Sin cifras, sin incisos y sin ideas abstractas se comprende mejor por qué en Colombia no funciona la justicia.
Carlos Alfonso Matiz**
Para Luz Marina, una mujer humilde del sur de Bogotá, viuda desde hace tres años, la justicia es lenta, sorda, e incapaz. Al fallecer su esposo, la maquinaria del taller de ornamentación que él le dejara terminó en manos del único empleado de su marido. Ella presentó una denuncia por hurto, y cada veinte días acude al destartalado despacho de la fiscal que lleva el caso, para escuchar las mismas razones: no hay investigadores disponibles y otros asuntos más graves o "con preso" deben ser atendidos antes que el suyo. Esta semana regresó al maltrecho edificio de la carrera 13, ilusionada con la promesa de que esta vez habría alguna novedad que daría fin a su larga espera. Subió a pie hasta el piso octavo y encontró frente a los casi mil expedientes atiborrados en la oficina, a un nuevo fiscal, para quien ella y su problema no significan más que uno de los cientos de asuntos que tendrá que empezar a estudiar. El funcionario es muy joven y llegó allí por su puntaje en un concurso realizado hace dos años. Celebra haber logrado – por la fuerza de una tutela- el nombramiento al que tenía derecho, pero sabe que, aunque tiene los conocimientos teóricos de un recién egresado, en la facultad no recibió capacitación para adelantar juicios bajo el "nuevo sistema penal acusatorio" ni se le preparó para ser fiscal. Le preocupa su estabilidad.
Mientras Luz Marina inicia el largo regreso hacia su casa, desconsolada porque tendrá que comenzar de nuevo la tarea de sensibilizar al fiscal encargado de su denuncia, en los polvorientos corredores del mismo edificio, algunos funcionarios conversan sobre los despidos que faltan; otros dedican el día a rendir informes y estadísticas, o luchan con las viejas impresoras de sus oficinas -algunas de ellas traídas de sus casas -. Unos pocos, que se consideran a salvo de los cambios, hacen cálculos sobre el tiempo que les resta para acceder a la pensión.
Luz Marina no sabe que para llevar a juicio al ex empleado abusivo se requerirá de varios investigadores cuyas tareas se verán complicadas por la falta de un vehículo para visitar el antiguo taller, interrogar al sospechoso y entrevistar a los testigos; desconoce que para avaluar las máquinas que fueran de su esposo se precisará de un perito, cuya opinión tardará meses por causa de la gran cantidad de tareas que debe despachar en orden de llegada; e ignora que si el denunciado no acepta cargos, la fiscalía sólo lo llevará a juicio si tiene la certeza de ganar, caso en el cual vendrá una larga serie de audiencias, aplazamientos y apelaciones. Al final, si los testigos se arriesgan a declarar, y si las pruebas permiten condenarlo, cuando la sentencia salga, el usurpador ya habrá vendido las máquinas y se habrá trasladado a cualquier rincón de la ciudad donde no podrán encontrarlo.
Ya en el transporte público Luz Marina presencia la captura de un hombre que acaba de robar un celular. Los transeúntes celebran la llegada oportuna de la policía y vitorean a los uniformados como si se tratara de un milagro. El muchacho, vecino de un barrio cercano al de Luz Marina, pasará unos cuantos meses detenido. Su familia tendrá que darle el dinero para pagar, dentro de la cárcel, los beneficios que le permitan una vida menos indigna, y su compañera soportará todos los fines de semana la espera larga y caótica que se le exige para visitarlo. Por consejo de su defensor, aceptará cargos y saldrá de allí en dos o tres meses. Con menores posibilidades de encontrar trabajo, tal vez se dedique a quehaceres más elaborados y dirija su propia banda.
A pocas cuadras de allí, tres magistrados auxiliares comentan los últimos rumores y hacen conjeturas sobre las próximas capturas en los procesos de la "parapolítica". Todos saben que entre la Corte Suprema y el Presidente hay una guerra en la que ellos procuran ser buenos soldados. Hablan en voz baja y han aprendido a usar sus celulares con la prudencia de quien puede ser espiado. En las oficinas de sus jefes se maquinan estrategias para que la majestad de la justicia no sea pisoteada. Los procesos en los que se juzga a senadores y representantes son las mejores armas de la Corte en esa contienda provocada por el Presidente y a la que ellos han acudido en defensa de su amor propio y la dignidad de las instituciones.
Un hombre de traje gris y zapatos lustrados abandona el Palacio de Justicia molesto por las nuevas noticias; su nombramiento en un cargo administrativo de importancia se ha frustrado, pues los magistrados se han dividido en dos bandos irreconciliables y no hay consenso para elegir a cualquiera de los candidatos, todos ellos muy bien recomendados desde corrientes políticas diversas.
En las cafeterías cercanas a la Plaza de Bolívar, abogados litigantes, políticos y ciudadanos intentan adivinar el resultado de la votación para elegir Fiscal General. Se dice que los magistrados de la Corte esperarán unas semanas más hasta que se determine si el Presidente puede o no ser reelegido por segunda vez, y entonces sí, le darán a la Fiscalía General el jefe que ha debido designarse hace meses. Las condiciones del momento determinarán a cuál de los tres candidatos favorecer. Mientras tanto, el Fiscal General encargado tendrá que cumplir la orden de cambiar a más de la mitad de los fiscales en todo el país en el plazo de algunas semanas, como si esta tarea no debiera haberla hecho -con el ritmo y la medidas necesarias- el anterior líder de la Fiscalía, o incluso el nuevo, cuyo nombramiento la propia Corte ha aplazado.
Luz Marina, para distraer sus pensamientos, lee los titulares del periódico que ojea el pasajero a su lado. Han quedado libres -por vencimiento de términos- -los miembros del ejército investigados por los "falsos positivos". Ella eleva una plegaria por su hijo, ya bachiller, a quien no puede ofrecerle siquiera un curso técnico que oriente su futuro. Él tendrá que buscar trabajo y enfrentar la frustración de un porvenir incierto a pesar del notable desempeño en el colegio, que ahora no parece servirle para nada. Si la justicia funcionara y ella pudiera recuperar las máquinas de su difundo esposo, tal vez el destino de ambos pudiera ser otro.
Pero la justicia es un valor etéreo, un propósito ideal que a casi nadie interesa alcanzar. Los guardianes de esa mujer vendada y débil que pareciera desfallecer en el esfuerzo de mantener erguida la balanza, se han desentendido de ella. La mencionan en sus discursos, y hasta en sus decisiones, pero la olvidan al realizar las tareas cotidianas. Siempre hay en qué pensar primero, algo de qué quejarse, alguien a quien culpar por el desbarajuste, las carencias y la ineficacia. Una gran parte de los servidores de la justicia actúa bajo el temor de un despido; otros ruegan por pasar desapercibidos mientras alcanzan su jubilación; los menos, obedecen intereses políticos, personales o descaradamente económicos. Excepcionalmente hay quien considera que su labor es un servicio y que hacer justicia, más que una tarea arrebatada a los dioses, es una misión esencial para la construcción de cualquier sociedad. Por eso, miles de ciudadanos atropellados tendrán que llevar la vida sin contar con la intervención de la justicia humana. Los poderosos en cambio, alzan los hombros y sacan provecho del dolor y la fatiga de esa mujer que está a punto de soltar la balanza y quitarse la venda para llorar su abandono, sentada junto a Luz Marina, en cualquier andén de la Plaza de Bolívar.
* Abogado de la Universidad Externado de Colombia. Especialista en Derecho Penal. Especialista en Propiedad Intelectual. Especialista en Creación Narrativa. Ha trabajado en la Rama Judicial como Juez de Instrucción Criminal y Fiscal Regional. Condecorado con la Medalla al Mérito por Servicios a la Justicia. Actualmente es abogado independiente.
** La imagen del artículo fue tomada de la página http://www.ningo.com.ar