
Detención inmediata de los reincidentes y más rigor frente al delito callejero parecen ser respuestas eficaces frente a la ola de inseguridad que vivimos. Pero el repaso de la historia muestra que el remedio no funciona; ¿cuáles entonces son las soluciones?
Francisco Bernate Ochoa*
Vuelve y juega
El presidente de la República y la alcaldesa de Bogotá han anunciado su intención de reformar o expedir una nueva Ley de Seguridad Ciudadana, que pretende dar un mensaje de tranquilidad, creando la sensación de que no estamos frente a unas autoridades indolentes e inactivas respecto de la grave situación de inseguridad que vivimos.
Pero en la realidad estamos frente a otro espejismo, otra cortina de humo, que da cuenta, una vez más, de la desconexión de las autoridades con nuestros problemas reales, y de su desconocimiento de nuestro sistema normativo.
No es del caso describir en detalle las célebres leyes de “vagos y maleantes” que se expedían con frecuencia en los años 50 y 60, pero es importante recordar que, ante una oleada de inseguridad, se expidieron leyes como la 3a de 1991 y la 228 de 1995, con tres tipos de medidas principales:
- aumentar las penas para delitos como el hurto,
- impedir que los que cometieran este hecho quedaran libres, y
- establecer un procedimiento exprés para juzgarlos.
Ninguna de las dos leyes cumplió su propósito, puesto que la inseguridad se mantuvo rampante, pero en cambio dejaron un legado de hacinamiento carcelario, que hizo colapsar el sistema penitenciario y además los lugares no habilitados para tal efecto, como decir las estaciones de policía y las Unidades de Reacción Inmediata (URIS).
En vista de su inutilidad, esas dos leyes fueron derogadas por el Código de Procedimiento Penal del año 2000, que a su vez fue modificado por la Ley de Seguridad Ciudadana —1453 de 2011— ante el nuevo clamor de encarcelar a los reincidentes y sancionar drásticamente comportamientos que afectan la tranquilidad pública. Pero poco o nada cambió con esta ley, salvo el aumento en hacinamiento carcelario.
Hacinamiento y pandemia
Ante la sensación de que los procesos no fluían, se expide la Ley 1826 de 2017 o de procedimiento penal abreviado, que retoma la idea de las dos audiencias contenida en la Ley 228 de 1995 para que los procesos penales se surtieran con mayor rapidez.
El problema del hurto callejero no se resuelve aumentando las penas ni eliminando los beneficios penales. Este es un hecho ampliamente demostrado, pues si conociéramos nuestra historia sabríamos que ello jamás ha funcionado.
Y así llegamos a la pandemia, con las peores cifras de hacinamiento penitenciario y un descrédito sin precedentes para la administración de justicia. Verdad que gracias a la labor de nuestros jueces se ha reducido el hacinamiento en las penitenciarías, pero ello no sucede en lugares como las Comisarias o las URIS, donde tenemos entre un 250 y un 500% de sobrecupo.
Tampoco acierta el ministro de Justicia cuando dice que tener “apenas” un 17% de hacinamiento carcelario sea una buena noticia: es otro fracaso de la vacilante política criminal que ha imperado entre nosotros.
El problema del hurto callejero no se resuelve aumentando las penas ni eliminando los beneficios penales. Este es un hecho ampliamente demostrado, pues si conociéramos nuestra historia sabríamos que ello jamás ha funcionado; menos aún lo hará cuando la situación económica de la población es dramática, a lo cual deben adicionarse factores como el creciente fenómeno migratorio, el desempleo o la precarización de las condiciones laborales.
Más vigilancia policial y mayor capacidad de la justicia penal
Es al contrario: la solución pasa por invertir más en seguridad, en inteligencia, tener más unidades de policía en la calle y menos escoltas cuidando personas que no tienen riesgo alguno.
Enfrentar una problemática como la del hurto, que nos afecta a todos, supone un enfoque multidisciplinar, en el que nada hay que hacer o modificar desde el punto de vista legislativo. Se necesitan inteligencia, prevención, reacción y justicia pronta y cumplida.
Desde la perspectiva de la inteligencia, es una realidad que la mayoría de las cámaras de nuestras ciudades, o no funcionan, o no almacenan la suficiente información, de manera que poco o nada aportan en el esclarecimiento de los hechos. Cuando miramos el interior de un proceso penal por este tipo de delitos, usualmente encontramos que las cámaras son de adorno, o simplemente se emplean para intimidar, pero rara vez cumplen su función.
Las unidades disponibles de policía en nuestras ciudades son muy inferiores las que se necesitan, y en muchos casos se destinan a cuestiones distintas de la seguridad, dedicándose a cuidar personas, a servir de edecanes, o a custodiar espectáculos públicos. Es urgente reorganizar la Policía Nacional de manera que sus efectivos estén donde tienen que estar, en la calle.
Lo propio sucede con la Administración de Justicia. Tenemos menos jueces, fiscales e investigadores de los que necesitamos. De nada sirve endurecer las penas, crear nuevas agravantes -la eterna propuesta de los encargados de nuestra política criminal- mientras no haya quien aplique las leyes. Cualquier ministro de Justicia, que se pase por un Juzgado de nuestro país, entendería que lo que necesitamos es más jueces, más fiscales, más investigadores, que puedan trabajar tranquilos sin una cabeza del ejecutivo vociferando en su contra en los medios de comunicación por las decisiones que toman.

Una vez más, creo que quienes están encargados de la política caminan del Estado no conocen nada de esta ciencia, y están más preocupados por el aplauso de la galería, que por entender y resolver el problema.