Los que sufrieron la guerra quieren la paz y los que no la sufrieron quieren venganza. Es un absurdo debido a nuestros jefes políticos.
William Duica*
Malas noticias
“El proceso de paz se encuentra en su punto más crítico y amenaza ser un verdadero fracaso.”
Estas fueron las palabras de Iván Márquez en su primera declaración pública sobre las implicaciones de la captura, por parte del CTI de la Fiscalía el pasado 9 de abril, de Seusis Pausivas Hernández, más conocido como “Jesús Santrich” -miembro de la Dirección Nacional de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) y designado como uno de sus cinco representantes a la Cámara-.
Incluso antes de esta captura por supuestos delitos de narcotráfico y a petición de Estados Unidos, se habían conocido las “inquietudes” de los países cooperantes acerca de la transparencia en la ejecución de los recursos y la eficacia en la implementación de los programas de reincorporación en el posconflicto.
También se había producido la renuncia del Secretario Ejecutivo de la Jurisdicción Especial para la Paz a raíz de aparentes desencuentros con la presidente y otros magistrados del Tribunal de Paz.
Vistos en su conjunto, los hechos anteriores configuran el peor escenario para el proceso de paz hasta el momento:
- Desde fuera, la comunidad internacional ve un proceso enredado entre la corrupción endémica del país y la ineptitud del Gobierno para sacarlo adelante.
- Desde adentro, la ciudadanía ve un proceso que se degrada día a día y que empieza a convivir pasivamente con los asesinatos de cientos de líderes sociales y reclamantes de tierras, con el abandono progresivo de las zonas de concentración y ahora, para colmo de males, con la presunta participación de uno de los negociadores del acuerdo en actividades de narcotráfico.
Es fácil caer en la tentación de pensar que el proceso de paz no solo no le interesa a nadie sino que no es real. Pero eso sería apresurado. Así que el ejercicio es, más bien, señalar cómo se expresan algunos intereses en el proceso y cómo se ha formado una valoración de su posible fracaso que favorece al proyecto de la derecha más retrógrada.
Este ejercicio seguramente no demanda mucho ingenio, pero al hacerlo se hará más claro qué es lo que fragmenta a la sociedad colombiana.
Un proceso real y tangible
![]() Captura de “Jesús Santrich”. Foto: Gobernación del Atlántico |
Puede que el proceso de paz sea objeto de críticas y controversia, pero lo cierto es que hay unos hechos concretos: la entrega de las armas, la desmovilización, el repliegue de la insurgencia en las zonas de concentración, la creación de un partido político, las curules en el Senado para quienes fueron insurgentes, la creación de una comisión de la verdad y la puesta en marcha de la JEP.
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Más importante aun es el hecho de la disminución de los muertos de la guerra y el incipiente cambio de las dinámicas de vida en algunas zonas rurales.
Finalmente, dentro de las cosas concretas, habría que agregar la existencia misma del documento del acuerdo que encarna una hoja de ruta para la construcción de la paz.
En este sentido y con todos los detalles que faltaría mencionar, podemos decir que hay un proceso de paz real en Colombia.
Dolientes e indolentes de la paz
El problema no es entonces que no haya un proceso real.
El problema es que este solo parece ser importante para los que, en mayor o menor grado, han vivido sus vidas expuestos al conflicto. No expuestos a las imágenes del conflicto en televisión, sino al conflicto real que está en la calle del frente o en la vereda y que en cualquier momento puede tocar a la puerta de sus casas. Estos son los ciudadanos que reclaman el avance del proceso de paz y la implementación de los acuerdos, pero son “ciudadanos del común”, es decir, “ciudadanos sin voz”. Sus clamores en la Plaza de Bolívar de Bogotá o en cualquier otra plaza o calle principal son parte de un paisaje que “no es noticia”.
Para esta parte de la población, para este país de carne y hueso que vive en campos y suburbios (con más hueso que carne), el fracaso del proceso es la peor de las desgracias. Para ellos, las palabras de Iván Márquez, las dudas de los países cooperantes o las incertidumbres sobre la JEP ponen en riesgo la esperanza de tener una vida que no han vivido nunca pero que ya pueden imaginar, una vida en paz.
Entretanto, los candidatos a la presidencia se concentran en las estrategias electorales. Buscan un lugar en el centro más puro (que no es el “puro centro”), con la esperanza de desmarcarse de las identidades de izquierda y de derecha. En eso se ocupan, se untan de pueblo, se ponen sombreros, dividen monolitos, juntan el agua y el aceite, hacen consultas y, finalmente, se amangualan en “alianzas programáticas”.
Y en todo ese extenuante trajín el proceso de paz es solo un sello ideológico. Sirve para marcar las diferencias. Todos lo usan para ganar adeptos. Uno diciendo que el proceso de paz es arrodillarse ante las FARC. Los demás diciendo que no van a hacer trizas el acuerdo. Hay matices, pero en términos generales, a eso se reduce la profundidad con la que articulan el proceso de paz a sus propuestas de gobierno.
¿Un país polarizado o anestesiado?
![]() Uno de los hechos más importantes del Proceso de Paz con las FARC, la dejación de armas. Foto: Presidencia de la República |
Ya mencioné a la parte de la población que sufrió, sufre y sufriría la guerra y que obviamente está comprometida con el proceso. Pero hay un cierto efecto de asimetría de la violencia que produce un ciudadano que no ha estado expuesto al conflicto.
Se trata del ciudadano medio (de cualquier estrato social) que vive una “vida normal” en el centro, alejado de la periferia violenta. Este, en contraste con el primero, tiende a ser indiferente al fracaso del proceso de paz. Dado que el tránsito a la paz no representa un cambio significativo en su entorno inmediato, su valoración del éxito o fracaso del proceso no pasa por una consideración de su propia existencia sino que depende de qué tanta empatía pueda desarrollar con las desgracias de otros.
En estas condiciones, la actitud hacia el proceso de paz queda expuesta y sujeta a la retórica del poder. Este es el punto en el que se produce un enlace perverso. El punto donde las maquinarias del poder se engrasan con la manipulación de las emociones políticas. Proponer, por ejemplo, un modelo de justicia basado en el lema: “El que la hace la paga” es manipular a ese ciudadano medio que cree que lo contrario sería injusto; que cree que se hace más justicia al procurar el castigo del victimario que al aliviar el sufrimiento de la víctima.
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Lo que ha logrado el uribismo en Colombia es generalizar la idea de que el éxito del proceso de paz equivale a la “impunidad”. Y lo ha logrado minando la empatía del ciudadano medio hacia las víctimas y sustituyéndola por el repudio a las FARC. Por eso ganó el No, porque el odio puso más votos que la fraternidad.
La posibilidad de que fracase el proceso de paz no depende de que capturen a Santrich. Así cómo el éxito de la negociación no dependió de que devolvieran a Simón Trinidad. «La paz de Colombia no está condicionada por los problemas, ni las personas, que formamos parte de la organización», dijo Rodrigo Londoño después de salir de la reunión con el presidente Santos para hablar del caso.
Yo no sé de qué dependa el éxito del proceso de paz, pero calculo que su fracaso dependerá de cuánto aumente la fractura que divide a la sociedad colombiana. Esta fractura no es, como nos lo quieren hacer creer, porque el país esté polarizado entre la izquierda y la derecha; es, más bien, porque está “anestesiado”. Su sensibilidad moral y su capacidad de empatía están obnubiladas por una idea de justicia manipulada en términos de castigo y sometimiento. La pérdida de la empatía como una emoción política constructiva es lo que realmente anuncia el fracaso del proceso de paz y con ello la fragilidad del futuro.
*Profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia en el Departamento de Filosofía.