Silva previó la lógica implacable que une el progreso y la guerra en el imaginario de las élites. Y fue más lejos, se burló de ellas: nada ha cambiado en más de cien años.
Felipe Martínez-Pinzón*
La retórica del desarrollo
A veces las personas no buscan los discursos, sino que éstos encuentran sus canales para expresarse por intermedio de las personas. El discurso del desarrollo parece traer consigo una lógica propia.
![]() El poeta José Asunción Silva escribió una sola novela que nunca publicó, De Sobremesa. Foto: ciudadseva.com |
De izquierda o de derecha, quienes hablan del desarrollo, en mayor o menor medida, siempre apelan a la misma retórica: entusiasmo enfebrecido, propuestas cuyos ejecutores reales nunca son nombrados, creación de un nosotros victorioso, transformación de todo impedimento en obstáculo natural (nunca político) que será superado y, finalmente, la visión de un futuro de eterno mejoramiento.
En suma, el desarrollo es una narrativa de la velocidad, desconoce las particularidades del espacio para privilegiar el tiempo como su único vector de análisis. Es una línea recta que se pierde sobre un horizonte sin curvatura, en cuyo trayecto iremos todos haciéndonos más ricos.
Este discurso evade hablar del fin porque la llegada es un lugar. Ese silencio debe hacernos pensar qué mundo estamos produciendo con esa varita sospechosamente mágica del desarrollo.
La metáfora preferida por este discurso es un objeto en movimiento: la locomotora. Las metáforas del desarrollo suelen ser pocas pero persistentes. El siglo XIX fue pródigo en ellas: “civilización” se llamaba entonces al desarrollo). Tanto así que aún hoy seguimos empleando una usada hasta el cansancio por los civilizadores nuestros de hace poco más de un siglo: la locomotora como la máquina temporal que se traga el espacio para multiplicar el comercio.
El imaginario civilizador de Santos
El arsenal metafórico del proyecto civilizatorio colombiano en tiempos de Juan Manuel Santos ha cambiado bien poco. Tal como sus antecesores, el presidente sufre raptos enfebrecidos al poner en palabras el futuro de Colombia una vez sus “locomotoras del desarrollo” alcancen su máxima velocidad.
![]() El discurso que promociona la minería prefierehablar del dinero que traerá al país — esos billones sumados a los otros billones — mientras evade contarnos los detalles menos atractivos del proceso extractivo. |
Sus intervenciones al respecto se harían interminables si fuera preciso citarlas todas. Me limito, entonces, a tomar algunas de las palabras que pronunció el 18 de septiembre pasado:
“Esta mañana nada más estaba presentando los proyectos con el director de la Agencia Nacional de Infraestructura y con la Ministra de Transporte, los proyectos que tenemos para adjudicar en los próximos meses en materia de concesiones.”
“Es una cifra que nadie se hubiera imaginado posible hace apenas unos años: 40 billones de pesos. A eso le sumamos las ofertas que ya hemos recibido solamente en las asociaciones público-privadas: 18 billones de pesos.”
“Esas dos cifras suman 58 billones de pesos. (…) Y el país tiene una oportunidad muy especial por delante y si a eso le agregamos la posibilidad de paz, de un conflicto terminado en forma definitiva pues ahí –como dicen popularmente- a Colombia no la para nadie, como no están parando ninguno de los equipos de nuestra selección (…)”.
Esta intervención es singular, precisamente, porque el discurso del desarrollo —ese que suma y suma billones— cohabita aquí con una idea de fin: la del conflicto armado. Sin embargo el fin del conflicto aquí no es punto de llegada, sino principio del verdadero desarrollo.
La idea de finalidad sólo puede ser procesada por este discurso como nuevo comienzo. El fin del conflicto sólo significará que “en forma definitiva” a “Colombia no la para nadie”. A diferencia del desarrollo, el discurso de la guerra privilegia el espacio: selva para el escondite, desierto para la fuga o nieve para la estrategia.
Borrado el espacio de la ecuación una vez superada la guerra, de acuerdo con el Presidente el desarrollo podrá reinar a sus anchas. Esto implica disociarlo del discurso de la guerra con iguales o peores consecuencias que desagregar antinaturalmente el tiempo del espacio.
Por eso, por ejemplo, el discurso que promociona la minería prefiere hablar del dinero que traerá al país — esos billones sumados a los otros billones — mientras evade contarnos los detalles menos atractivos del proceso extractivo.
Hablar de ello implicaría mostrar los paisajes que la minería crea: inmensos socavones áridos, lechos donde antes hubo ríos y enclaves de avanzada tecnología en medio de caseríos empolvados. Estas prácticas no sólo producen paisajes en todo similares a espacios de guerra, sino que son producto, en no pocos casos, de prácticas bélicas: explosiones sistemáticas avanzadas de ejércitos privados, despojo de tierras a mano armada, o, directamente, amenazas a quienes obstaculicen la extracción.
Pienso que debemos concebir otras narrativas para nuestra historia distintas al enfebrecido discurso del desarrollo. Pero también, por la misma razón, tenemos que imaginarnos otras formas de relacionarnos con nuestro espacio (sobre todo el selvático) distintas a la guerra.
En esa tarea nos va nuestro futuro como nación. Imaginarnos un país en paz pasa por pensar a Colombia desde una espacio–temporalidad distinta a aquella que privilegian ambos discursos. La literatura y la historia, al abrir posibilidades de pensar el pasado, pueden ayudarnos en la tarea de imaginar futuros distintos.
De regreso al siglo XIX
Aterradoramente, el siglo XXI se me parece al siglo XIX. Y digo aterradoramente porque los avances tecnológicos de hoy permiten llevar a cabo las fantasías frustradas de los civilizadores de antaño. Fantasías que, pasadas por una pátina de condescendiente ambientalismo, son las mismas de los civilizadores actuales: la “reducción de salvajes” de la que hablaba Rafael Uribe Uribe, la desaparición de las culturas afro que deseaba José María Samper o los sueños de deforestación de Francisco José de Caldas.
Ya que en el siglo XIX encontramos los problemas que hoy los irredentos civilizadores quieren solucionar con parecidos métodos, propongo devolvernos a ese siglo para encontrar formas de pensar la coyuntura actual a la que nos empuja el modelo desarrollista.
El poeta José Asunción Silva escribió una sola novela que nunca publicó, De Sobremesa. Encorsetada bajo el género de un diario, la novela semi–autobiográfica trata de las correrías por Europa del poeta millonario José Fernández.
Una vez de regreso a un lugar innombrado de la América tropical – pero fácil de adivinar – el poeta va leyendo su diario durante la sobremesa a sus amigos. La entrada del 10 de marzo en su diario ficcional son las páginas más lúcidas de la literatura latinoamericana del siglo XIX.
En ellas el poeta cuenta cómo decidió huir de la atmósfera decadente de París y cómo, en medio de su retiro bucólico en los Alpes suizos, concibió “el plan” para sacar a Colombia de la barbarie.
En estas página, el personaje de Silva teatraliza lo que muchos políticos (de entonces y de ahora) se tomaban en serio como proyecto político: trasplantar, literalmente, la biota europea — animales, gentes, plantas—al trópico americano.
Este plan solamente se puede llevar a cabo, como lo propone sin pudor Fernández y lo sabe bien Silva, mediante un genocidio donde mueran “miles de infelices indios”, como dice el poeta. He aquí una muestra del tono utilizado por el personaje de Silva en su plan de desarrollo:
“El país es rico, formidablemente rico y tiene recursos inexplotados, es cuestión de habilidad, de simple cálculo, de ciencia pura, resolver los problemas actuales. En un ministerio, logrado con mis dineros y mis influencias puestas en juego, podré mostrar algo de lo que se puede hacer cuando hay voluntad. (…) vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos (…) blancos y rápidos vapores que anulen las distancias y lleven al mar los cargamentos de frutos y convertidos éstos en oro en los mercados del mundo, volverán a la tierra que los produjo a multiplicar, en progresión geométrica, sus fuerzas gigantescas.”
El plan de Fernández contempla convertir la capital en París, levantar estatuas a los héroes europeos y abrir jardines con plantas del Norte temperado; es decir, crear una continuidad espacial entre Europa y el trópico como única forma en que el desarrollo puede imaginar nuestro espacio.
Este plan sólo se puede cumplir, sin embargo, a través de la guerra: “veo mentalmente –escribe el poeta—la transformación del país en los personajes que me acompañarán en cada época y en cada escena de la tarea [civilizadora], desde la entrada a la capital, a sangre y fuego entre el estallido de las bombas (…)”.
En el gesto de hermanar el discurso del desarrollo con el discurso de la guerra —ver cómo ambos se aúnan en su delirio y en su terror— está la radical modernidad de José Asunción Silva.
Lejos de las manidas representaciones del poeta como un afrancesado a 2.600 metros sobre los Andes, Silva logró burlarse del discurso de sus pares como nadie antes que él, precisamente por pertenecer a la élite bogotana de su tiempo, con toda la carga de sensibilidades afines, pero también de conflictos internos. Silva no es el poeta de salón, cínico, sensiblero y fatuo. Esa caricatura de curso corriente es la que lo ha disciplinado y empobrecido.
Por el contrario, es nuestro profeta más actual y acertado: la crisis ambiental y humanitaria de la Colombia de hoy es la fantasía civilizatoria de Fernández en proceso de cumplirse, más de cien años después de ser descrita en De sobremesa.
Silva comprendió mucho antes lo que escribió el filósofo judío–alemán Walter Benjamin cuando pretendió, sin suerte, escapar de la Europa infernal de 1940: todo documento de la civilización es un documento de la barbarie.
* Ph.D. en literatura latinoamericana de la Universidad de Nueva York (NYU), profesor de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY) en el College of Staten Island;
@martinezpinzon