Por su valor testimonial y, sobre todo, porque discute un asunto central para Colombia, esta reseña del libro reciente del exministro de Educación de este gobierno.
Carlos Ramírez*
Dos lecturas
El nuevo libro de Alejandro Gaviria — La explosión controlada. La encrucijada del líder que prometió el cambio (Penguin Books, agosto de 2023), se deja leer de dos maneras: como una serie de infidencias sobre el gobierno Petro, desde la perspectiva de un espectador privilegiado, o, también, como un manifiesto de un actor político.
La primera es la lectura previsible y, claro, cargada del afán de hallar secretos demoledores. La otra lectura, menos coyuntural e insidiosa, es menos obvia y, quizás, más reveladora. Intentaré avanzar con la segunda.
Liberalismo y populismo
El libro, dice el mismo autor, no es una crónica periodística. Más vale leerla como un ensayo salpicado de evidencias testimoniales. Como una mezcla de ‘lecturas’ y ‘experiencias’, subrayadas por el uso de la primera persona, cuyo punto de confluencia es una misma hipótesis de trabajo: las ventajas del liberalismo político respecto del populismo.
Se trata de oponerse a la política populista y se acaba por asociar el populismo con la izquierda.
El retrato fragmentario de Petro es parte de ese propósito. Al final queda la imagen de un político justiciero embelesado con su propia facultad para ponerse en escena con eficacia, ensimismado a pesar de la constante exposición pública, crónicamente beligerante y apocalíptico, más amigo de los gestos grandilocuentes que de la minucia del desarrollo de políticas públicas.
Gaviria, como narrador, se ofrece como contraparte: escéptico, técnico, ecléctico, práctico, cauto, atento a la prosa de la política y no a la poesía de los grandes momentos históricos, de las crisis, la movilización popular y las confrontaciones definitivas. Ese es el genuino liberal. Petro, por supuesto, pese a su devoción por López Pumarejo, no lo es.

El mensaje
El libro, dividido en 8 partes, cada una con una especie de sección de referencias bibliográficas al cierre, es repetitivo.
Trátese del Plan Nacional de Desarrollo o de las discusiones sobre la Reforma de la Salud, de reuniones en Providencia, Chocó o Villa de Leyva, el mensaje, formulado en términos de dicotomías radicales, es siempre el mismo: la ‘retórica’ contra el ‘conocimiento’; el ‘dogmatismo’ contra el ‘escepticismo’; las ‘utopías regresivas’ contra las reformas parcas y acumulativas; la ‘especulación’ contra la ‘realidad’; la confrontación contra la negociación.
La comparación inicial del estilo de gobierno de Petro con el de López Obrador contiene, en su versión condensada, el conjunto de los capítulos. Se trata de oponerse a la política populista y se acaba por asociar el populismo con la izquierda. La descripción de sucesos está al servicio de la exposición de la misma idea y, en consecuencia, la primera no trae, después de las primeras páginas, grandes sorpresas. El lector interesado en chismes políticos saldrá más bien defraudado.
Una gran paradoja
Más allá de qué tan razonable o no es la crítica a Petro, lo más revelador del libro es lo que dice implícitamente, sin proponérselo, sobre qué es el centrismo y sobre qué es el liberalismo.
El conjunto del mensaje es una gran paradoja. Al leerlo uno se lleva una impresión semejante a la que resulta de ver la famosa pintura de Magritte en la cual, debajo de la imagen de una pipa, aparece el texto ‘esto no es una pipa’. Allí entran en juego complejas discusiones sobre el sentido de las representaciones pictóricas y sobre la relación entre palabra e imagen que aquí no vienen al caso. El punto es que, en el libro de Gaviria, también ocurre una gran paradoja: todo el tiempo hace aquello mismo que niega de manera expresa. Eso justifica la comparación. Veámoslo.
El actor involuntario
Gaviria lamenta que la política sea una suerte de ‘teatro’, un espectáculo que se vale de los gestos para captar la atención, pero no se detiene en la sustancia y, sobre todo, en la minucia de la política. A ese mundo también pertenecen también la ‘retórica’ y los interminables ‘soliloquios’ de Petro.
No obstante, el libro de Gaviria es, también, a su estilo, una forma de autoescenificación. Gaviria utiliza una retórica de la autenticidad para lo cual recurre a citar sus propias notas, escritas mientras presenciaba tales o cuales sucesos, y, también, a imágenes fotográficas que testifican su estado de ánimo en ciertas coyunturas. El mensaje, destinado a impactar al lector, es un ‘yo estuve ahí, esto es verosímil’.
A la vez, utiliza el recurso, tan caro al académico, de hacer resonar en su discurso voces intelectualmente autorizadas y fusionarse con su autoridad para dotar de legitimidad sus tesis. El mensaje aquí es ‘esto no es solamente mi opinión personal’. De ahí las cuasi referencias bibliográficas al final de los capítulos y de ahí, también, el desfile de autores: desde los más cercanos, como Albert Hirschman o Douglass North, pasando por el biólogo Eduard Wilson, hasta otros, menos esperados pero no implausibles, como Nicolás Gómez Dávila.
El narrador se presenta como un testigo (auto)crítico, honesto y de opiniones ilustradas. Rousseau sentó las bases de esa retórica de la autenticidad en sus ‘Confesiones’: un Yo que habla descarnadamente de sí mismo, desde su irreductible subjetividad, pero que todo el tiempo apela, expresa- o indirectamente, a textos, figuras y situaciones canónicas en términos literarios. En Gaviria la verosimilitud de la condición personal de testigo se nutre así, todo el tiempo, de resonancias legitimadoras.
La construcción de los antagonistas, y los aliados (Ocampo, López), le da identidad al narrador. Tras la aparente naturalidad del relato biográfico se esconden así tramoyas y recursos escenográficos. La postura anti-teatral es, en realidad, una variante de teatralidad. En la política colombiana, como la existencia misma del libro lo constata, Gaviria también es un actor.
Liberalismo y límites del compromiso
Una versión más de la paradoja: Gaviria se presenta, en oposición a Petro-Corcho, como mediador y abierto. El genuino liberalismo, así lo sugiere, es un arte de las concesiones.
Pero el conjunto de su libro es la demostración de los límites del consensualismo y de los irreductibles litigios discursivos entre centro e izquierda. Un hecho capital que a su modo aparece en el episodio del regreso en avión de Providencia, cuando Gaviria, desinteresado ya del destino del gobierno, lee una novela “sobre los extravíos de la justicia”. En el mundo del Gobierno Petro, por convicciones y estilo intelectual, él era un extraño.
Si, como Gaviria mismo lo sugiere, su salida del gabinete era un desenlace casi inevitable, eso prueba todo lo contrario de lo que postula su liberalismo: que las negociaciones y los acuerdos, aún en condiciones carentes de mala voluntad de las partes, tienen límites rotundos.
Si el liberalismo se opone al populismo, tal como Gaviria se opone (ahora) a Petro, tampoco el liberalismo está en capacidad de integrarlo todo y, por tanto, no podría postularse como la narrativa integradora, no excluyente, en que Gaviria pretende convertirlo. La experiencia fallida de Gaviria como ministro de Petro sería así la evidencia nada accidental, y no atribuible a la fragilidad genérica de las cosas humanas (Gaviria es dado a ese tipo de figuras), de que el antipopulismo no puede cumplir lo que promete.
La ideología como búmeran
Y una última versión: el concepto de ideología, a lo largo del libro, aparece como un término peyorativo. La ideología está asociada con el naximalismo, el holismo, la hipersimplificación, el dogmatismo y la rigidez conceptual. El liberalismo se describe, por eso, como una ‘visión de mundo’.
El conjunto de la postura de Gaviria está articulado, sin embargo, por una serie de dicotomías, no menos rígidas y simplificadoras: el gradualismo versus las utopías regresivas; el escepticismo versus el dogmatismo; el conocimiento o el pensamiento versus la retórica; la negociación versus la beligerancia. Si una ideología es un conjunto de tópicos, que se repiten de manera inconsciente y articulan el conjunto de un discurso, los de Gaviria no son menos evidentes que los de la derecha o la izquierda.
La ideología está asociada con el naximalismo, el holismo, la hipersimplificación, el dogmatismo y la rigidez conceptual. El liberalismo se describe, por eso, como una ‘visión de mundo’.
En otras palabras: la negación de que uno promulga una ideología, también es una ideología cuando se convierte en un conjunto de tópicos que antecede mecánicamente a todos los argumentos puntuales. Tal como sucede con la ‘falacia del punto medio’, aquí, por ejemplo, el presupuesto de que la distancia hacia los extremos es siempre correcta se muestra como una variante de dogmatismo.
La encrucijada del centrismo
La sustancia del libro, en la segunda clave de lectura, radica así en lo que dice sobre el centrismo colombiano. Sus paradojas son síntomas de su estructura. Se trata de un anti-teatro altamente teatral, como toda política; de un consensualismo que excluye lo no-consensual, y no puede no hacerlo; de un rechazo de las ideologías altamente ideológico. En ese pequeño cuadro de Magritte, que Gaviria compone sin quererlo, la paradoja dominante es la del técnico aséptico y escéptico que oficia de narrador. Gaviria se presenta como un cauto espectador de una historia sin final feliz. Sugiere que los actores, presos de su ideología, son siempre otros. Él solo observa, se ensimisma y, en sus ‘momentos existenciales’ al interior de una aburrida sesión del gabinete, piensa en nuestra ‘insignificancia cósmica’. Lo suyo sería la contemplación.
No obstante, el autor también es un actor. El espectador también tiene espectadores, y lo sabe. También hace teatro, a su manera, para su público. El libro, en esa medida, es el de un actor político que se auto-escenifica como escéptico pregonero de la debacle populista y se hace portavoz del antídoto: un liberalismo que, a su juicio, es la única esperanza de avances sociales modestos pero sólidos, duraderos y responsables. A mí, como lector y ciudadano, su fe centrista-liberal no me parece, sin embargo, más que una intrincada maraña de paradojas. Y no lo digo porque desconozca las de Petro, no menos enmarañadas.