Aunque los protagonistas de los últimos atentados en el mundo tengan algún vínculo con la religión musulmana, esto no significa que sus actos estén basados en la religión. No entender esta diferencia hace más difícil combatir la violencia genocida.
Carlos Andrés Ramírez*
No generalizar
Los actos de violencia en San Bernardino, Orlando, París, Bruselas, Niza y, más recientemente, Münich, difícilmente se pueden meter en el paquete único de “terrorismo islámico”. Hacerlo no es apenas un error conceptual: es un muy serio error político.
En primer lugar porque eso significa hacerle juego, sin el análisis detallado de los casos singulares, al discurso del “choque de civilizaciones” que tanto gusta al populismo de derecha aquí y allá. Catalogar estos actos como atentados contra el “modo de vida occidental” contribuye a crear un ambiente perverso en la política mundial. Las voces militaristas, nacionalistas y contrarias a una sociedad multicultural, cuyas medidas suelen incrementar la inestabilidad, son las que alientan ese tipo de lecturas de los acontecimientos, pues de esa forma refuerzan su propaganda.
La estrategia no es novedosa. La confrontación de Occidente contra los "bárbaros" es un mito tan griego como Apolo o Zeus, que aún sigue operando en la mentalidad occidental. Samuel Huntington hizo uso de él, tras el agotamiento de las luchas ideológicas de la Guerra Fría, para reorientar la concepción del enemigo en la política exterior norteamericana. Si se mira el sombrío discurso de Donald Trump y la aún más tenebrosa intervención del general y exdirector de la Agencia de Inteligencia del Departamento de Defensa, Michael Flynn, durante la Convención República, esta estrategia tiene aún éxito. Y la islamización de todas las violencias es parte de esta estrategia.
Esta forma de ver el presente ignora todos los fenómenos transculturales que han vinculado a los pueblos y a las culturas supuestamente heterogénas y supuestamente irreconciliables, pues las fronteras entre civilizaciones trazadas por Huntigton son ilusorias. Comenzado por lo más básico: las raíces comunes entre el cristianismo y el islam. Identificar a Occidente con el pensamiento secularista ilustrado y la democracia liberal no es en absoluto sostenible. La lucha del secularismo contra el islam no es la lucha de Occidente contra el Oriente musulmán y violento.
Mucho menos sostenible es pensar que la violencia es algo propio de ciertos marcos culturales y no de otros. Como si el mismo Occidente secularista no hubiese promovido innumerables formas de violencia. Nadie puede aquí tirar la primera piedra.
Etiquetar simplemente como “islámicos” eventos de violencia como los mencionados es hacerle eco a las simplificaciones paranoides y demagógicas de quienes, invocando formulas mágicas para combatir el terrorismo, quieren acceder al poder estatal. El lenguaje hiperbólico, como lo señaló esta semana el primer ministro francés, Manuel Valls, no asegura de ningún modo mejores resultados en las políticas de seguridad. Si el radicalismo crece al nutrir en Europa y Estados Unidos la islamofobia, la llegada al poder de quienes lo pregonan no augura sino escenarios aún más apocalípticos que los presentes.
No es la religión
![]() Fotografía de Mohammed Lahouaiej-Bouhlel, el atacante que perpetró los ataques en Niza. Foto: Wikimedia Commons |
Incluir en bloque todos los casos de terrorismo bajo la etiqueta de “terrorismo islámico” tampoco es sensato, en segundo lugar, porque conduce a los Estados a tomar medidas que tratan el problema como un fenómeno religioso que exige una vigilancia y atención especial a ciertas minorías religiosas. Así el asunto queda reducido a la supervisión y control de todos los que pregonan una fe.
La evidencia disponible apunta, sin embargo, a que quienes recientemente han realizado actos terroristas distan de ser creyentes practicantes y de asistir a las mezquitas. Su perfil es, más bien, el de pequeños criminales de barrio en choque con sus padres (esos sí, por lo general, musulmanes practicantes), laboral y psicológicamente inestables: tan proclives a la depresión como a la agresión.
Después de consumir una tóxica propaganda política en las redes sociales o de entrar en contacto con amigos o familiares radicalizados, estos personajes decidieron realizar alguna acción espectacular y autodestructiva que les confiriera un reconocimiento póstumo. No son personas que llevaran un modo de vida islámico, cumplieran sus ceremonias o fueran rigurosas en cuanto a sus normas. Más bien lo contrario.
Uno de los rasgos de las religiones de salvación, como señalaba Max Weber, es llevar un modo de vida regular en conformidad con la idea de un Dios único y eterno. Sin embargo, esta actitud no se cumple en estos casos. Si se tratara de actos realizados por musulmanes, esto es, por individuos que deciden conducir su vida bajo el precepto de la sumisión a Dios, su militancia política implicaría, aparte de la disposición al martirio, una cierta disciplina de vida basada en el ascetismo y la constancia en su práctica.
Osama Bin Laden justificaba como parte de un modo de vida islámico el haber renunciado a sus lujos palaciegos y carreras de caballos para dedicarse, a la guerra contra el imperialismo desde las cavernas en la frontera afgano-pakistaní,. Esta no parece ser ese el tipo de comprensión de la militancia promovida por los miembros de Daesh. Aún considerando aquí la inevitable actitud camaleónica requerida para que los atentados se consumen.
Para los terroristas de los últimos meses lo que importa es la fatal excitación del acto aniquilador y no la regularidad disciplinada de un modo de vida. Importa la gloria póstuma y no la conducción de la vida. No importa en últimas quién cometa los actos o cómo viva, sino cuánto daño haga. Lo religioso es, en cualquier caso, para la mayoría de los casos mencionados, accesorio. Los vínculos con Daesh son, en varios de ellos, débiles o inexistentes. Su islamismo es endeble y casual. Es más el revestimiento de una mezcla de resentimiento y desasoiego que una motivación política profunda.
Combatir mejor el terrorismo
![]() Lugar donde iniciaron los ataques durante el tiroteo en Munich el 22 de julio de 2016. Foto: Wikimedia Commons |
Incluso cuando los “lobos solitarios” abrazan de repente causas políticas y actúan en nombre de una organización concreta, habría que preguntarse si lo que está aquí en juego es un asunto genuinamente político y religioso o, más bien, un asunto de jóvenes marginados, con bajos niveles de formación e influidos por el mensaje gangsteril de la cultura del rap y los videojuegos (no por la lectura y práctica del Corán). El islam sería solo una legitimación postrera y banalizada de un problema cuya naturaleza concierne a la integración social y a la salud pública.
Si esto es correcto, hablar en estos casos de "terrorismo islámico" es un craso error político porque está distorsionando el problema y conduciendo a tomar medidas inadecuadas. El joven irano-alemán que realizó el tiroteo en Münich lo hizo, por ejemplo, conmemorando la masacre realizada en 2011 en Noruega por el ultraderechista cristiano, enemigo declarado del islam, Anders Breivik.
¿Es esto terrorismo islámico? ¿Son tan distintos los casos de Orlando, Niza o San Bernardino? ¿Es todo desequilibrado que grita al disparar "Allāhu akbar" un islamista radical que lleva a cabo un acto político? ¿Es el islam o cierto nihilismo generacional asociado con el ansia desmedida de reconocimiento lo que lleva a estas acciones demenciales? ¿Hay que entender esta violencia como un asunto religioso o como una reacción contra el carácter prosaico e individualista del mundo burgués? ¿No es este un asunto de adultos jóvenes, provenientes de entornos de inmigrantes, carentes de nombre, comunidad, sentido y aventura?
Para enfrentar el problema de estas nuevas formas de violencia, los Estados deben minimizar o desmontar de sus discursos la categoría de “terrorismo islámico”. Las soluciones son más o menos eficaces de acuerdo con la descripción de los problemas y del conocimiento y los conceptos que hagan posibles esas descripciones.
Una buena medida, en ese sentido, sería no catalogar como “terrorismo islámico” todo acto de violencia que pueda ser reivindicado por una organización terrorista o que siga sus procedimientos. El acto mismo no dice nada si no se consideran sus motivaciones y sus planes o estrategias. Una acción terrorista, como toda acción humana, lo es porque en ella las motivaciones obraron como causas y porque esas causas pertenecen a un horizonte, más general, de motivos y estrategias.
Si Omar Mateen, el asesino en masa de Orlando, realizó su acción primordialmente porque no lograba aceptar sus propias tendencias homosexuales, ese no es, por ejemplo, un acto político terrorista. La complejidad de los posibles motivos no exime de diferenciarlos y jerarquizarlos en conformidad con las justificaciones de los individuos y sus singualres trayectorias vitales. Atender solo al efecto de la acción no basta. Guiarse por este criterio permitiría no solo no meter en una misma bolsa todos los hechos que compartan similitudes externas sino discriminar, con varios grados en el medio, entre actos terroristas islamistas y actos no islamistas.
Las estadísticas y los reportes periodísticos al respecto de seguro cambiarían. Y las políticas también. El terrorismo islámico tiene que ser combatido pero hace falta sutileza conceptual y política. Un chato positivismo puede acabar siendo aliado de la demagogia de derecha.
* Politólogo y filósofo de la Universidad de los Andes y doctor en filosofía de la Universidad de Heidelberg, profesor de teoría política en la Universidad Javeriana de Cali.