
Esto es lo que se sabe sobre el comportamiento del virus entre los niños y los adolescentes, y sobre las consecuencias de mantener cerradas las escuelas y colegios.
Sandra García Jaramillo*
Es momento de un balance
En Colombia —y en América Latina—, la mayoría de los niños y adolescentes completaron en octubre siete meses sin recibir clases presenciales. Los datos más recientes —que mostraré más adelante— prueban que, tanto en términos educativos como económicos, esto significa una catástrofe para el país.
Durante las últimas semanas, algunos colegios han vuelto a clases presenciales bajo el modelo de alternancia, siguiendo el protocolo del Ministerio de Salud. Pero la gran mayoría de ellos permanecen cerrados. En algunos casos no cuentan con las condiciones para el retorno gradual a las aulas; y, en otros casos, los docentes, las familias o las autoridades locales temen el riesgo de contagio.
Cuando comenzó la pandemia, la gran mayoría de países tomó la decisión de cerrar las aulas para prevenir la propagación de la COVID-19. En ese momento había poca información sobre el comportamiento de la nueva enfermedad, pero había evidencia previa sobre infecciones respiratorias como la influenza, que los niños tramiten con facilidad.
Hoy, ocho meses después, no solo se sabe más sobre el virus, sino sobre los efectos de mantener cerradas las escuelas y colegios. Por eso es necesario revisar lo que se ha aprendido y tomar decisiones para asegurar tanto el bienestar presente como el desarrollo de toda una generación.
¿Cómo afecta la COVID-19 a los niños?
En primer lugar, la severidad y mortalidad de la enfermedad en los niños, particularmente en los menores de diez años, es extremadamente baja. Así lo muestran estudios publicados en revistas científicas como JAMA Pediatrics y Science.
En el caso de Colombia, los datos del Instituto Nacional de Salud muestran que menos del 10%, del total de casos confirmados de COVID-19 corresponden a niños y jóvenes menores de veinte años. Más aún, mientras que la tasa de fatalidad (porcentaje de muertes por casos confirmados) es de 14,9 para las personas mayores de 60 años, es apenas de 0,09 para los niños y jóvenes menores de 19 años.
Hasta este momento se han reportado 48 muertes de niños menores de 9 años y 46 muertes de personas entre 10 y 19 años a causa de la COVID-19. Para poner estas cifras en perspectiva, en 2019 murieron 544 niños menores de 5 años por infección respiratoria aguda, y nunca se pensó en cerrar las escuelas o los centros de cuidado y atención a la primera infancia. Peor aún, en 2019 murieron 257 menores de 5 años por desnutrición y 183 por enfermedad diarreica aguda. Estas son muertes evitables que nos deben escandalizar y movilizar.
Segundo, los niños no son un vector de transmisión efectivo del virus. No hay evidencia para afirmar que reabrir las aulas aumente los contagios a nivel comunitario. Al contrario, la evidencia apunta a que las escuelas no son lugares de propagación del virus y que es posible abrirlos con las medidas de bioseguridad correspondientes. Estudios publicados en Nature y Science respaldan esta afirmación.
Por ejemplo, en Australia, la mayoría de los centros educativos permanecieron abiertos durante la primera ola del virus, y la tasa de transmisión en contextos escolares fue baja. Más recientemente, Nueva York —el sistema escolar más grande de Estados Unidos— realizó 16.348 pruebas en la comunidad educativa después de tres semanas de reapertura de colegios, de las cuales apenas 28 resultaron en casos positivos de COVID-19 (20 de personal y 8 de estudiantes).

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Las consecuencias de mantener cerrados los colegios
En cambio, los costos de mantener cerradas las aulas escolares sí son extremadamente altos. Esto afecta la salud emocional de los niños y adolescentes y pone en riesgo su seguridad física y alimentaria, sobre todo para los más vulnerables.
No menos importante, el cierre de colegios, aún con clases virtuales, provoca un atraso enorme en el aprendizaje. Esto se advirtió hace varios meses, a partir de evidencias de crisis anteriores que habían obligado a cerrar los colegios de manera temporal.
Ahora hay aún más información sobre el daño que produce un cierre tan prolongado de los planteles educacionales. Por ejemplo, un estudio reciente de la Universidad de Oxford mostró que el cierre en Holanda durante ocho semanas causó una pérdida de aprendizaje equivalente al 20% del año escolar. Este retraso en el aprendizaje fue 55% mayor en los niños de hogares más vulnerables.
Si así sucede en un país con un alto nivel de conectividad y capacidad de ofrecer educación virtual, podemos decir que en Colombia —que tiene serios problemas de conectividad y que no lleva 8 sino 30 semanas sin clases presenciales— los niños de los hogares más vulnerables perdieron un año escolar completo.
Perder un año de aprendizaje puede parecer irrelevante ante un riesgo como el de perder la vida. Pero, como dije antes, ese no es el dilema: los niños y jóvenes no arriesgan su vida por ir al colegio. Por otra parte, para muchos estudiantes ese atraso puede significar culminar la secundaria con pérdidas de aprendizaje irrecuperables que les impedirá ingresar a la educación superior, o peor aún, con mayor rezago escolar que hará que abandonen la escuela y nunca se gradúen del bachillerato.
Algo de esto ya se empieza a vislumbrar con la preocupante cifra revelada por el Laboratorio de Economía de Educación, según la cual cerca de la mitad de las personas que estaban estudiando habían dejado de hacerlo en agosto por falta de conectividad o por razones económicas. Peor aún, entre los estudiantes de estrato socioeconómico bajo, esta cifra se eleva al 77%.

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Consecuencias económicas
Los efectos negativos del cierre de colegios en los niños y jóvenes deberían ser motivo suficiente para reabrirlos. Ese es su derecho: recibir una educación de calidad y poder desarrollar su potencial.
Pero si el argumento no fuera suficiente, deberíamos considerar el significado económico de una generación de niños y jóvenes que ha dejado de aprender.
Eric Hanushek y Ludger Woessman mostraron que una pérdida de aprendizaje equivalente a un tercio del año escolar podría disminuir la tasa de crecimiento anual del PIB en 1,5% por el resto del siglo. Esta pérdida acumulada equivaldría al 69% del PIB de un país. Peor aún, pérdidas de aprendizaje equivalentes a un año escolar —que es hacia donde se acerca Colombia— causarían un crecimiento del PIB un 4,3% menor durante el resto del siglo, equivalente a 202% del PIB de un año.
Por eso el Secretario General de Naciones Unidas no exageró al advertir que estamos ante una “catástrofe generacional que podría despilfarrar un potencial humano incalculable, socavar décadas de progreso y agravar las desigualdades más arraigadas”. Estamos trasladando a las siguientes generaciones los costos de no abrir los colegios hoy, aprovechando que estos costos no son visibles en el corto plazo.
Varios países han tomado conciencia de esta posible catástrofe y han puesto la educación como prioridad. Francia, Alemania y el Reino Unido, por ejemplo, cerraron bares y restaurantes ante el segundo rebrote del coronavirus, pero no los colegios. Tristemente, los gobernantes de Colombia no han estado a la altura de los niños, niñas y adolescentes, cuyos derechos prevalecen sobre los adultos, según nuestra Constitución.
Abrir colegios no solo es simplemente “permitir” que se abran y dejar que sea privilegio de unos pocos. Se necesita liderazgo, planeación y comunicación. Tanto el gobierno nacional como los gobiernos locales deben dar un mensaje contundente y encabezar un proceso de apertura de las aulas que tengan capacidad de hacerlo —tanto públicas como privadas—.
Pero, sobre todo, deben suministrar los recursos financieros, técnicos y humanos para adecuar las escuelas que no tienen la capacidad de abrir por falta de condiciones mínimas como acceso a agua —como ocurre en cerca del 25% de las sedes educativas del país—. Y en todos los casos debe preparase un plan de recuperación del aprendizaje y el bienestar emocional.
El 2021 puede ser el año de la catástrofe o el de la recuperación del aprendizaje y el bienestar de los niños, niñas y adolescentes. Es una decisión política. Esperemos que nuestros gobernantes den la talla.