
El excesivo uso de la fuerza por parte de los policías, el vandalismo y civiles que disparan han quedado registrados en fotos y videos. ¿Cómo llegamos aquí y cómo cambiar la situación?
Jorge Mantilla*
¿Seguridad o defensa?
Aunque las manifestaciones durante el paro nacional son pacíficas en su mayoría, la violencia de los últimos días tiene al país desconcertado y preso de la de desinformación.
El enrarecimiento del ambiente y las teorías conspirativas empiezan a opacar las expresiones de descontento legítimo.
Los cientos de imágenes y videos que registran el uso excesivo de la fuerza y la autoridad por parte de los miembros de la fuerza pública permiten preguntar quién es el encargado de vigilar y controlar a la Policía.
Si bien en muchas ocasiones se dijo que era necesario reformar la Policía o incluso el sector de seguridad y defensa, resulta indispensable redefinir primero cómo entendemos la seguridad.
Los hechos de sangre que enlutan al país confrontan a los colombianos con la relación íntima que históricamente sostienen con la violencia.
Pero decir que el paro nacional es un ataque al país, como hizo la revista Semana[1], poco ayuda a resolver la crisis institucional, de representación política y de seguridad que atravesamos.
Los mensajes como este llevan a que la gente equipare la seguridad con la defensa y piensen que por tanto que la seguridad se garantiza a través de la fuerza contra determinados sectores sociales para defender a los ‘colombianos de bien’. La seguridad se entiende como una proporción de orden y no de bienestar y de consensos deliberativos.
Así, las tres últimas tres movilizaciones importantes—que ocurrieron en noviembre del 2019, en septiembre del 2020 y la actual—se han tornado cada vez más violentas.
Violencia
La idea de la seguridad como defensa del orden tiene dos problemas. En primer lugar, considera que la disrupción de la normalidad es una amenaza para la seguridad y así justifica la violencia.
El conflicto —que debería ser considerado como un motor fundamental de una democracia robusta— acaba convertido en un problema de orden público y con eso las exigencias de rendición de cuentas y las manifestaciones de descontentos son vistas con ojos de sospecha y conspiración.
[1] https://www.semana.com/nacion/articulo/colombia-bajo-amenaza-los-dias-mas-dificiles-del-pais-en-su-historia-reciente/202120/
Los hechos de sangre que enlutan al país confrontan a los colombianos con la relación íntima que históricamente sostienen con la violencia.
Por supuesto que los colombianos apoyamos a la Fuerza Pública, pero no de manera ciega. Y justamente porque las apoyamos exigimos transparencia, rendición de cuentas y no ser tolerantes con las conductas arbitrarias.
Esto no quiere decir que el vandalismo, la infiltración de los grupos al margen de la ley y la destrucción de bienes públicos no deba sancionarse. Por el contrario: debe hacerse porque lo ordenan la Constitución y la ley.
Pero si se entiende la seguridad como la protección equitativamente distribuida, la política de seguridad en contextos de crisis debe usar los recursos del ‘desescalamiento’ y de la investigación penal para judicializar a unos, concertar con otros y proteger a todos.

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Líneas morales de la seguridad
Confundir la seguridad con el orden tiene otro problema: crea líneas morales donde la ciudadanía queda dividida entre ‘personas de bien’ y personas cuya vida no merece ser protegida.
Mientras el gobierno nacional pide no generalizar los juicios sobre la violencia policial, no sigue su consejo y generaliza a los manifestantes. La sensatez es reemplazada por el espíritu de cuerpo y ante el evidente abuso de autoridad se responde con una felicitación desteñida.
Esta inconveniencia se resume claramente en los videos de los mandos militares y policiales exaltando la labor del ESMAD en términos de victoria, acompañados por la etiqueta que usó el ministro de Defensa en sus redes sociales: #sintregua.
Cuando a un problema social se le da una solución y un tratamiento de guerra, el único desenlace probable es el escalamiento de la confrontación.
En términos prácticos, el control de las multitudes —la especialidad del ESMAD— transita de la disuasión al castigo. Las movilizaciones ya no se intervienen para contener o prevenir el vandalismo, sino para castigar a los manifestantes.
James Ron denomina a este fenómeno “moderación salvaje”: la manera como los cuerpos de seguridad transitan con facilidad por un continuum represivo que va desde las golpizas y el uso letal de armas no letales hasta la tortura o la ejecución extrajudicial, como sucedió en Cali o en Madrid (Cundinamarca).
Para muchos, el tono autoritario en la respuesta de la Fuerza Pública al paro nacional muestra un déficit democrático y un retroceso dictatorial, vía la declaratoria del estado de conmoción interior.
Sin embargo, el más reciente y riguroso estudio comparado sobre los modelos de la Policía en Latinoamérica muestra lo contrario. Yanilda Gonzáles, de la Universidad de Harvard, sostiene que la Policía puede llegar a constituir enclaves de autoritarismo en democracias formales como resultado de la disputa democrática entorno a las demandas de protección y represión.
En este sentido, la fragmentación de la ciudadanía entre quienes deben ser protegidos y quienes reprimidos favorece el abuso de la autoridad y bloquea los intentos de reformar la Policía.
Impulsados por los incentivos electorales y el temor a perder el apoyo de la Fuerza Pública en contextos de crisis como el actual, los políticos se abstienen de impulsar reformas que podrían desfavorecerlos electoral y políticamente.
La Policía se convierte en un recurso político en las sociedades divididas, donde determinados sectores se especializan en usar la inseguridad como capital político.
Lo sucedido en Cali es muestra clara de esto. Policías encabezando una marcha a favor de la Policía en la comuna 22 el pasado 8 de mayo. Policías tomando partido cuando el país más necesita ecuanimidad institucional. Posteriormente el 9 de mayo civiles disparan a la Minga Indígena enfrente de policías sin que estos últimos hagan nada al respecto.
¿Quién está al mando?
Cuesta creer que en el Puesto de Mando Unificado Nacional (PMU) se de la orden de cometer los excesos de los últimos días. Por el contrario, parece que dichos excesos son el resultado de tres componentes graves, pero diferenciados.
- Un contexto narrativo donde matar, castigar y violar los derechos de las personas es aceptable dependiendo del bando en el que esté esa persona y según las líneas morales de la seguridad.
- Una desconexión entre quienes deciden y la realidad operativa en los puntos donde se concentra la violencia. ¿Están siendo oportunamente informados los ministros de Defensa, Interior y el propio presidente de la República? ¿Se están diluyendo las ordenes del nivel central en desarrollo de las operaciones de control y el levantamiento de bloqueos? ¿O simplemente se les dice lo que quieren oír?
- Colombia carece de las instituciones y las capacidades locales para una gestión no policiva de la seguridad y de los conflictos sociales. Gran parte de los problemas de convivencia e incluso de gestión de la pandemia recaen sobre los hombros de la Fuerza Pública.
Los gestores de convivencia en Bogotá y la Guardia Indígena son buenos ejemplos del tipo de las organizaciones sociales de seguridad que deberían masificarse y mejorarse en el marco de un entendimiento no autoritario de la seguridad.
La fragmentación de la ciudadanía entre quienes deben ser protegidos y quienes reprimidos favorece el abuso de la autoridad y bloquea los intentos de reformar la Policía.
Pero en el país hizo carrera el ‘vigilantismo’, cuya versión más sutil son los policías ocultando sus números de identificación en clara violación de los protocolos institucionales.
Civiles armados que disparan contra manifestaciones, policías de civil que hostigan manifestantes, militares y policías en retiro patrullando en las noches. El ‘vigilantismo’ es una violencia conservadora, diseñada para mantener o recrear el orden a través de grupos extralegales que imparten justicia con sus propias manos.
El ‘vigilantismo’ puede incluir prácticas como: linchamientos, ejecuciones extrajudiciales, escuadrones de la muerte, violencia ilegal por parte de los policías contra presuntos criminales, etc.
Estas formas de violencia hacen parte de una lógica donde la forma que adquiere el ‘vigilantismo’ varía dependiendo del grado de espontaneidad, organización y participación de los agentes del Estado.
Por supuesto, llamar a los privados a defenderse por sus propios medios y delegar en ellos la función constitucional de mantener el orden público es la abdicación del monopolio de la fuerza y el fracaso del Estado de derecho, que se traduce en tragedias como la de Lucas Villa en Pereira.
Hay que redefinir la seguridad para superar esta situación y reconstruir la confianza entre la Fuerza Pública y los jóvenes que hoy están en las calles.
La mano dura y los aplausos a ultranza no conducen a una mayor legitimidad, pero la transparencia, la rendición de cuentas y el reconocimiento de los errores sí lo hacen.
Esta es la única manera de que la seguridad pueda ser concebida como un bien público y su distribución no contemple la división moral entre buenos y malos.