
El legado de la jueza estadounidense invita a las abogadas colombianas a
proseguir la lucha por la igualdad ante la ley y por obtener el reconocimiento que hoy se reserva a los colegas del sexo masculino.
Lucía Camacho*
Una lucha necesaria
Se cumplió una semana del fallecimiento de Ruth Bader Ginsburg (RBG), jueza de la Suprema Corte de los Estados Unidos, y parece que ya todo ha sido dicho sobre su vida y contribución a la lucha por la igualdad de género, a la que sirvió por más de seis décadas.
Una ausencia que quizá solo pueda ser superada con la llegada de “dos, tres, incluso más mujeres”, tal y como ella lo soñó un día, deseando que ojalá fuesen mujeres hechas a partir de un molde diferente, sugiriendo que la diversidad de opiniones y de contextos es la clave que enriquece la actividad de los administradores de justicia.
Si hubiera que mapear los consensos entre las columnas de opinión que en el país han dado cuenta de los logros y triunfos de “Kiki”, como fue conocida por familiares y amigos, podríamos advertir fácilmente cómo, de manera común, se menciona su incansable trabajo por exponer lo dañinos que son los estereotipos de género, tanto para los hombres como para las mujeres.
Es cierto que las inequidades producto de la discriminación basada en el género habían hecho parte de su experiencia como mujer en una profesión que hoy todavía invisibiliza en buena medida la presencia y aporte de las abogadas en su propio medio. Basta nada más con ver la frecuencia con que se denuncia en redes la realización de eventos jurídicos solo con expositores hombres, los llamados “máneles”, para dar cuenta de la actualidad de ese hecho o de la manera en que sigue sin ser reconocida la labor de nuestras juezas.
Su trabajo no era tanto un producto de un interés exclusivamente académico, como un reflejo de las luchas que ella misma había tenido que dar en carne propia durante su trayectoria académica en Cornell, Harvard y Columbia, universidad en la que obtuvo su título de abogada.
Anécdotas personales, como aquella en las que Ruth tuvo que pedir a un colega que fuera en su lugar a una biblioteca a la que solo podían acceder hombres o la simple ausencia de baños para mujeres en su facultad, dan cuenta de la hostilidad hacia la mujer en una profesión y una época que contribuyeron a sembrar para siempre en ella la pregunta última de la igualdad: ¿por qué hombres y mujeres reciben un trato distinto?
La importancia de las palabras
Su trayectoria como profesional, académica y jueza del Circuito de Apelaciones del Distrito de Columbia, tal y como dijo Bill Clinton al proponer su nombre para el cargo de jueza de la Suprema Corte, era un reflejo de aquello que habitaba en su corazón: su extraordinaria y natural generosidad y su empatía. Esta última, según se dice —y así lo creo—, atribuible en parte a su inclinación hacia la literatura, la ópera, la pintura y otras artes.
La primera fue un hábito que cultivó siendo pequeña con ayuda de su madre Celia y que tuvo la oportunidad de enriquecer después en las clases de literatura europea que dictaba Nabokov en Cornell. Aquel insistía en que, para ganar un caso, debía crearse en la imaginación del juez una pintura hecha de palabras y mantenerla simple. Las palabras, decía, habían sido hechas para ser degustadas, lección que Ruth supo usar al punto en que su escritura diáfana e incisiva se hizo una característica notable en la elaboración de sus demandas, amicus curiae, fallos y disensos.
De hecho, su inclinación literaria la hace liderar junto con quienes fueron sus colegas en vida, Antonin Scalia, Anthony Kennedy y Clarence Thomas, la lista de jueces de la Suprema Corte que más citas o referencias literarias han empleado en la elaboración de sus opiniones judiciales. En su libro “Justicia Poética”, Martha Nussbaum da cuenta de la manera en que la literatura realista pone al juez-lector en la piel de aquellas realidades que no son la suya, despierta la sensación de corregir la desventura ajena y desmantela los prejuicios. Cualidades que acaban profundizando la capacidad empática y neutral que distinguen a un buen decisor.

Disentir con sensatez
Se menciona de manera común su rol de gran disiente. Su breve, contundente pero respetuoso I cannot agree (no puedo estar de acuerdo) fue sostenido por última vez en el mes de julio de este año cuando la Suprema Corte, de manera mayoritaria, decidió respaldar la cada vez más extensa lista de excepciones que amparadas en la libertad religiosa permiten a empleadores de ese país a negar en apoyo a sus creencias, la provisión gratuita de métodos anticonceptivos para sus empleadas. Ruth se apartó de sus colegas llamando la atención sobre cómo la Corte, en ocasiones anteriores, había acogido una aproximación balanceada del derecho a la libertad religiosa que no aceptaba que su ejercicio debiera interrumpir los derechos de terceras personas que no comparten ciertas creencias.
Así, Ruth Bader Ginsburg dedicó su profesión a profundizar e impulsar la causa a favor de la igualdad, como también el propio quehacer judicial y el rol que juegan las opiniones de aquellos jueces que se apartan de la opinión mayoritaria. Al respecto sostuvo que los disensos, además de fortalecer el fallo al mostrar las posibles diferencias y debates con la opinión mayoritaria de la Suprema Corte, debían poder apelar a la inteligencia de un día futuro, con contextos sociales distintos, en el que el voto minoritario trazara el camino sobre el cual se pudieran construir las mayorías.
Claro, reconocía que existían formas de disentir que debilitaban el prestigio de una Corte y la presentaban ante la sociedad como un cuerpo dividido y que, por eso, quien asumiera un rol minoritario debía saber escoger muy bien sus batallas. Entre los disensos valiosos, decía, además de aquellos que apelan a un día futuro, estaban los que debían llamar a la acción inmediata de las otras ramas del poder, como el ejecutivo o el congreso. Su referencia al caso Ledbetter v. Goodyear era común al hacer este tipo de precisiones.
En ese caso, Lily Ledbetter, empleada de Goodyear, denunció que recibía un salario inferior al de sus colegas hombres que hacían en esencia lo mismo que ella. Había perdido en instancias inferiores y cuando su caso llegó a la Suprema Corte, la postura mayoritaria optó por rechazar su pedido aduciendo que Lily había tardado mucho en demandar lo que era un evidente caso de brecha salarial.
RBG disintió para mostrar que en el mundo laboral existe una desigualdad estructural que, en muchos casos, impone un pesado manto sobre el hecho de que otras personas, normalmente hombres, ganan más haciendo lo mismo. Esta situación no podía obrar en contra de la víctima de discriminación de género. Su postura no fue adoptada entonces, pero llamó la atención de manera suficiente para motivar al Congreso de su país para la aprobación en 2009 de la Lily Ledbetter Fair Pay Act, ley que fortalece la protección a favor de todas las personas empleadas que enfrentan discriminación salarial.

¿Y las abogadas colombianas?
Pero, ¿por qué sabemos tantos detalles de la vida de una mujer que marcó de manera profunda el derecho norteamericano?, ¿cuál es la razón de su difusión más allá de las fronteras de su propio país?
Son preguntas que no me aventuro a contestar pero que ponen en evidencia lo poco que sabemos sobre las mujeres que administran justicia en Colombia y que, sin ser visibilizadas lo suficiente, no han podido inspirar a otras mujeres abogadas que, como yo, tenemos a Ruth Bader Ginsburg como (¿único?) modelo a seguir.
Con algo de pena y vergüenza debo reconocer que desconozco en buena medida los detalles en torno a la trayectoria personal, académica y laboral de mujeres como Diana Fajardo, Cristina Pardo o Gloria Ortiz, magistradas de nuestra Corte Constitucional; o mujeres como Clara Dueñas, Patricia Salazar, Cristina Lombana, Dolly Caguasango, Jimena Godoy, Cecilia Durán, Ana María Muñoz, magistradas todas de la Corte Suprema de Justicia; o mujeres como Nubia Peña, Sandra Ibarra, Martha Velásquez, María Marín, Rocío Araújo y Lucy Bermúdez, magistradas del Consejo de Estado.
Esta invisibilización se profundiza mucho más cuando, en la carrera de derecho, se revisan los syllabus de los cursos en los que la lectura de artículos o libros escritos por abogadas colombianas, que han avanzado en el campo intelectual tantos temas, aparecen de modo excepcional —con algo de suerte—. Enfrentamos en el ejercicio de la abogacía un ambiente que exalta al abogado-hombre, que destaca sus logros, que hace de su trayectoria y aportes el centro de eventos académicos y agrupaciones profesionales, aun cuando en las facultades de derecho del país cursen en la actualidad más estudiantes mujeres que hombres.
En definitiva, el legado de Ruth Bader Ginsburg será necesario mientras no haya una verdadera convivencia entre la diversidad y la igualdad. Mientras se mantengan los discursos que justifican la discriminación por motivos de género, la pertenencia étnico-racial, las ideas o creencias, entre otros. Y debe este legado ser protegido con urgencia en contextos en los que se amenaza con debilitar la independencia de las ramas del poder público que tanto caracteriza a los sistemas democráticos.
Su legado inspirará a muchas generaciones que creemos en el valor de la igualdad y el respeto por la diversidad. Seguro. Pero su partida debe servir, en países como el nuestro, para reflexionar sobre la forma en que se reconoce el trabajo, trayectoria y aportes de nuestras mujeres abogadas y juezas para recordarnos que aquí también contamos con mujeres como Ruth, brillantes, humanistas y comprometidas con los derechos humanos y que, sin lugar a duda, son también nuestro modelo más cercano a seguir.