Dos debates recientes reviven la confusión alrededor del laicismo y el lugar de la religión en nuestra sociedad. A qué se debe la confusión, cuáles son sus consecuencias, cuál es la realidad y qué puede aportar la religiosidad a la democracia.
Carlos A. Manrique*
Un dilema que no existe
A raíz de los debates sobre la tributación de las iglesias y la remodelación de una capilla en el aeropuerto El Dorado, renació la controversia alrededor del “laicismo” y de la “religión”.
Estas discusiones han sido casi siempre airadas, y a veces exasperadas. Sensibilidades quizás inevitables —y con seguridad sintomáticas de nuestros dramas históricos— se exasperan al punto de llevarnos a pensar que “el laicismo” y “la religión” se oponen entre sí: que el laicismo le quita terreno a la religión, o que la religión le quita terreno al laicismo.
Pero creer que esto es así nos impide comprender el desarrollo histórico de las relaciones entre laicismo y religión, que lejos de ser opuestos, han sido y siguen siendo hoy más que nunca, realidades interconectadas y mutuamente constitutivas.
El laicismo no es lo contrario de la religión, ni lo que frena su influencia, sino la forma como los Estados liberales definen qué es la religión para gobernarla de cierta forma y decidir cómo puede o no puede existir en la sociedad. Las religiones no se oponen al laicismo, sino que han buscado interpretarlo y negociar con los Estados liberales un régimen jurídico que respete y garantice su autonomía.
Dos laicismos diferentes
El laicismo no es una norma absoluta y abstracta, sino una serie de procesos históricos concretos y diferenciados. Aunque estas diferencias son casi únicas de cada país, hay un consenso en distinguir al menos dos tipos de laicismos.
- El que concibe la relación entre Estado e iglesias como una “libertad defensiva frente a la religión” (freedom from religion), y se conoce como laicismo negativo,
- Y el que entiende esta relación como una “libertad para la religión” (freedom for religion), y se conoce como laicismo positivo.
El primer tipo de laicismo reconoce a la religión un lugar en la sociedad, pero dentro de los límites estrictos que le imponga el Estado: si se exceden esos límites, la religión se vuelve una amenaza, explícita o latente, para la vida social de las democracias modernas. El principal exponente de este tipo de laicismo negativo fue la laicité que viene de la Revolución Francesa.
El segundo tipo de laicismo se asocia con el cambio de la relación entre Estado e Iglesias en Estados Unidos que se plasmó en Primera Enmienda a la Constitución (1791): la inexistencia de una religión oficial garantiza que el Estado no limite la libertad religiosa de los ciudadanos, cuya defensa es lo realmente importante. En esta versión del secularismo, la religión no es una amenaza para el Estado, sino un derecho individual inalienable —y más aún, una fuerza constructiva y vital para la sociedad—.
Un problema insoluble
Tanto el laicismo negativo de Francia como el laicismo positivo de Estados Unidos fueron respuestas a realidades históricas específicas y disímiles: los regímenes monárquicos en la Europa continental, por un lado, y la persecución que sufrieron los intensamente devotos peregrinos que fundaron los Estados Unidos. Los dos modelos, sin embargo, surgieron hace dos siglos y muy lejos de nosotros.
Pero independientemente del contexto social y cultural, las variantes del laicismo en las democracias modernas abordan de maneras distintas el asunto de la separación entre iglesias y estado, y el de la libertad de las y los ciudadanos para practicar su religiosidad.
Ahora bien, como señala por ejemplo el excelente libro de Winnifred Sullivan (The Impossibility of Religious Freedom), esta negociación ha estado siempre atravesada por una paradoja: la no identidad entre iglesias y Estado implica que el Estado gobierna sobre las iglesias, y para hacerlo tiene que definir qué es la religión; pero entonces el Estado se inserta sin reconocerlo en el campo de la teología y puede actuar de manera sesgada o excluyente, pues admite ciertas religiones o prácticas religiosas pero excluye otras.
El ejemplo paradigmático de esa paradoja del laicismo es la ley Stasi de 2005 en Francia, que prohibió el uso del hiyab por parte de las niñas musulmanas en las escuelas públicas por considerar que esta prenda amenazaba la laicidad del Estado. Definida como creencia interna de un individuo que se manifiesta de manera accidental y secundaria en símbolos materiales, la “religión” aceptada por el Estado Francés excluye la dimensión material, corporal, comunitaria y relacional del Islam como forma de vida.
Claridades necesarias
Este breve recuento histórico nos ayuda a disipar algunos malentendidos:
- El laicismo y la religión no son fenómenos opuestos, sino mutuamente constitutivos en la historia de los Estados modernos: Los laicismos han definido lo que las religiones pueden o no pueden ser en el seno del Estado, y las religiones han apelado al laicismo como garantía de sus libertades y derechos.
- El laicismo no es sinónimo de pluralismo social. Es un dispositivo de gobierno que en ocasiones lleva a la exclusión discriminatoria (como en el caso de la ley Stasi).
- El laicismo (en su vertiente francesa) o el secularismo (en su vertiente norteamericana) no es una cuestión de principios abstractos y absolutos, sino de circunstancias históricas, formas de gobierno, sistemas jurídicos, vida comunitaria, y por lo tanto de tensiones y negociaciones políticas.
- El valor o la función política del laicismo va a depender entonces de cuales sectores sociales se encarguen de definirlo, y éstos bien pueden ser ciertos grupos religiosos. En Colombia, por ejemplo, el laicismo de la Constitución del 91 y su desarrollo legislativo han sido una bandera de las iglesias evangélicas, y sus representantes en el mundo político han tenido un protagonismo decisivo en su implementación (tanto a través ley 133 de 1994 como a través de la Política Pública de Libertad Religiosa de 2016).

Los males del dogmatismo
Así podemos navegar mejor por los desafortunados malentendidos suscitados por los debates recientes.
Por ejemplo, con respecto a la reforma tributaria. La sospecha de algunos representantes que invocan el “laicismo” contra las iglesias como espacios de potencial engaño, abuso, manipulación, ambición, movilizan un sesgo discriminatorio muy fuerte hacia las formas diversas de religiosidad, que luego intentan corregir distinguiendo entre las buenas iglesias (que cumplen un servicio social) y las malas iglesias (los “negocios”).
Como todos los dogmatismos, este tipo de laicismo no permite una mirada abierta, atenta, y cuidadosa a la realidad, y por eso resulta en errores jurídicos y en errores políticos:
– La ley de libertad religiosa y de cultos de 2016 se refiere a las iglesias en general y no hace ni podría hacer una distinción entre las buenas y las malas porque eso sería discriminatorio y antiliberal: un Estado que decide cuales religiones son aceptables o cuáles no infringe la libertad de culto de sus ciudadanos. El laicismo siempre implica esta decisión en cierto grado, pero de manera mesurada y tácita; hacerla explícita destruye el laicismo (en lugar de defenderlo), pues contraviene la libertad religiosa, una de sus principales facetas.
-Quienes emprenden esta cruzada contra ciertos sectores evangélicos poderosos invocando el laicismo, pasan por alto que esos sectores no ven el laicismo del Estado colombiano como una amenaza, sino como una conquista que comenzó en la Constitución de 1991 y que además les permite consolidar su proyecto político. Estas iglesias han tenido gran peso en definir qué significa el laicismo en el caso del Estado colombiano.
El laicismo positivo de Colombia
Pero, además, ese laicismo dogmático es una forma del laicismo “negativo”, y por lo mismo ignora que la Política Pública de Libertad Religiosa en Colombia (2016), aboga por un laicismo “positivo”, donde distintas formas de religiosidad o espiritualidad no son una “amenaza”, sino un aporte valioso para el bien común.
El laicismo positivo abre una ventana para reconocer y apreciar el enorme trabajo político y social que iglesias y comunidades religiosas, así como los tejidos sociales asociados con las espiritualidades étnicas, han hecho en los lugares más recónditos y golpeados por la violencia, en defensa de la justicia social, ambiental, racial, allí donde éstas se ven más vulneradas; y en relaciones muy cercanas con diversos movimientos sociales de base.
Pero dicho reconocimiento contradice también la idea de que la religión es un asunto individual y privado, o la idea consecuente de que el espacio público debe ser religiosamente aséptico: esto es lo que hay detrás del debate sobre la capilla del aeropuerto como un lugar de culto “neutro”. Pera en la larga historia de la humanidad, nunca ha existido una forma de religiosidad que sea sensorial, material, o perceptivamente “neutral”. Suponer eso es simple ignorancia.
La voz profética
Mientras que aquí los movimientos que se dicen progresistas adoptan este laicismo dogmático, en Chile unas monjas, las Carmelitas Descalzas, aportan reflexiones de mayor resonancia en favor del “apruebo” para la nueva Constitución. En ese interesante documento, el relato de la Virgen de Guadalupe y el indígena Chichimeca Juan Diego muestra el nexo indisoluble entre el catolicismo popular latinoamericano y la historia de las luchas por la justicia social, ambiental y racial de los pueblos más violentados en el continente. Y encuentra en ese relato y esa tradición una fuerza espiritual que puede ensanchar y robustecer las aspiraciones de los sectores más marginados de nuestras sociedades. En lenguaje teológico se llama “voz profética”, y ha sido la vía a través de la cual las religiones han sido una fuerza potente de crítica social y un impulso hacia formas de vida más justas y hospitalarias.
El laicismo dogmático de ciertos sectores de nuestro “progresismo” hace lo mismo que cualquier dogmatismo: empobrece nuestra comprensión y experiencia de la realidad.
*Doctor en Filosofía por The University of Chicago (2009), y M.A. en estudios interdisciplinarios de las religiones de la misma Universidad. Profesor Asociado del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes. Miembro de “Estética y Política” de Minciencias, y “Re-invenciones de lo común” de la Facultad de Ciencias Sociales de Uniandes. Sus principales áreas de investigación son movimientos sociales y democracia, y religión y política en el mundo contemporáneo.