Es hora de repensar una de las banderas del gobierno Santos para que llegue a algún puerto útil e importante. Análisis crítico de los errores cometidos a la hora de diseñar la política de restitución de tierras de las víctimas de la violencia en el país.
Enrique Herrera Araújo*
Sin novedades en el campo
Según la Teoría de los Cisnes Negros de Nassim Taleb, estos son eventos inesperados pero llenos de consecuencias, que por lo tanto marcan un punto de inflexión en el curso de los acontecimientos.
Por ejemplo, el ataque terrorista a las torres gemelas reorientó para siempre la política de seguridad mundial o, en un plano personal, el momento sorpresivo en que conocimos nuestra pareja cambió nuestra vida. El futuro es indescifrable, impredecible y también desconocido porque está lleno de eventos extraordinarios, de cisnes negros.
Sin embargo, en el caso de la política de restitución de tierras en Colombia no ha habido cisnes negros porque sus malos resultados eran previsibles. Hubo falta de lectura del contexto y del territorio, y esta Ley de Victimas y Restitución de Tierras con tan buenos propósitos está fracasando porque fue elaborada en una burbuja aislada de la realidad rural y escrita desde las oficinas bogotanas por académicos sin ninguna experiencia en la gestión pública.
La Ley en cuestión fue concebida y redactada bajo el equívoco de que los problemas de tierras rurales podían resolverse fácilmente, cuando son una madeja compleja difícil de desenredar.
¿Ley para pocos?
![]() Comunidad de desplazados indígenas Embera-Katío del Resguardo Indígena de Tanela en Unguía Chocó. Foto: Unidad de Restitución de Tierras |
La política pública de restitución de tierras del presidente Santos buscó el retorno al campo de los campesinos desplazados por la violencia, pero sus impulsores no leyeron, por ejemplo, el documento Acceso a tierras y desplazamiento forzado en Colombia, escrito por Ana María Ibañez y Pablo Querubin, que indica que tan solo el 11 por ciento de los hogares quería retornar, mientras el 89 por ciento no quería hacerlo.
La mayor proporción de quienes querían regresar eran aquellos que tenían títulos de propiedad: solo un 5,5 por ciento, ya que en Colombia la informalidad de la propiedad rural es de cerca del 50 por ciento (y 5,5 es la mitad de 11). La razón de este bajo porcentaje es sencilla: el incentivo y la probabilidad de recuperar un predio aumenta con la “certeza” jurídica de la propiedad del inmueble.
Por el contrario, los que no deseaban volver son aquellos que son poseedores u ocupantes parcelarios, es decir, los que no tienen escrituras, títulos colectivos o resoluciones de adjudicación del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER) o de su antecesor el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA). La razón para esto es también simple: para ellos no hay ninguna seguridad y la probabilidad de recuperar el predio es mucho menor.
Tan solo el 11 por ciento de los hogares quería retornar, mientras el 89 por ciento no quería hacerlo.
Si a lo anterior se suma que la política pública sobre desplazamientos forzados no estimula el retorno al campo sino que a punta de subsidios pretende que la persona desplazada se asiente en el sitio de acogida (las ciudades), la intención de regresar es cada vez menor.
Como sostienen Ibañez y Querubin, “los individuos tras un período de tiempo logran adaptarse y consolidarse en su lugar de recepción lo cual disminuye el retorno”, porque la duración del desplazamiento ha incidido negativamente sobre el deseo de retornar. Además, este 5,5 por ciento de hogares que tienen documentos prediales y que querían regresar tiende a reducirse con el paso del tiempo.
Es decir que se crearon una política, unas instituciones, unos procedimientos y unas expectativas gigantescas para menos de un 5,5 por ciento de la población desplazada. La solución debió ser más fácil, más práctica y más creativa. Pero este contexto parece haber sido desconocido por los redactores de la Ley 1448 de 2011.
Por ejemplo, el ministro de Agricultura y Desarrollo Rural de la época, Juan Camilo Restrepo, impulsó la Ley y luego escribió en su libro La cuestión agraria que “casi la mitad de los predios rurales en Colombia no tienen título de propiedad registrada. Es este, sin duda, uno de los problemas centrales del sector agrario del país. 48% de los predios rurales inscritos en el catastro nacional -es decir, 1.7 millones de predios rurales- no están formalizados”.
No obstante, la Ley se basa en los supuestos de que la mayoría de los campesinos quería retornar, de que había formalidad rural y de que existía claridad jurídica sobre los derechos de propiedad en las transacciones comerciales. Igualmente, se daba por sentado que no habría confusión en la identificación, localización, extensión y registros de los inmuebles rurales en las Oficinas de Instrumentos Públicos. Todo esto resultó no ser cierto porque se legisló para Dinamarca estando en Cundinamarca.
Lo kafkiano y lo absurdo
![]() El Presidente Santos presenta el balance la iniciativa de Restitución de tierras del Gobierno Nacional. Foto: Presidencia de la República |
Por eso es hora de repensar la Ley, su enfoque y sus instrumentos. Estudios recientes desde todas las orillas ideológicas (Centro Democrático, el Polo o Human Rights Watch) insisten en que es preciso reorientar la política pública de restitución, si se quiere entregar resultados.
Lo ha dicho el senador Jorge Robledo cuando afirma que se necesitarán 500 años al ritmo en que van hoy para restituir 6 millones de hectáreas. Y esto también se ve en la película colombiana Un asunto de tierras, de Patricia Ayala, que retrata un camino tortuoso donde el aparato burocrático, procedimental y normativo (oficinas, formularios, registros, firmas, microfocalizaciones, colas y ambientes enrarecidos) son incomprensibles y desconcertantes para el campesino.
En términos literarios (en este caso kafkianos) podría decirse que el procedimiento de restitución de tierras también envuelve, como en la novela El Proceso, una angustia existencial, una condena y una sin salida: la del campesino que no puede o no quiere retornar.
Además de literario, este proceso también representa el mundo de lo absurdo, no por sus propósitos y fines, que son ética y moralmente indiscutibles y políticamente correctos, sino en sus resultados.
Absurdo porque, tal como dice Julio Cesar Londoño en su columna “Las cifras de la restitución”, “mientras el Estado ha invertido $ 837.000 millones en el proceso de restitución, los predios restituidos solo valen $ 263.000 millones; es decir, que lo invertido es 3 veces más que lo restituido”.
Y absurdo porque, de las 73.127 solicitudes presentadas, solo un 2 por ciento ha sido resuelto por los jueces, mientras el 84 por ciento está represado por la falta de microfocalización, es decir, por falta de asegurar la zona donde se va a restituir el predio.
Nadie gana
Aplicar las leyes sobre restitución ha resultado ser un juego de suma cero porque ese es su enfoque. Esto implica que si hay un ganador habrá irremediablemente un perdedor, que será, entre otros, posiblemente el Estado (y todos nosotros por pago de impuestos)- dados los cientos de demandas que le interpondrán-.
Esto es más evidente cuando la traza de una propiedad predial se construye a través de testimonios y oídas, documentos precarios y, por la alta informalidad, que muchas veces implica la falta de certeza acerca del titular del derecho, acerca de su tamaño y acerca de sus linderos.
Se crearon una política, unas instituciones, unos procedimientos y unas expectativas gigantescas para menos de un 5,5 por ciento de la población desplazada.
Así pues, en este caso no hay un juego de suma creciente o que procure ganadores netos, sino un proceso de restitución que fabrica por montones perdedores (aunque es evidente que debe haberlos en hechos delictivos y dolosos como estos).
Todo esto me recuerda el poema de Gonzalo Arango, “Elegía a Desquite”. Desquite era un asesino sanguinario y la elegía de Arango dice: “Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿No habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir? Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas”.
Eso es lo que ha pasado en toda la historia colombiana: la violencia se reinventa y de la violencia política de mitad del siglo pasado pasamos a la violencia guerrillera, a la del narcotráfico, al contrabando de gasolina, a la minería criminal, a las bandas criminales y a la combinación de todas ellas. Así vamos reproduciendo la violencia en un juego de suma cero.
Recuperar la confianza
La Ley 1448 de 2011 ha trasmitido desconfianza en el campo y ha sido usada irresponsablemente con fines políticos, ideológicos y electorales. Esto ha frenado la dinámica del mercado de tierras, la inversión en el campo, así como múltiples proyectos (como en la Altillanura) por la inseguridad jurídica de la propiedad rural. Es hora de transmitir a los empresarios del campo la confianza que también se le quiere dar a los campesinos.
La intención de este artículo fue señalar lo que no se debió hacer, para que a partir de allí se estructure lo que sí se debe hacer en el diseño de una política pública de tierras y de rentabilidad del campo, de manera creativa, práctica, propositiva y sin tantos sesgos ideológicos.
A fin de cuentas, ni el capital ni el poder están en el agro, como en el siglo XVIII, sino que residen en el capital financiero, inmobiliario, tecnológico e industrial del siglo XXI.
* Abogado, especialista en desarrollo regional y magister artis en gestión pública. Experto en tierras, desarrollo rural y asesor en Posconflicto.
@enriqueha