A pesar de que ha sido uno de los temas más importantes del último medio siglo en Colombia la guerrilla no ha sido protagonista de muchas representaciones cinematográficas. ¿A qué se debe esta extraña ausencia?
Pedro Adrián Zuluaga*
Hablar pasito
La relación entre el cine colombiano y los hechos históricos tuvo un inicio tormentoso. En 1915 el italiano Vincenzo Di Domenico, quien había llegado al país unos años atrás, dirigió una audaz película sobre el asesinato de Rafael Uribe Uribe que incluía la aparición en pantalla de los asesinos reales del líder liberal: los artesanos Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, filmados “gordos y satisfechos, en una glorificación criminal y repugnante” (según la prensa de la época) en su celda del Panóptico.
Esta película, hoy desaparecida, fue exhibida en contadas ocasiones y suscitó la reacción airada de la familia de Uribe Uribe y de algunos espectadores ofendidos con el intento de los “italianos de la máquina” de hacer un cine que reaccionara a las coyunturas políticas y les diera un lugar en la representación. Esta película mítica significó para los Di Domenico una lección de realidad. Después de ella, estos pioneros del cine colombiano entendieron que si querían ser tolerados por la sociedad colombiana tenían que “hablar pasito”.
En los años sucesivos, especialmente en las décadas de 1920 y 1940, el acento dominante del cine colombiano fue el conformismo con las estructuras sociales y políticas. En los veinte la presencia de enfermos de lepra en dos películas de ficción, La tragedia del silencio (1924) y Como los muertos (1925), despertó la preocupación de los exportadores de café, quienes consideraron inconveniente para su negocio que se asociara el nombre de Colombia con el de aquella misteriosa enfermedad. La obsesión por la “buena imagen del país”, recurrente en la relación de los colombianos con el cine, ya estaba sembrada.
En 1926, otra película, Garras de oro, volvió a disparar las alarmas. La exaltada retórica anti imperialista con que este filme abordó la separación de Panamá le significó ser víctima de un intento de “supresión” por parte del gobierno de Estados Unidos, que en una circular instruyó que se evitara su exhibición. En documentos oficiales consultados por los investigadores Juana Suárez y Ramiro Arbeláez se describía la película como “una especie de historia del Canal de Panamá y propaganda de la más alta objeción contra los Estados Unidos y Panamá”. Si se consideran las pocas exhibiciones de la película se constata que el intento de supresión o censura tuvo éxito y dio una nueva señal sobre los riesgos de enfrentar los hechos históricos o meter baza en la interpretación de los mismos.
La Violencia y el cine
![]() Película colombiana, Alias María. Foto: Ministerio de Cultura |
Con ese legado a cuestas, el cine de las décadas siguientes tuvo que desarrollarse y crecer, haciéndose una y otra vez la pregunta sobre su relación con la realidad. En el cortometraje Esta fue mi vereda (1958), de Gonzalo Canal Ramírez, la Violencia es vista como una fuerza ahistórica y de orden cuasi metafísico, que rompe de manera vertical la idílica vida de una comunidad campesina.
El cine nacional llegó, tardíamente, a construir sus propios relatos sobre la Violencia, un territorio ya por entonces colonizado por la literatura. En 1959 Gabriel García Márquez escribió su célebre invectiva contra esta “tradición”. En “Dos o tres cosas sobre la novela de ‘la violencia’”, el futuro premio Nobel pareció desbrozar el camino para la irrupción de su programa literario:
Ningún largometraje emprendió la tarea de crear una narrativa que llegara a la raíz de los hechos y personajes fundamentales para entender el último medio siglo colombiano.
“Apabullados por el material de que disponía, se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más importante, humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos”.
En la década de 1960 el talante de los cambios sociales y políticos hacía imposible que el cine colombiano, pese a su condición raquítica y a sus habituales capitulaciones frente al poder, permaneciera igual. La censura, centralizada en una Junta Nacional creada en el gobierno de Rojas Pinilla, seguía ejerciendo su labor profiláctica. En 1962 esta Junta rechazó, por motivos de orden público, la exhibición de El hermano Caín, argumentando que los recuerdos de la Violencia estaban todavía muy frescos en la memoria de la gente de muchas zonas del país.
Que la literatura fuera por un lado y el cine por otro, muy a la zaga, indica también la especial susceptibilidad frente a las imágenes y el valor de verdad que se les otorga. Es en esta coyuntura, y en este clima intelectual, que se deben entender el alcance y las limitaciones de la película que inauguró las representaciones de la violencia en el cine colombiano: El río de las tumbas (1965), de Julio Luzardo. Esta película se filmó en Villavieja, cerca de Marquetalia, donde en 1964 se conformaron las FARC. En ella Luzardo incluyó a un personaje de quien se dice que fue guerrillero en los Llanos e introdujo, mediante flash-backs, la rememoración traumática de la Violencia, sufrida por una mujer que en la narración es dueña de la cantina del pequeño pueblo que se ve sorprendido por la aparición de cadáveres en el río.
Los críticos de la época (virados ya hacia la izquierda y sus exigencias de un cine comprometido) juzgaron con mucha severidad a esta película, cuya difusa narrativa de la violencia fue considerada insuficiente o deficitaria frente a la necesidad de un cine que explique, señale o tome posición. Andrés Caicedo describió así su insatisfacción frente a una película en la que encontró más elementos de cuadro de costumbres que argumentos sobre los hechos históricos:
“Luzardo ha introducido en su película una serie de elementos coherentes para dar una disparidad; la presencia de los guerrilleros garantiza una intención de hacer comentario social, o de hacer creer que se habla de una realidad cercana. Lo cierto es que tal presencia es la menos real, en relación con cada uno de los elementos del film, y la menos convincente, en relación con la vida real”.
![]() Película colombiana, Garras de oro. Foto: Wikimedia Commons |
Las FARC en la pantalla
Mientras la ficción eludía dar cuenta de una realidad inmediata, el género documental sí estaba registrando los acontecimientos históricos, actuando como una avanzada de contrainformación para eludir las versiones oficiales. Entre esos documentales se destaca Riochiquito, filmado en 1965 por los franceses Jean Pierre Serget y Bruno Muel. El precio pagado por este documental fue plegarse a otro tipo de oficialidad: la de las propias FARC y su interpretación y justificación de su lucha. (El video de las FARC presentado en el acto de dejación de armas del pasado 27 de junio incluyó escenas tomadas de este documental).
En los años sucesivos, y a pesar del clima de beligerancia política que sacudió al cine colombiano, no hubo ficciones donde las nuevas guerrilleras (FARC, ELN o M-19), aparecieran en un papel protagónico, salvo que se tratara de hechos en los que estuvieron implicadas, como en La toma de la embajada (2000) o la Siempreviva (2015), sobre el Palacio de Justicia. Ningún largometraje emprendió la tarea de crear una narrativa que llegara a la raíz de los hechos y personajes fundamentales para entender el último medio siglo colombiano. Las FARC definieron en gran medida el debate político en el país en las últimas décadas y han sido determinantes en la elección de, al menos, los útimos tres presidentes. Frente a la proporción –o desproporción– de su influencia, llama la atención la ausencia de una representación cinematográfica consecuente.
Lo que el investigador inglés Geoffrey Kantaris llama “la segunda Violencia” colombiana, es decir, la violencia rural asociada con el auge de las facciones guerrilleras y la respuesta paramilitar, luce como una nota a pie de página en la historia del cine colombiano. Mientras que la Violencia “original” propició títulos emblemáticos como En la tormenta (1980) de Fernando Vallejo, Canaguaro (1981) de Dunav Kuzmanich, Cóndores no entierran todos los días (1984) de Francisco Norden y Confesión a Laura (1990) de Jaime Osorio, el significado político e histórico de las FARC es un signo negado para nuestro cine.
Ni siquiera en la década de 1980, cuando este grupo guerrillero tenía todavía un capital político y cuando las condiciones favorecidas por la existencia de la Compañía para el Fomento Cinematográfico (FOCINE) estaban dadas, esa o esas películas fueron posibles.
Los años noventa coincidieron con la caída del bloque comunista y el desprestigio de las FARC. La liquidación de FOCINE, por su lado, significó el fin de un período en el que los directores colombianos se empeñaron en lidiar con la memoria del pasado, restituyendo diversos momentos históricos, como las luchas sindicales y la masacre de las bananeras en María Cano (1990), de Camila Loboguerrero.
Las razones de la ausencia
![]() Golpe de estadio, filme colombiano bajo la dirección de Sergio Cabrera. Foto: Señal Colombia |
¿Qué explica esta ausencia de películas sobre las FARC? ¿Se trata del manido argumento de la falta de distancia histórica que hace imposible representar lo inmediato o lo que aún no tiene un cierre? La recurrencia de representaciones sobre la tercera violencia (la violencia ocasionada, según Kantaris, por el desempleo y pobreza en las grandes ciudades, y vinculada al auge de las mafias en Medellín y Cali) que se realizaron mientras esa violencia estaba sucediendo y que formaron incluso un subgénero, la sicaresca, contradicen la explicación de la distancia temporal.
Podría tratarse, en cambio, de una distancia geográfica y cultural. El cineasta colombiano, según una caracterización sociológica empírica, pertenece a una clase media cuyo vínculo con el campo (escenario principal de la segunda violencia) se da desde el desconocimiento, el aprovechamiento y la nostalgia.
También podrían encontrarse explicaciones más pragmáticas. La abundancia de películas urbanas, especialmente en la década de 1990, coincidió con un momento de escaso apoyo estatal al cine. Hacer películas en las ciudades y constatar su violencia intrínseca no solo sería más afín al mundo personal de los directores, sino que era posible en términos económicos. Hacer una película sobre las FARC significaría desplazarse lejos de los centros metroplitanos que controlan el poder sobre el cine, pero también lejos de las miradas centralistas con su ideología dominante. Ni económica ni sicológicamente esto parece practicable.
El significado político e histórico de las FARC es un signo negado para nuestro cine.
Esa imposibilidad de incorporar al guerrillero al relato nacional es dramáticamente esbozada en un filme como Golpe de estadio (1998), donde aparece una guerrilla esquematizada, genérica y carnavalizada, casi en la misma línea que años después se va a repetir en Soñar no cuesta nada (2006), en la representación de los integrantes de un batallón de contraguerrilla que encuentran la célebre guaca de las FARC.
Desde que se reactivó la política pública para estimular al cine (a partir de 1997 con la conformación del Ministerio de Cultura y de 2003 con la Ley de Cine) las tendencias, los gustos y las influencias han cambiado. Los nuevos directores han asumido formas del compromiso político más indirectas. En las nuevas “políticas de la representación” las miradas comprehensivas, las reconstrucciones de grandes acontecimientos históricos, el señalamiento o la explicación, se tienden a ver como recursos anticuados o proscritos.
Es como si el mandato sugerido por García Márquez se hubiera interiorizado como programa estético para los cineastas. El drama ya no se busca “en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas”. Las nuevas películas se concentran en las huellas de la violencia en los cuerpos y en el paisaje, más que en la violencia como acontecimiento. En ese sentido son emblemáticos filmes como La Sirga (2012), de William Vega, y Oscuro animal (2016), de Felipe Guerrero.
También se dan tensiones ético-estéticas reflejadas en películas como Alías María (2015), de José Luis Rugeles, sobre una guerrillera adolescente embarazada que afronta el dilema de seguir la línea de mando y abortar, o defender la vida que crece dentro de sí, o Los colores de la montaña (2011) de Carlos César Arbeláez, donde los actores que ejercen la violencia son indeterminados pues el foco del filme está en quienes la padecen, en este caso un grupo de niños que se despiden violentamente de su propia infancia. ¿Qué nombrar directamente y cómo? ¿Qué aludir o sugerir de forma oblicua?
Aun entendiendo que el cine no reproduce lo real sino que lo mediatiza y lo construye discursivamente con sus propios medios de expresión, la ausencia de un cine de ficción donde el líder o el guerrillero raso sea visto como un sujeto en la plenitud de sus contradicciones tal vez sea una de las razones por las que hoy, para la mayoría de la sociedad colombiana, esos hombres y mujeres son inimaginables como algo distinto a monstruos o a títeres sin voluntad ni agencia, niñitos que hay que asistir desde la caridad estatal. Esta es una pésima percepción si de lo que se trata es de darles la bienvenida a una sociedad que ha prometido otorgarles un lugar y una ciudadanía plena.
*Periodista y crítico de cine