
Contrariamente a lo que dice la prensa y creen muchos, los ataques a estatuas y monumentos van mucho más allá del “vandalismo”.
Manuel Salge Ferro*
¿Qué está pasando?
Los ataques contra monumentos y el reemplazo de estatuas que han tenido lugar durante el paro nacional han puesto de presente la importancia de revisar las narrativas oficiales y de incluir memorias y voces disidentes o grupos marginados a lo largo de la historia.
La ampliación y la democratización del concepto de patrimonio cultural explican este fenómeno. A principios del siglo XX, se trataba de un dominio disciplinar que le rendía culto a la monumentalidad y la materialidad. En contraste, hoy es un campo de diálogo abierto en el que las comunidades disputan el significado de diversos objetos, prácticas y lugares.
Durante el último año el mundo entero ha presenciado ataques contra monumentos que simbolizan la opresión por un motivo u otro. Al arremeter contra ellos, los ciudadanos manifiestan la tensión entre la memoria e identidad oficial y la memoria e identidad reales, es decir, que gran parte de la sociedad no se siente identificada con lo que dichas estatuas representan.
En 1992, durante la conmemoración de la llegada de los conquistadores europeos a América Latina, hubo un auge de intervenciones contra monumentos históricos, y en los últimos años, esta práctica se ha vuelto habitual en las protestas sociales de países como México, Chile y Ecuador. En Colombia, el derrumbe de la estatua de Sebastián de Belalcázar ejecutado por miembros de la comunidad Misak se convirtió en un hito que ha resonado en las manifestaciones siguientes.
Hoy se han derribado estatuas de conquistadores como Quesada, Belalcázar, Ospina y Medinilla, de próceres de la independencia como Nariño, de políticos ilustrados como Julio Arboleda, Gilberto Alzate Avedaño y de expresidentes conservadores como Misael Pastrana en Cali, Neiva, Manizales, Pasto, Popayán y Bogotá.
Estos acontecimientos permiten afirmar que para muchos ciudadanos los monumentos son testigos materiales de la historia y no simplemente figuras bellas. Sin duda, son objetos que celebran la vida y obra de ciertos personajes, pero también son espacios simbólicos de disputa política. En definitiva, son un palimpsesto cambiante lleno de significados.
En Colombia, los ataques a los monumentos tampoco son un tema nuevo: hay antecedentes de destrucción, aplicación de pintura e intervenciones con prendas de vestir. No se ha dado, sin embargo, una reflexión colectiva sobre las historias que cargan consigo los monumentos. En cambio, hemos tenido una puja irresoluble entre el discurso oficial que defiende los valores tradicionales y los sectores marginados que abogan por la inclusión de otros valores, temporalidades y materialidades.

Una invitación al diálogo
El gobierno ha optado por tildar de “vandalismo” los ataques contra los monumentos. Esta actitud supone erróneamente que los “buenos” defienden los bienes públicos y los “malos” los atacan, e impide reflexionar serenamente sobre las causas e implicaciones de este fenómeno. Debemos aceptar que los ciudadanos quieren resignificar los monumentos que adornan las calles, y abrir espacios de diálogo sereno sobre qué se debe hacer del espacio público.
El emplazamiento de una figura que representa a Dilan Cruz en el pedestal vacío que dejó la estatua de Quesada, la intervención a la Pola llevada a cabo por algunos estudiantes de los Andes, el lápiz gigante que los manifestantes pusieron en las manos de Bolívar para reemplazar la espada destruida en el Monumento a los Héroes, y el emplazamiento de una cabra en el pedestal vacío de Belalcázar en Cali son formas de diálogo que merecen ser reconocidas por los gobernantes y la sociedad. Por qué estas acciones son diferentes de los murales cubiertos con pintura o de la intervención de espacios simbólicos como el contramonumento.
Los monumentos son objetos que celebran la vida y obra de ciertos personajes, pero también son espacios simbólicos de disputa política. Son un palimpsesto cambiante lleno de significados.
Es evidente que los monumentos han perdido el principio de autoridad que los mantuvo en pie durante siglos. Los funcionarios y expertos deberían ir más allá de sus lentes institucionales e individuales para reconocer el entramado de significados, temporalidades y sentimientos que encarnan las estatuas. Es hora de aceptar que los monumentos se cargan con los deseos de los ciudadanos que interactúan con ellos en distintos tiempos y espacios.
Quizás también sea hora de reconocer que el patrimonio emocional es tan importante como el patrimonio oficial. Y que el patrimonio debe ser un bien público, no de unos pocos.
Reivindicaciones simbólicas
Para avanzar en esa dirección, es necesario considerar que todos los días experimentamos entrecruzamientos entre el pasado, el presente y el futuro: ideas, objetos y personajes de distintas temporalidades saltan con facilidad de un universo narrativo a otro. Nuestra época es un cruce de caminos donde la simultaneidad es una constante. Los conceptos de “iconoclash” y “crossover” pueden ayudar a entender el fenómeno
La idea de la cuarta pared que separa a los actores de los espectadores en el teatro se ha derrumbado. En la actualidad, los monumentos no son un monólogo que tiene lugar en las calles, sino un diálogo del que los ciudadanos participan porque han dejado de ser espectadores pasivos. Ahora forman parte de la puesta en escena.
La caída de la cuarta pared invalida la teoría según la cual el patrimonio es “sagrado” y no puede ser criticado ni derrumbado. Así mismo, nos invita a interpretar cuidadosamente las motivaciones de los ciudadanos que deciden arremeter contra estatuas y monumentos en vez de tildarlos de “vándalos”.
Debemos aceptar que los ciudadanos quieren resignificar los monumentos que adornan las calles, y abrir espacios de diálogo sereno sobre qué se debe hacer del espacio público.
En realidad, estos actos pueden ser vistos como reivindicaciones o rituales simbólicos que permiten articular relatos colectivos que refuerzan la cohesión social.
Paradójicamente, este tipo de intervenciones pueden conseguir lo que no lograron las estatuas oficiales: proponer un proyecto de nación compartido con símbolos de referencia para el futuro.
La reivindicación popular llegó para quedarse. Los actos de memoria, disputa y celebración serán una constante. Las estatuas seguirán siendo derrumbadas y reemplazadas, independientemente de la nostalgia de los sectores más conservadores. Tiene poco sentido aferrarnos a la idea de que el patrimonio es eterno y sagrado. Ha llegado la hora de que brillen las nuevas ciudadanías.