J. Balvin causó polémica al expresar su admiración por Chris Brown, un rapero acusado de golpear mujeres en varias ocasiones. ¿Pero acaso debemos censurar una obra para castigar los desatinos morales de su autor?
Daniela Álvarez*
Crítica moral: ¿inquisición o justicia?
Hace poco más de un año, en un artículo publicado por El País, Mario Vargas Llosa calificó al feminismo como el nuevo inquisidor de la literatura y aseguró que, con una ofensiva “anticultural”, condenaría a las grandes obras, aún no escritas, a desaparecer. Vargas Llosa también arguyó que quien juzga al arte desde una orilla ideológica siempre se verá en aprietos, pues su naturaleza —la del arte— se contrapone a lo tolerable y deseable en la cultura.
Como el escritor peruano, muchos críticos de arte rechazan los estudios biográficos por leer en la vida del artista marcas discursivas que pueden “contaminar” el juicio estético de la obra. Por supuesto, la pugna en torno a la valoración del arte no es nueva, sin embargo, el desenmascaramiento en aumento de casos como el de Michael Jackson —documentado en Leaving Neverland— y el auge de movimientos feministas, antirracistas y otros que Vargas Llosa calificaría de moralistas dado que juzgan el arte desde categorías que podrían denominarse extraestéticas, han agitado y reavivado el debate.
Recientemente, fue el cantante de reguetón J Balvin quien motivó esta discusión en redes sociales, al expresar su apoyo y admiración por Chris Brown, un artista estadounidense que ha sido acusado en diferentes ocasiones por maltrato físico a mujeres, siendo el caso de la golpiza a Rihanna el más recordado. Para muchos, la defensa que J Balvin hace de un maltratador, declarado culpable en 2009 por el caso de Rihanna y recientemente denunciado por violación en Francia, supuso el rechazo de su música y la promesa de no volver a seguirlo, ante lo que este respondió que su admiración por Chris Brown se debía a su talento y no a lo que sucede en su vida privada.
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El mito del artista como genio
La genialidad del artista es quizá el primer argumento que aparece cuando los hechos de su vida incomodan nuestro gusto por la obra. Que Caravaggio fuera un asesino y Picasso un misógino no es para muchos un motivo contundente para bajar sus cuadros de los museos, así como las producciones cinematográficas de Woody Allen y Roman Polański, ambos denunciados por violación, no han cesado de aparecer entre las más celebradas en la corta historia del cine, aunque algunos actores y grupos de espectadores han jurado no volver a trabajar con estos o ver sus películas.
La razón está en que a todos ellos se los ve bajo la figura del genio creador, cuya obra y talento son aportes invaluables a la humanidad y cuyos actos desdeñables no alcanzan a competir con su genialidad.
Esa fetichización del arte acaba por olvidar que está embebido en la cultura, en donde crea y legitima discursos. La experiencia estética está enrevesada con juicios éticos y además no se da en un espacio estéril. Siguiendo un caso como el del reguetón, el éxito de “Mi cama” de Karol G no se debe únicamente a las particularidades musicales de la canción, sino al hecho de que es una mujer la que canta sobre su placer sexual, así como la lectura de “Orlando” de la escritora Virginia Woolf no es la misma si se conoce su bisexualidad.
La pregunta que surge es, entonces, ¿dónde trazamos la línea entre lo que es o no relevante de la vida del artista en la recepción de su obra?
Esa fetichización del arte acaba por olvidar que está embebido en la cultura, en donde crea y legitima discursos.
Dentro de las distintas expresiones artísticas, son las performáticas las que dificultan más la separación de la persona y el artista. Particularmente en la industria pop, la creación de ídolos se basa en la sobreexposición de la imagen más allá del circuito musical. De esta forma, la obra de J Balvin no se limita a la producción de hits de reguetón, sino que aparece en su línea de ropa, sus publicaciones en Instagram y sus tuits. Su estilo, al que muchos definirían como auténtico, no ha de rastrearse entonces únicamente en el encuentro de las letras con el sintetizador, pues también se origina en las dosis diarias de J Balvin que entrega en las redes sociales, desde las que ha compartido su visión sobre salud mental, la situación de Venezuela y, recientemente, la separación de la vida artística de la personal.
![]() Foto: Facebook J Balvin. |
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Un punto medio
Aunque no logro verme del lado de quienes planean eliminar a J Balvin de sus vidas, considero ingenuo pensar que es posible desprenderse de las impresiones que tenemos de los artistas a la hora de enfrentarnos a sus obras. Por el contrario, me encuentro más cercana a la idea de César Aira de que la obra se quiere incompleta sin la presencia del artista o a ese permanecer excesivo de artistas como Marina Abramovic que en performances como “The artist is present” plantean la pregunta de si el artista no es acaso obra. Entiendo, por eso, a quienes en busca de coherencia ideológica decidieron despedirse de la música de J Balvin para no promover el discurso de quien —consciente o inconscientemente— respalda un abusador de mujeres en nombre del talento, sin que deban responder a las refutaciones que dicen que están pidiendo a J Balvin ser un faro moral.
Sin embargo, considero aún más interesante preguntarse por qué no existe un punto medio entre valorar a la obra en tanto obra y valorarla dependiendo del examen moral que se hace al artista. La respuesta a la que he llegado recae, una vez más, en la recalcitrante figura de genio creador que hemos heredado del romanticismo.
Hace poco leí en una entrada de blog la narración dolorida de quien descubre que el escritor noruego Knut Hamsun había regalado su medalla del premio Nobel a Joseph Goebbels a cambio de una entrevista con Adolf Hitler, al que admiraba profundamente. La desilusión del fan de Hamsun se convirtió en una disertación sobre por qué no ha de importar la vida del artista en la lectura de su obra.
Lo que llamó mi atención fue la imposibilidad aparentemente insalvable de reconocer lo valioso de una obra sin hacer del artista un mito, que ante la noticia de sus vínculos con un partido fascista se fracture. Pedir que la obra quede huérfana cuando su grandeza no es atribuible a una especie de equivalente moral en la persona que la produjo es hacer una lectura maniquea de los objetos culturales e imponerles un revestimiento inmaculado que no habrían de tener.
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Desacralizar la obra y el artista
La sacralización de la obra y del artista acaba por ser una operación de censura en todos los casos; ya sea porque se prohíba el disfrute de la obra de un artista tachado de inmoral o porque se desprenda el artista de la obra, como si no aportara nada a los sentidos que en esta pueden leerse. La respuesta a esa encrucijada podría encontrarse en el Ditchling Museum of Art + Craft, en Inglaterra, donde se inauguró una exhibición del artista Eric Gill en 2017, reconocido por sus esculturas del cuerpo humano y del que además se sabe por sus diarios que violó a sus hijas mayores en reiteradas ocasiones.
¿dónde trazamos la línea entre lo que es o no relevante de la vida del artista en la recepción de su obra?
Ante la disyuntiva entre exponer la obra de uno de los escultores británicos más importantes, censurando las obras que pudieran aludir a las violaciones y no realizar la exposición, los curadores del museo decidieron exhibir la obra de Gill, incluso con las piezas más polémicas, argumentando que esas también eran parte del trabajo del artista. Seguramente la experiencia estética de quienes asistieron a la exposición y se encontraron con la brutalidad del sustento material de la violencia de Gill fue diferente a la que pudieron tener de no estar esas piezas en la exhibición, pero no por eso menos intensa.
No creo que J Balvin, ni ningún otro artista, deba dictar la moral de quienes lo admiran, pero tampoco que deba redimirse por su apoyo a Chris Brown en nombre de su talento. Sus palabras podrían ser leídas como las de un hombre, inmerso en una sociedad patriarcal, con suficiente eco para rechazar la violencia contra la mujer que decidió, sin embargo, no hacerlo, sin que su condición de artista aminore o agrave la carga.
![]() Foto: Facebook: J Balvin |
Al fin de cuentas, si el artista es despojado de su calidad de genio, y la obra deja de considerarse sagrada, los que ahora rechazan a J Balvin por sus declaraciones podrían fácilmente reemplazarlo cuando el pueblo pida “reguetón, reguetón”. Ahora la reflexión habrán de hacerla quienes ven en el perreo el camino a la revolución: ¿puede el artista separarse de la obra?
*Ingeniera biológica de la Universidad Nacional de Colombia. Estudiante de Estudios Literarios de la Universidad Pontificia Bolivariana.