Por fin estamos cerca de actualizar el POT de Bogotá. Pero la vida en la ciudad no sería mejor sino peor si el POT se adopta. Estas son las razones – y las alternativas—.
Mariana Patiño Osorio*
Llegó la hora
Es probable que esta semana comience la votación de un nuevo Plan de Ordenamiento Territorial (POT) en el Concejo de Bogotá.
El POT actual ha estado en vigencia durante casi veinte años y a pesar de que dos administraciones trataron de actualizarlo. Este tercer intento se basa en un diagnóstico elaborado por la Secretaría de Planeación bajo el mando de Adriana Córdoba, que analizó la situación de las veinte localidades de la ciudad. La formulación del POT como tal le correspondió a una nueva secretaria de Planeación, María Mercedes Jaramillo.
El paso obligatorio por la Corporación Autónoma Regional (CAR) de Cundinamarca fue rápido, porque se trataba de un documento mejorado y no de uno nuevo. Después, el proyecto llegó al Consejo Territorial de Planeación Distrital (CTPD), donde tuvo un paso controversial, pues hubo casi un empate entre quienes querían aprobar y quienes querían rechazar el texto.
Así llegó el documento al Concejo de Bogotá. Hasta este momento se han propuesto tres variantes, que corresponden a las ponencias radicadas por los concejales Germán García, del Partido Liberal, Nelson Cubides, del Partido Conservador y Pedro Julián López, de Cambio Radical. Todavía no hay un texto avalado por la Alcaldía Mayor; la discusión ha sido intensa y la ciudadanía ha participado activamente.
Además, el tiempo apremia. El concejo deberá tramitar los impedimentos y recusaciones que se presenten a propósito del POT y tiene plazo hasta el 8 de diciembre para aprobarlo o negarlo. A esto debe sumarse la discusión del presupuesto de la ciudad en la Comisión de Hacienda.
Más vivienda en poco espacio
El aspecto tal vez más problemático del POT es que permite construir muchas viviendas en un espacio bastante reducido.
Tras muchos años de inmigración masiva y crecimiento acelerado, el suelo de expansión urbana en Bogotá acabó por agotarse, y así lo reconoce el nuevo POT. Y sin embargo el documento insiste en la tarea de ciegos de buscar suelo urbano a como dé lugar para “embutir” nuevas viviendas donde en realidad ellas no caben.
El plan ni siquiera explora la posibilidad que ofrece el suelo rural de Bogotá y los municipios circunvecinos. La mirada se dirige exclusivamente al suelo de la ciudad construida, como si en este no habitara “nadie”. Como si se tratara de lotes baldíos. Es otra consecuencia de la falta de visión o planeación del territorio a escala nacional, en ausencia de lo cual estos planes locales resultan ser inevitablemente miopes.
¿Demoler o proteger?
Del diagnóstico inicial surgió el enfoque que inspira el nuevo POT: su idea básica es la “revitalización”, es decir la de recomponer y completar lo que ya está construido.
El documento se titulaba “El renacer de Bogotá” y proponía renovar el 25% de la ciudad. Ahora se cambió el título a “Bogotá reverdece”, tal vez con la intención de no evocar el elemento destructivo que implica la renovación urbana y dar a entender que se trata de proteger el medio ambiente.
Pero este nuevo nombre no logra remediar el problema de fondo. Enhorabuena se habla de permanencia de los moradores y de valoración de las industrias menores, bajo las figuras de una “Estructura Integradora de Patrimonios” y una “Estructura Socioeconómica, Creativa y de Innovación”, respectivamente. Pero no hay un plano ni un artículo que represente o georreferencie la “ciudad permanente”.
Tener certeza sobre la estabilidad física del suelo y sobre qué partes de la ciudad edificada serán respetadas, son derechos esenciales de los habitantes y de las empresas de la ciudad. Por eso la ciudadanía se ha volcado a proteger la ciudad construida, y así lo han hecho saber con vehemencia sus voceros en las sesiones del Concejo.
Los barrios residenciales
Podría decirse que el desarrollo residencial de Bogotá ha tenido dos períodos: desde su fundación hasta finales del siglo XIX, y desde la entrada la modernidad del siglo XX hasta la actualidad.
El primer momento nos dejó la huella del centro tradicional de La Candelaria y sus alrededores. La segunda nos dejó la ciudad formal que hoy por hoy conforma “el centro”, cuyo eje es la calle 72 y está integrado por un gran sector residencial construido por el gobierno o por medio de loteos individuales.
Estos barrios llegaron al siglo XXI con carencias en materia de conectividad, servicios y equipamientos. Por eso, previo un diagnóstico urbanístico, Bogotá necesita mejorar la ciudad construida en lugar de demolerla, como propone el nuevo POT.
Desconocer la existencia de los barrios residenciales es atropellar a sus habitantes. Si no fuera por el movimiento ciudadano que ha protestado en los últimos meses, la más reciente versión del POT no hubiera incluido áreas de “actividad residencial neta”, es decir, aquellas con un carácter principalmente residencial.
Pero esta versión del proyecto reconoce apenas 11 de los casi 2.000 barrios residenciales de la ciudad. En todos ellos existen relaciones socioeconómicas y culturales que hacen del territorio bogotano un espacio heterogéneo y pluricultural.

Del uso residencial al uso mixto
Apuntarle a la actividad de proximidad es un acierto, pero debe reconocerse la esencia residencial de estos barrios, sin imponer en su interior una mezcla de usos del suelo que solo puede producir deterioro.
Hay suficiente evidencia sobre el impacto negativo de cambiar el uso del suelo residencial por usos mixtos: en estos casos, se mantienen los mismos perfiles de vías y andenes, pero se pierden las franjas verdes de antejardines, la arborización y el espacio público.
Además, se dan cambios tipológicos en la arquitectura, al cambiarse las residencias por comercios o equipamientos. Cuando se consolidan actividades económicas en los barrios, se expulsa definitivamente al residente y se modifica la estructura arquitectónica de la zona. Se remodelan los edificios para convertirlos en locales comerciales y no se produce nueva arquitectura.
También se alteran los centros de manzana y se eliminan los jardines para construir sótanos. Se construye el subsuelo permeable, el primer piso se aísla de sus colindantes y se aumenta el índice de edificabilidad.
La manzana sufre subdivisiones y englobes, y pierde estabilidad porque el uso comercial demanda más cantidad de suelo. Se producen cambios drásticos en el paisaje urbano. Temporal o permanentemente, se estacionan vehículos en la acera, lo que entorpece la fluidez del tráfico y el andar peatonal.
¿Cuál es el camino?
¿Qué tal si esta versión POT se preocupara por conectar la ciudad, procurar suficiente suelo para actividades productivas en la periferia y completar el urbanismo en déficit de los barrios residenciales? ¿Qué tal que la Nación se preocupara por proveer el suelo para la vivienda de interés social (VIS) y de interés prioritario (VIP)?
Con el nuevo POT, el suelo para infraestructura militar no tendrá carácter de permanencia. Actualmente, dicho suelo está valorado con un valor catastral más bajo que el del estrato 2. ¿Será que ese suelo, magníficamente localizado, va a suplir la equitativa iniciativa de construir conjuntos residenciales para estos estratos sociales más vulnerables? Esa sería una visión de gana-gana.
La ciudad debe tomar decisiones para que sus ciudadanos permanezcan en sus territorios, con un tejido urbano y una identidad de las unidades residenciales fortalecidas. No se trata apenas de identificar economías de menor escala, que es una de las apuestas del POT. También es necesario conocer a fondo las necesidades de los barrios existentes y diferenciados de la ciudad.
Como han mostrado todas las consultas y las voces ciudadanas, los bogotanos quieren permanecer en sus lugares de origen. Casi todos los barrios residenciales no tienen más de ochenta años de construidos y sus habitantes originales aún viven en sus casas. En la ciudad central de hoy aún no se ha dado el cambio generacional que ya se dio en La Candelaria.
En estos barrios hay viviendas de estratos 3 y 4, cuyos habitantes merecen que el suelo se valorice mediante acciones que completen su urbanismo, y no que sean la mira para el desarrollo de vivienda de interés social. Esto podría llevar al empobrecimiento de una clase media pujante y a la pérdida de valor del suelo capitalino.
Por eso, la mejor decisión es proteger y mejorar la ciudad construida, reconocer los barrios residenciales existentes y, por supuesto, oír el clamor de los ciudadanos.