Mahmud Abbas, y con los saudíes, y terminó por excluirla de una posible negociación de paz en el conflicto palestino-israelí.
Adicionalmente, Erdogan destruyó las relaciones con Israel, durante años aliado estratégico de Turquía, y a pesar de las disculpas públicas de Netanyahu y la compensación ofrecida por el incidente de la flotilla de mayo de 2010, las relaciones entre los dos países no se han restablecido, lo cual perjudica a ambas partes y a la región.
Frente a la guerra en Siria, la bienintencionada política inicial de Turquía parecía ir en el camino correcto: denunciar a Bashar al Assad, su otrora amigo, por el genocidio y apoyar a los rebeldes moderados, otorgándoles santuario y permitiéndoles operar desde su territorio.
Sin embargo, más temprano que tarde los acontecimientos en el terreno atropellaron a Turquía. Su apoyo a los rebeldes no tuvo eco entre sus aliados de la OTAN y Turquía quedó sola mientras los islamistas del frente Al-Nusra y del Estado Islámico -ISIS- se hacían fuertes y ocupaban territorios con el apoyo de los países del golfo.
A medida que avanzaba la guerra, los kurdos, enemigos históricos de Turquía, establecieron sus tres enclaves independientes en la frontera sirio-turca, los que se conectaban con el cuasi-Estado que ya tienen los kurdos en el norte de Irak. Durante la épica batalla de Kobani entre los kurdos y el Estado Islámico, Turquía fue prácticamente forzada por Estados Unidos a dejar pasar por su territorio a combatientes kurdos iraquíes para reforzar a los kurdos sirios, a la postre vencedores.
A esta compleja ecuación se le agregan los casi dos millones de refugiados sirios que han cruzado la frontera y se ha establecido en territorio turco. De acá han salido la gran mayoría de los refugiados que por estos días arriban a una Europa abrumada por esta marea humana.
Sin salida en Siria
Pero como decía Murphy, cualquier situación por mala que sea, es susceptible de empeorar.
Hace pocas semanas llegaron los rusos a Siria a salvar a Bashar Al Assad. El presidente Vladimir Putin, consciente de que la integridad territorial de Siria no es rescatable, busca con sus aliados iraníes y con Hezbollah asegurar el control de la región noroccidental del país alrededor del fortín alawita de Latakia.
La ofensiva militar rusa se ha concentrado en las provincias de Alepo, Homs e Idlib, controladas por los rebeldes aliados de Turquía. Putin, además, anunció su apoyo a los kurdos en Siria como única fuerza que lucha contra ISIS. Rusia y Turquía están acelerando en direcciones opuestas en la autopista siria creando el riego de una colisión. Turquía ya ha denunciado la violación de su espacio aéreo por parte de cazas rusos.
El Estado Islámico, por su parte, se había cuidado de no involucrarse con Turquía, país puente para la llegada de yihadistas europeos y de otras latitudes a su ansiado Califato. Sin embargo, presionada por Estados Unidos, Turquía permitió hace pocas semanas el uso de su base militar de Incirlik para que los cazas americanos lanzaran operaciones contra ISIS, lo cual provocó la respuesta de esta organización como se evidenció en el reciente atentado suicida en Ankara que dejó un saldo de un centenar de muertos.
La política turca en Siria yace en ruinas, desprovista de iniciativa, al vaivén de lo que ocurre en el terreno y con riesgos manifiestos a su seguridad nacional.
Crisis interna
![]() El Primer Ministro turco Recep Tayyip Erdoğan. Foto: European Parliament |
Internamente, las cosas tampoco pintan muy alentadoras para Erdogan, quien, tras haber servido como primer ministro una docena de años, se hizo elegir presidente, una figura que debe estar por encima de la política en este país de régimen parlamentario.
Sin embargo, Erdogan sigue siendo el poder detrás del trono de su primer ministro designado a dedo, Ahmet Davutoglu, y no ha ocultado su intención de modificar la constitución para crear un régimen presidencialista al estilo de Francia con él a la cabeza.
Además, la economía turca da muestras de fragilidad y crece a tasas muy inferiores a las que venía haciéndolo en los pasados años. En su lucha por el poder, Erdogan ha desatado una persecución sin cuartel contra la prensa y contra sus opositores políticos y ha generado una profunda polarización en la sociedad. Su nuevo y ostentoso palacete presidencial en Ankara es el símbolo de sus ínfulas de poder imperial a usanza de los sultanes otomanos.
Pero el pasado 7 de junio llegó el campanazo. El AKP perdió las mayorías en las elecciones parlamentarias en las que esperaba obtener por lo menos dos terceras partes de los escaños para poder modificar la constitución a su gusto.
El parlamento no pudo crear una coalición de gobierno, por la misma oposición de Erdogan y nuevas elecciones se llevarán a cabo el 1° de noviembre en las cuales no se pronostican resultados diferentes a los anteriores.
Buscando entonces agitar el voto nacionalista, Erdogan rompió el cese al fuego que mantenía con el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y comenzó a bombardear sus reductos en Irak y Siria. Erdogan, con sus ilimitadas ansias de poder, conduce a Turquía por un laberinto del cual no se avizora una pronta salida.
* Profesor titular de la Facultad de Relaciones Internacionales, Universidad Externado de Colombia. Profesor e investigador de la Academia Diplomática de San Carlos, Cancillería de Colombia. Columnista sobre asuntos internacionales en El Espectador, El País y Blog Caracol Radio.