Las medidas para afrontar la pandemia no responden tan solo a evidencias científicas; son formas históricas de control social.
Natalia Botero Jaramillo*
Mirar atrás
El conocimiento del virus, las pruebas de laboratorio y la vacuna ofrecerían salidas médicas para esta crisis.
Pero entretanto y en medio de cierta histeria colectiva se han adoptado algunas medidas que tienen larga data y nos obligan a revisar el pasado.
Las respuestas de la humanidad a las pandemias son incluso anteriores al conocimiento de los microorganismos y desde siempre se han basado en los principios de lo ajeno, el otro, lo contaminado y lo peligroso.
Aquí, el juego de lo visible y de lo oculto permite organizar el mundo.
Aunque hoy podamos decir que se trata de un virus que conocemos con toda exactitud, todavía subsisten elementos ocultos que moldean nuestros miedos y las medidas de control consiguientes
La cuarentena
Era 1347, una epidemia llegó del oriente y penetró a Europa. Era la pestilencia, luego llamada la peste bubónica, enfermedad que hoy sabemos es causada por una bacteria transmitida de los roedores al humano por medio de la pulga.
Las universidades como Padua, Oxford, Montpellier, Salerno y París fueron protagonistas en el manejo de la peste. Dos teorías de la medicina sustentaban el tratamiento de las enfermedades: la humoral y la miasmática.
La primera concebía la enfermedad como un desequilibrio entre los cuatro humores en el cuerpo: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. Las personas de temperamento caliente y húmedo eran las más propensas a contraer la enfermedad. Si eran jóvenes, corpulentas, apasionadas, sensuales y femeninas, eran particularmente vulnerables.
Según la teoría miasmática, las enfermedades se debían a emanaciones putrefactas, que podían resultar de alineación de planetas o movimientos telúricos. En el primer caso, Marte y Júpiter aumentaban el calor y la humedad en la atmósfera; en el segundo, dicho movimiento permitía la liberación de vapores putrefactos de la tierra.
Todavía subsisten elementos ocultos que moldean nuestros miedos y las medidas de control
Como tratamiento, las plegarias, las sangrías y los sahumerios marcaron la pauta. Se creía que los aromas podían contrarrestar los olores putrefactos. El baño era una práctica proscrita, porque abría los poros de la piel y permitía la entrada de la enfermedad.

Foto: Wikimedia Commons
Era 1347, una epidemia llegó del oriente y penetró a Europa.
Las juntas de salubridad fueron cuerpos de vigilancia creados en tiempos de peste. En principio, su misión era la prevención de la enfermedad, luego la supervisión y control de las medidas de salubridad. Informar, aislar y vigilar mediante la cuarentena era la piedra angular en el manejo social de las epidemias.
Inicialmente la cuarentena se traducía en un tiempo de espera de cuarenta días que debían aguardar los barcos en los puertos por donde se diseminaba la peste.
Más tarde, esta medida se extendió a las ciudades, y allí se debía hacer un registro y vigilancia de la población. Los habitantes debían permanecer en sus casas y salir por las ventanas para corroborar su estado de salud ante las juntas de sanidad. Quien no salía se presumía enfermo o incluso muerto por la enfermedad.
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Exclusión social por miedo al contagio
Mientras el enfermo de la peste era aislado en la ciudad, al leproso se le excluía de esta. La lepra, además de transformar el cuerpo, específicamente la piel, se hacía más visible por la indumentaria que se le obligaba al enfermo a portar. Una túnica corroída, un cascabel y una cuba para coger el agua y servir sus propios alimentos distinguían socialmente al leproso.
Identificarle para excluirle era el principio del miedo y del odio social. Así, para estar apartado de la sociedad, se crearon los lazaretos, que serían sitios para garantizar la reclusión de los enfermos de lepra, históricos mendicantes.
Las manifestaciones clínicas de la covid-19 parecen no dejar huellas en la piel; sus signos y síntomas pueden ser visibles, pero fácilmente ocultos y existe un gran número de portadores asintomáticos. Con todo esto, crece el estigma hacia quienes transmiten algún referente social de la enfermedad, ya sea por medio de un objeto o un elemento de su corporeidad.
Así, los rasgos asiáticos o el uniforme del personal de salud parecen representar los signos físicos del estigma que alimentan el miedo al contagio. Este, ha sido un miedo social previo al mundo de las bacterias, parásitos, hongos y virus. La idea de la transmisibilidad de las enfermedades deambulaba por el mundo medieval, donde la caracterización de las enfermedades era casi intuitiva y éstas se temían por su letalidad.
Girolamo Fracastoro, médico italiano, nos habló de pequeños corpúsculos que se movían por el aire, se posaban sobre objetos y personas, y transmitían las enfermedades. Una forma de contaminación, distinta del pecado, inundó la cultura con su sistema de clasificaciones.
Lo limpio y lo sucio se traducen en objetos y personas. Lo que se porta, lo que se toca, lo que apenas se roza o lo que presuntamente viene impregnado por una gota o un aerosol, lleva aquello que no ha sido visto. Cada superficie representa el riesgo de contener la materia morbosa que causa miedo.
Inocular para lograr la vacuna
La viruela es otra enfermedad epidémica, cuya historia explica una parte de la dominación española sobre los imperios indoamericanos, gracias al desastre demográfico que padecieron los indígenas.
Trescientos años después del encuentro entre los dos mundos, se creó la vacuna con el principio de la inmunidad. Del raspado de las costras en las manos de las ordeñadoras de vacas con viruela bovina, Edwar Jenner inoculó a un niño de 8 años para que adquiriera inmunidad a la enfermedad, y así pudiera pasarla de sujeto en sujeto.
Corrió el siglo XIX con la caracterización de los agentes que causaban las enfermedades infecciosas y el desarrollo de otras vacunas. El siglo XX dispuso toda una revolución farmacológica con los antibióticos y, de la mano de estos, otros tipos de antimicrobianos.
Informar, aislar y vigilar mediante la cuarentena era la piedra angular en el manejo social de las epidemias.
Los avances tecnológicos, los medicamentos y las vacunas para erradicar muchas enfermedades, principalmente las infectocontagiosas, confirieron poder y omnipotencia a la medicina.

Foto: Tradoc Army
Todavía no conocemos del todo el virus y eso nos da temor.
La OMS, organismo creado luego de la Segunda Guerra Mundial, desarrolló algunos de estos programas de erradicación. Uno de los que más exitosos fue el de la viruela, otro sería el sarampión y la poliomielitis.
Sin embargo, otras epidemias surgirían al tiempo que algunas enfermedades lograban un control casi absoluto: el VIH-Sida, el ébola, la influenza.
El enemigo invisible parece ser infinito en la multiplicidad de formas, de organismos y de relaciones ecológicas que permiten saltos entre especies, mutaciones y nuevas formas de contagio. Lo que anteriormente eran simples microorganismos habitando la naturaleza, ahora son nuevas entidades que emergen como enfermedades.
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Ahora, mirar por la ventana
Todos miramos a través de una ventana, por ahora es nuestro atisbo de realidad, en un momento cuando datos parecen insignificantes, puesto que el conocimiento de la verdad está velado por la incertidumbre. No sabemos cuántos enfermos hay realmente, cuántos muertos podemos atribuir al coronavirus, ni siquiera cuántos colombianos vivos, con nombres y cédulas verdaderas tienen derecho a reclamar los subsidios del gobierno.
Recientemente, la ventana ha sido el instrumento de contacto entre cada uno de nosotros y el mundo en tiempos de cuarentena. La ventana ha sido, desde el siglo XIV, un elemento propio de las medidas de salubridad.
Los avances científicos han servido de sustento a varias estrategias para controlar este tipo de enfermedades. Pero este control también ha sido posible gracias a medidas como la vigilancia, la disciplina, el aislamiento, la contención y la seguridad, que finalmente son formas del gobierno de los otros.
*Antropóloga y magíster en historia de la Universidad Nacional de Colombia. Estudiante y docente de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia