
Las inequidades históricas que sufren los jóvenes olvidados de Cali, junto con el encierro y la represión estatal, se hicieron visibles en un poderoso y esperanzador estallido social.
Boris Salazar*
Una vieja conocida
La muerte violenta no es una desconocida para los jóvenes de la ladera y el oriente de Cali. Los mismos que desde el 28 de abril han enfrentado con valor y determinación admirables el cerco militar impuesto por las fuerzas de la Policía, el ESMAD y el GOES que, bajo la figura de la “asistencia militar” y con el propósito de “recuperar el orden”, ocuparon la ciudad y ya han cobrado las vidas de 16 jóvenes.
Pero esta vez la muerte violenta no llegó como es usual, en encuentros callejeros fortuitos, en enfrentamientos por rencillas personales o por agravios al honor, en operaciones de “limpieza social”, en masacres realizadas por grupos de vigilancia privada, en peleas por un pedazo de territorio, o en robos que acabaron mal. No llegó por ninguna de las modalidades en las que, cada año durante los últimos treinta años, son asesinados entre 300 y 500 jóvenes de la ladera y el oriente de la ciudad.
Llegó con un rostro bien conocido —el de la represión estatal— pero en un contexto inédito: el de la protesta social y política. Las muertes “usuales” acababan en el agujero negro los homicidios diarios de la ciudad, haciéndolos invisibles. Pero los recientes asesinatos de jóvenes —inclusive de menores— cometidos por los uniformados que debían protegerlos, se hicieron virales, en tiempo real por las redes sociales de Colombia y el mundo.
¿Cómo ha sido posible ese cambio sorprendente en la perspectiva que tenemos sobre las muertes violentas de los jóvenes de las comunas más pobres de Cali? ¿Cómo dejaron de ser invisibles? ¿Cómo pasaron, de un momento a otro, de la oscuridad a la luz?
Unión diversa y organizada
Lo que ha estado ocurriendo en Cali, ante los ojos sorprendidos del mundo entero, es el ingreso a la sociedad —de la que siempre habían estado excluidos— de miles de jóvenes de las comunas y barrios del oriente y de la ladera. Un ingreso político en la forma de una revuelta social espontánea que ha reconfigurado la organización urbana de la ciudad, junto con barrios, parches, combos, pandillas, jóvenes independientes, barras deportivas “que antes no se podían ni ver”, como dijo un líder de Puerto Resistencia, unidos en un todo integrado y diverso que ha puesto patas arriba las configuraciones del poder en la ciudad.
Las decisiones del gobierno han tenido un papel crucial en el tamaño del estallido social. Como ha ocurrido en tantos levantamientos populares en el mundo a lo largo de la historia, el gobierno contribuyó con efectividad suprema a convertir una multitudinaria protesta pacífica, con algunos episodios de violencia contra la propiedad, en un alzamiento popular gigantesco y prolongado.
Cuando una multitud es atacada por fuerzas estatales dispuestas a disparar hay dos caminos posibles: o el baño de sangre disuelve a la multitud, neutraliza su ímpetu y el “orden” regresa, o la multitud reacciona, se reorganiza y aumenta. En la segunda vía, la represión armada juega un papel similar al que juega un cambio de temperatura para algún material sólido o líquido: las moléculas, antes separadas, ahora se unen formando un todo organizado mayor.
En Cali, ese todo organizado tomó la forma de concentraciones en 20 puntos de la ciudad, desde donde han resistido con la cooperación y la solidaridad de los vecinos en los barrios populares. Pero también con la oposición armada de vecinos vestidos de blanco en el muy exclusivo Ciudad Jardín, y la oposición civil y desarmada de los vecinos del oeste que, mediante el diálogo, llegaron a un acuerdo con los manifestantes.
En Ciudad Jardín, el domingo 9 de mayo, una caravana de buses escalera que transportaba víveres y miembros de la Minga Indígena fue atacada a tiros por civiles armados que hirieron a ocho personas y dejaron en estado de gravedad a Daniela Soto, una estudiante de comunicación que intentaba dialogar con los exasperados vecinos.
Esta diferencia entre las relaciones que tienen los manifestantes con las comunidades afectadas por los puntos de concentración y por los bloqueos, refleja la profunda segregación urbana, social y étnica que separa a los habitantes de la estrecha franja central, que atraviesa la ciudad de sur a norte, de los habitantes de la ladera y el oriente.
Lo que ha estado ocurriendo en Cali, ante los ojos sorprendidos del mundo entero, es el ingreso a la sociedad —de la que siempre habían estado excluidos— de miles de jóvenes de las comunas y barrios del oriente y de la ladera.
La primera es la ciudad rica, blanca, que concentra parques, hospitales, clínicas, universidades, colegios, centros deportivos, museos, comercio y la mejor infraestructura urbana de la ciudad. La segunda es la ciudad mestiza, indígena y negra, conformada en su mayoría por desplazados del conflicto armado, que asoló el sur y al pacífico durante los últimos treinta años, y por los descendientes de trabajadores que llegaron hace más de sesenta años a construir el ferrocarril del pacífico. Una ciudad sin universidades, ni instalaciones deportivas, ni parques, ni zonas de recreación, ni hospitales de alta capacidad.
Los jóvenes de la Cali olvidada
Los jóvenes que viven en la ciudad excluida tienen una expectativa de vida siete años menor que la de un caleño promedio, las más altas tasas de desempleo, una probabilidad más alta que el promedio de acabar en empleos informales, precarios o ilegales, de desertar de la educación secundaria, de caer en la pobreza, de ser encarcelados, y de ser víctimas de la violencia letal. En conjunto, están en una situación de desigualdad concentrada, viviendo vidas de alto riesgo multidimensional, que ninguna compañía de seguros podría asegurar.
Pero había algo más significativo todavía: esos jóvenes eran invisibles para la sociedad. No tenían nombre ni rostro ni identidad. Ni el gobierno nacional, ni el local, ni los partidos políticos, ni las instituciones del Estado, ni los “ciudadanos de bien”, los reconocían como ciudadanos, mucho menos como iguales. El Estado los identificaba como delincuentes y criminales, activos o en potencia, que debían ser vigilados y reprimidos y sobre quienes debía descargar toda su fuerza punitiva. En ocasiones, algunos empresarios, equipos y veedores deportivos veían en ellos posibles estrellas de fútbol o bailarines de salsa, y les daban el tratamiento correspondiente.
Pero nada de eso, por sí solo, explica lo ocurrido. Las diferencias sociales, económicas, culturales y urbanas siempre habían estado allí, y no habían llevado a una explosión juvenil como la que hoy está ocurriendo. Un poco después del paro nacional del 21 de noviembre de 2019, llegó la pandemia de la COVID-19 y con ella el control social del contagio mediante el confinamiento total y los toques de queda.

Las razones: encierro, humillación y represión
Los efectos del encierro no fueron igualitarios. No sólo porque la mayoría de sus habitantes tenían empleos informales y precarios, que exigen la interacción física en las calles, ni porque miles de familias cayeran en la pobreza monetaria y muchos hogares no tuvieron sino para una sola comida al día. Los efectos del encierro no fueron igualitarios porque las condiciones espaciales en que habitaban hacían que el encierro ordenado fuera vivido como una humillación mayor y deliberada.
Ya desde antes de la pandemia debían llevar su vida en las calles debido al muy reducido espacio interior de sus viviendas. Los 3 o 4 m2 habitables por persona, donde vivían y viven la mayor parte de habitantes de la ladera y del oriente, hicieron imposible obedecer las exigencias de aislamiento total y preventivo ordenadas por las autoridades.
Pero esa vida en las calles estaba limitada por las llamadas “fronteras invisibles” que dividen el territorio entre pandillas y bandas rivales que, al no poder dejar de ser vecinas, habían encontrado una fórmula de seguridad encerrando a sus propias comunidades. A ese encierro se sumó el encierro decretado por las autoridades y los métodos arbitrarios y despóticos como fue impuesto a las comunidades.
Los choques de la policía con jóvenes, vecinos y comunidades enteras se multiplicaron durante los meses de confinamiento, llevando a una tensa situación de conflicto y de resentimiento. Una y otra vez, las comunidades, y particularmente los jóvenes, tuvieron que enfrentar el rostro represivo, violento y arbitrario del gobierno y de la policía locales. La rabia, la humillación y la desesperación fueron aumentando en un proceso de acumulación recursiva de energía que debía ser liberada de alguna manera.
Cuando una multitud es atacada por fuerzas estatales dispuestas a disparar hay dos caminos posibles: o el baño de sangre disuelve a la multitud, neutraliza su ímpetu y el “orden” regresa, o la multitud reacciona, se reorganiza y aumenta.
Esa liberación llegó con el paro nacional y con la respuesta violenta del gobierno central. Las noches en el sector Siloé, el más emblemático de la ladera, se convirtieron en noches de horror en las que cientos de policías, usando armas automáticas y apoyados por un helicóptero y drones, daban caza a los jóvenes por las intrincadas calles del barrio. A pesar de los esfuerzos militares—o, quizás, gracias a ellos—el movimiento no terminó ni en Siloé ni en los otros puntos de concentración hostigados por la fuerza pública.
Como ocurre con frecuencia en las rebeliones populares, la indignación y la rabia dieron paso al descubrimiento de la fuerza de la unidad y a la esperanza que produce tener, por fin, después de tantos años de oscuridad y silencio, una identidad y una voz propias. Pero también la flexibilidad para entender que, si bien los bloqueos habían logrado que el gobierno mostrara alguna voluntad de diálogo, habían conducido a un bloqueo auto-infligido y al desabastecimiento y hambre para todos. Algo que siempre habían pretendido, y siguen pretendiendo, los enemigos de la movilización social.