
Pasaron 21 años desde la masacre de El Salado y el gobierno todavía no hace nada para reparar a las víctimas del conflicto.
Boris Salazar*
El Salado
Entre el 16 y el 21 de febrero de 2000, casi 400 hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) aterrorizaron, robaron, torturaron, humillaron y violaron a los pobladores de El Salado, un corregimiento montañoso de Montes de María, en el municipio de El Carmen de Bolívar.
Los asesinos se autodenominaban “Bloque Héroes de los Montes de María”, pero sus actos no fueron heroicos. Durante cuatro días, al ritmo de la música regional y en un ambiente festivo, seleccionaron, torturaron, interrogaron y mataron a las personas con motosierras, armas de fuego, palos, martillos y cabuyas.
Sesenta personas fueron asesinadas y más de mil huyeron hacia otras ciudades y continentes. Las víctimas eran hombres, mujeres y niños desarmados. Por aquella época el Ejército y los paramilitares se disputaban el control de esta región con las FARC.
Víctimas
Las grandes masacres ejecutadas por las AUC y las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá a finales del siglo pasado y comienzos del actual fueron retaliaciones por los ataques de las FARC y del EPL contra el Ejército o la Policía.
Por ejemplo, el 30 de agosto de 1988, Carlos Castaño y su tropa quemaron 18 casas y asesinaron a 16 campesinos, acusados de ayudar a la guerrilla en el vecino corregimiento de El Tomate. Una semana antes, las FARC y el EPL habían atacado el batallón de infantería Nº 46, Voltígeros, en Saiza, municipio de Tierralta, Córdoba.
El 21 de diciembre de 1989, una patrulla del batallón de infantería aerotransportada Nº 20, General Roergas Serviez, fue emboscada en el caserío La Picota del municipio de Mapiripán, Meta.
Unos años después, entre el 15 y 20 de julio de 1997, centenares de paramilitares, transportados en dos aviones provenientes del Urabá antioqueño y dirigidos por Salvatore Mancuso, arribaron a Mapiripán y comenzaron una masacre cuyo saldo mortal aún no se establece con certeza.
Según las investigaciones, la operación paramilitar se planeó con ayuda de altos mandos del Ejército y de la Policía. Así se explica que dos aviones volaran desde el Urabá antioqueño hasta los Llanos Orientales sin ser detectados por la Fuerza Aérea y que 400 hombres armados se tomaran Mapiripán sin oposición del cercano batallón Joaquín París.
Con tal de evadir su responsabilidad en las masacres, el Estado invierte sus recursos en abogados costosos para dilatar los procesos, desaparecer las pruebas y amenazar a los testigos.
Convenientemente, el grueso de las tropas del batallón había sido trasladado a Calamar, El Retorno y Puerto Concordia, dejando a la población civil en manos de los paramilitares.
Responsabilidad estatal
Los tribunales de justicia establecieron en segunda instancia la responsabilidad del Estado en la masacre de El Salado y ordenaron la restitución plena de los derechos de las víctimas. Pero el Estado hizo caso omiso.
Tampoco ha cumplido el compromiso de inversión en los bienes públicos que estableció el Acuerdo de Paz de 2016, ni se ha preocupado por la salud de las víctimas, como ordenó la Corte Constitucional.
Ni siquiera se esfuerza por proteger a los habitantes de la región de la amenaza de las nuevas bandas paramilitares. Es indudable que ya no ocurren masacres como la del año 2000, pero la violencia sigue presente.
Ahora las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) son la organización paramilitar dominante y controlan el territorio mediante un uso selectivo de la violencia y de la dominación económica y sexual.
Pero además de ausentarse, el Estado ataca a las victimas en las disputas legales. Con tal de evadir su responsabilidad en las masacres, el Estado invierte sus recursos en abogados costosos para dilatar los procesos, desaparecer las pruebas y amenazar a los testigos. El resultado de estas mentiras y obstrucciones a la justica es el traslado de los procesos a los escenarios jurídicos internacionales.

Guerra sin fin
Desde una perspectiva más amplia, el Estado sigue en guerra contra las guerrillas y sus supuestos aliados civiles.
Ni el acuerdo con las FARC ni los fallos condenatorios de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), de las cortes Suprema y Constitucional y de varios tribunales nacionales cambiaron la visión del Estado: sus acciones y su lenguaje siguen están inscritos en la lógica de la guerra.
El Estado todavía no les reconoce la condición de ciudadanos plenos de derecho a los reincorporados y a las víctimas del conflicto, y sigue dividiendo a estas entre buenas y malas: reclama las tierras y la reparación material de las víctimas “buenas”, pero desconoce, estigmatiza y persigue a las víctimas “malas”.
Por ejemplo, el gobierno actual les niega la restitución de tierras a los campesinos despojados de sus propiedades por los paramilitares, notarios, abogados, políticos y terratenientes de los territorios donde ocurrieron las masacres. Parece que las notarias nunca sospecharon que se trataba de tierras expropiadas y por eso el gobierno sostiene que esas tierras se obtuvieron de “buena fe”.
Por si fuera poco, este año Duque visitó El Salado, pero no pidió perdón ni reconoció la culpa del Estado por lo ocurrido hace 21 años; ni siquiera mostró un dolor escénico.
¿Por qué el Estado colombiano y sus representantes, armados y desarmados, tienen tan mala relación con la verdad?
En vez de eso, igualó las masacres de los paramilitares a las de las guerrillas, en un corregimiento donde las personas fueron asesinadas y desplazadas bajo el pretexto de que auxiliaron a la guerrilla. También aprovechó para arremeter contra la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y culparla de todos los males que aquejan al proceso de paz que él prometió destruir.
Pero en realidad, las instituciones asociadas con el Acuerdo de Paz han hecho más por la reconciliación, la verdad y la paz que el gobierno y su hostilidad contra las víctimas.
Por ejemplo, la Comisión de la Verdad organizó un evento donde Banquez Martínez, alias de ‘Juancho Dique’, exjefe paramilitar del autodenominado ‘Bloque Héroes de los Montes de María’, se encontró con dos de sus víctimas: Yurlei Velasco Garrido y Carmen Fontalvo Vives.
Como dijo el antiguo jefe paramilitar ante sus víctimas: “la verdad es lo más grande que hay para seguir construyendo y manteniendo la paz”, una verdad que el Estado niega, escamotea y burla con tácticas indignas.
Queda una pregunta: ¿por qué el Estado colombiano y sus representantes, armados y desarmados, tienen tan mala relación con la verdad?