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La corrupción en las universidades públicas

Escrito por Javier Guerrero

Javier Guerrero Una alarma necesaria: a los muchos problemas que enfrenta la educación superior en Colombia, hay que sumar la corrupción escandalosa y a los más altos niveles.  ¿Qué clase de profesionales estaremos formando?

Javier Guerrero Barón*

La corrupción nacional

La reciente publicación del Índice de Transparencia de las Entidades Públicas (ITEP) 2013-2014, que evalúa las instituciones de Colombia en áreas como “visibilidad”, “institucionalidad” y “control y sanción”, debería haber prendido las alarmas de la sociedad.

El estudio incluyó Alcaldías, Gobernaciones, Contralorías territoriales y otras entidades del orden nacional y regional, así como una muestra representativa de las instituciones de educación superior (IES). Los resultados no son nada halagadores.

El índice de riesgo de corrupción promedio fue muy alto en todo el país. Las Contralorías, por ejemplo, tuvieron un ITEP promedio de 56,4, mientras que los departamentos y municipios tuvieron una mejor calificación, con promedios de 59,1 y 57,3 puntos. Por su parte, las IES estuvieron en 56,4 sobre 100 puntos posibles.

Esto quiere decir que todo el sistema estatal colombiano está por debajo de los 60 puntos en esta medición, lo cual lo ubica, según los estándares internacionales, en una posición de alto riesgo de corrupción.

En 2014 Colombia ocupó el puesto 94 entre 174 en el listado de países con riesgo de corrupción, con 37 puntos sobre 100, es decir, muy por debajo del promedio latinoamericano (45 puntos).  

En esta radiografía se destaca como especialmente grave que las Contralorías territoriales, que son entidades de control, estén en mayor riesgo de corrupción que los entes vigilados por ellas.

La corrupción en la universidad

Edificio de la Facultad de Artes ASAB de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas en Bogotá.

Edificio de la Facultad de Artes ASAB de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas en Bogotá.
Foto: Wikimedia Commons

Sin embargo, la situación más preocupante se presenta en las instituciones de educación superior (IES), que son las formadoras del talento joven y que deberían ser núcleos estratégicos del desarrollo regional y nacional en la sociedad del conocimiento.

Si las entidades educadoras, las que forman la conciencia y el ejercicio ético de los futuros profesionales, humanistas, educadores y científicos, no son un modelo de transparencia para el resto de la sociedad, algo anda muy mal.

Hace algunas décadas, nombrar una comisión universitaria para estudiar un problema era un mecanismo técnico-científico idóneo con una entereza incorruptible, y lo mismo podía decirse de los hospitales universitarios y los consultorios jurídicos. La formación de estudiantes e investigadores universitarios tenía un sello de calidad a toda prueba, y solo excepcionalmente podía demostrarse lo contrario. En otras palabras, ser universitario era sinónimo de lucha contra la corrupción.

La universidad, pública o privada, dejó de ser un sello de calidad, de ética y de transparencia.  

Pero hoy ni siquiera quienes hemos dedicado nuestra vida al quehacer universitario podemos decir lo mismo. La universidad, pública o privada, dejó de ser un sello de calidad, de ética y de transparencia.  

En el mencionado Índice 2013-2014 se evaluaron 62 instituciones de educación superior de Colombia: 16 universidades públicas nacionales y 16 departamentales, para un total de 32 universidades y 30 institutos técnicos y tecnológicos.

Estas instituciones obtuvieron en promedio 61,7 puntos en el área de “visibilidad”, lo cual les permitió superar ligeramente el umbral mínimo de 60 puntos. Pero en factores como “institucionalidad” (50,1 puntos) y “control y sanción” (59,4 puntos) la situación es preocupante, pues estos puntajes las ubican en niveles de alto riesgo de corrupción. En el promedio general, las instituciones educativas alcanzaron un promedio de 56,4 puntos sobre 100, lo que representa un mal desempeño. 

Síntomas de una grave enfermedad

Alguien podría argumentar que este índice no refleja la realidad. Y tal vez tienen razón porque la situación puede ser peor-  si miramos los problemas que se presentan en nuestras universidades-.

Este índice no mide, por ejemplo, los sistemas de transparencia en la designación del gobierno universitario o en  el ejercicio de la democracia. Tampoco evalúa los concursos, los niveles de fraude académico, los plagios generalizados, el clientelismo administrativo y académico o los desajustes administrativos.

Algunas instituciones, como solución a los problemas denunciados, crearon comisiones de ética. Pero estas se usaron en muchos casos como mecanismos para lavar la imagen. En otros casos, los comités de ética de la investigación se convirtieron en comités de censura inquisitoria selectiva contra determinados grupos académicos.

Las noticias de demandas frecuentes ante los tribunales por la elección y reelección irregular de rectores también son un indicador de lo mal que andamos. Desde que se expidieron la Ley general de Educación y la Ley 30 de 1992, que garantizan la autonomía universitaria y el autogobierno, en las instituciones de educación superior no triunfó la democracia como regla general, sino los vicios clientelistas y las corruptelas que paulatinamente se fueron instalando.

En la actualidad no son raros los alcaldes, gobernadores o politiqueros de todas las calañas que manejan rectorías, decanaturas y consejos superiores.  El fraude en las consultas a la comunidad es muy frecuente y, con pocas y honrosas excepciones, los gobernadores y alcaldes que presiden o asisten a esos organismos se convirtieron en la correa de transmisión de las clientelas y las marrullas.

Aunque sin duda hay representantes reconocidos por su honestidad, los voceros del sector productivo se convirtieron a menudo en cómplices de los politiqueros a cambio de prebendas, como también sucede con algunos representantes de las comunidades estudiantil y profesoral, que suelen ser cooptados (por miedo o por debilidad moral) por los bloques de poder para defender intereses ajenos a la vida universitaria.  

Las rendiciones públicas de cuentas son rituales que se organizan para auditorios vacíos o medio llenos con subalternos obligados a asistir. Es evidente la falta de voluntad  para que existan verdaderos procesos de control social y ciudadano, y las acreditaciones institucionales de alta calidad no regulan asuntos fundamentales.

En las universidades colombianas igualmente se puede ver el predominio de contratos ocasionales en asuntos misionales, lo cual hace que casi todas la instituciones sobreexploten el talento de los docentes mientras despilfarran sus escasos recursos en contratos onerosos de servicios y sobrecostos en contratación, como en cualquier carrusel municipal.

Por esta vía, por ejemplo, tenemos una cima deshonrosa cuando hasta Salvatore Mancuso presidió un consejo superior y nombró rector, con amenaza de muerte o destierro para quienes se opusieran. La amenaza y el terror se volvieron mecanismos “normales” de ejercicio político, algunas veces con muertos de por medio.

Dos por qué

Plazoleta de la Facultad de Ingeniería de la Universidad del Valle en la ciudad de Cali.

Plazoleta de la Facultad de Ingeniería de la Universidad del Valle en la ciudad de Cali.
Foto: Wikimedia Commons

Todo esto se dio en un clima revuelto al cual las izquierdas (tanto la armada como la civil) contribuyeron, al ejercer permanentemente la violencia y las vías de hecho (por ejemplo con los frecuentes bloqueos) dentro de los campus universitarios, mientras los demócratas cedimos espacio.

Los gobiernos centrales contribuyeron también, al nombrar sus representantes del Ministerio de Educación y de la Presidencia como cuota de los políticos regionales, lo cual creó el caldo de cultivo para la debacle ética de hoy.        

Las opciones de limpieza

Hay que buscar salidas a esta situación:

No son raros los alcaldes, gobernadores o politiqueros de todas las calañas que manejan rectorías, decanaturas y consejos superiores.  
  • Una podría ser adoptar un estatuto anticorrupción general acodado mediante un gran convenio interuniversitario por la preservación (o salvación) de la universidad pública.
  • Igualmente se puede adoptar un ente autónomo de control, creado por las mismas universidades estatales, para que lleve a cabo auditorías parciales o generales.
  • Puede también ensayarse la adopción de una especie de acreditación externa sobre  parámetros de transparencia y mecanismos anticorrupción de carácter preventivo, que acompañe los resultados de los estudios de indicadores como el ITEP, para hacer recomendaciones y planes de mejoramiento.
  • Asimismo podría establecerse un ente similar a la Misión de Observación Electoral para que verifique e intervenga en procesos electivos de las universidades.

La otra opción sería dejar que el Estado, mediante los instrumentos de la Ley 124 de 2014 y en ejercicio de la función de inspección y vigilancia, intervenga las instituciones públicas y ponga a funcionar  la Superintendencia de Educación que crea el artículo 23 de la citada Ley. En ese caso, seguramente muchas voces saldrán a decir que el gobierno está atropellando la autonomía universitaria, pero será muy tarde.

La paradoja consiste en que la gran mayoría de los profesores, estudiantes y trabajadores de estas instituciones hacen su trabajo con excelencia y pulcritud. Sin embargo no podemos decir lo mismo, en muchos casos, de quienes las gobiernan o representan.

Algo hay que hacer para que en nuestras instituciones de educación superior se deje de formar a los jóvenes profesionales en medio de un clima que propicia la corrupción, ese gran cáncer de la democracia contemporánea.  

 

* Sociólogo e historiador, profesor de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia e integrante del Consejo Superior de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

 

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