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El Halloween silente de Colombia

Escrito por Rocío Rubio

La deuda que tiene Colombia frente a la infancia víctima es magna, como lo documenta el Informe de la Comisión de la Verdad. Es un punto que debería preocupar y movilizar al gobierno nacional y la sociedad en general.

Rocío Rubio Serrano*

Hoy celebramos Halloween, fiesta asociada a niños disfrazados y golosinas. Su significado alude a una noche sagrada, víspera del día de todos los santos. Tras este ágape se enconde una vida amarga para generaciones de niños y de niñas; quienes no han tenido opción de elegir entre “truco o trato”. Desde muy temprana edad, la posibilidad de una travesura o de vivir una vida dulce ha quedado clausurada por la inmediatez de violencias, degradadas y crueles, con afectaciones a sus pequeños cuerpos y almas e impactos que se transmiten por generaciones, herencias de dolores, como bien lo señala el Informe de la Comisión de la Verdad, en su capítulo “No es un mal menor”.

Este capítulo inicia con una cita demoledora de un niño que buscó el cuerpo de su padre inerte en una montaña de cadáveres. Su encuentro con la muerte fue sin mediación alguna, en una imagen dantesca muy lejana a los esqueléticos decorativos de Halloween. Esta ha sido la realidad de más de 1.161 huérfanos en ocasión al conflicto armado, reportados por el ICBF[1]. Una cifra con un subregistro abrumador, porque el país ha decidido no contar la orfandad ni a causa de la violencia ni por catástrofes o pandemias, más aún si sobrevive alguno de los padres o un familiar cercano que toma la custodia del huérfano.

La noción de orfandad implica la ausencia del adulto referente de certezas, seguridades y protección. Por ende, también alude a la falta de ayuda, favor o valimiento. Sin embargo, a la niñez y adolescencia huérfana en ocasión al conflicto le ha tocado valerse por si mismos. Asumir roles no acordes a su edad, exponerse a nuevas formas de violencia y vulneración de derechos. Las niñas huérfanas terminan en labores de cuidado, por lo general. Dejar la escuela y engrosar las estadísticas del trabajo infantil es una de las estrategias más frecuentes para sobrevivir.

Los huérfanos no juegan al papá y la mamá, no se disfrazan de adultos, les toca serlo sin la edad y las herramientas para ello. Sorteando escenarios de pobreza e impactos emocionales de diverso orden.  Llevando consigo “ríos de lágrimas”, como lo narró Olga, una de las víctimas a las que escuchó la Comisión. La orfandad convive con pensamientos obsesivos, de culpa, venganza, suicidas o de agobio, sintiendo la muerte en la piel; porque para muchas víctimas ver caudales de sangre y cuerpos apilados fue su experiencia sensorial rectora en la primera infancia.

Los fantasmas de sábanas blancas no es un cuento que produce risa nerviosa y diversión para aquellos niños y niñas que vivieron la desaparición forzada o el secuestro de sus padres o adultos significativos. Entre 1990 y 2018, la Comisión de la Verdad logró documentar 50.770 casos de secuestro ([2]), caracterizados por la incertidumbre del retorno. Así mismo, entre 1985 y 2019 identificó 121.768 personas desaparecidas.

No hay datos confiables que permitan saber cuántas de las víctimas de estos hechos tenían hijos e hijas. Pocos han sido los casos que terminaron en reencuentros, paradójicamente, entre conocidos, pero a la vez desconocidos; puesto que quien regresa no es el mismo que partió un día a raíz del conflicto armado; llega con las cargas de la guerra.

En la mayoría de los casos, se crece con la ausencia de seres amados y lejos de sus lugares de origen, desterrados. La experiencia vital de las víctimas de desaparición entremezcla una realidad cruda, llena de añoranzas, con recuerdos fantasmales de sus seres queridos. Sin un cuerpo que enterrar y, por ende, sin un duelo por cerrar, la desaparición estuvo acompañada del silencio, funcional a la guerra o de explicaciones vernáculas para quienes preguntaron por sus seres y encontraron respuesta tales como “se lo comieron los chulos”, recolectadas por la Comisión en sus ejercicios de escucha.

Una vivencia similar se presenta en los hijos de padres vinculados con los actores armados y la Fuerza Pública; quienes crecieron lejos de sus progenitores vivenciando otra forma de orfandad y lidiando con el estigma para lo cual ocultaron su identidad, se desplazaron y apelaron al exilio como estrategia de supervivencia. Desde pequeños cargan sobre sus espaldas “una historia de odios dentro de la sociedad”, indica el Informe; que los señala, excluye y abre paso a otros hechos violentos.

Desplazamiento amargo

Los recorridos de 3.049.527 niños y niñas, desde 1985 a 2019, se han dado en noches y madrugadas motivados en la búsqueda de un lugar seguro donde habitar y no tras la pesca de golosinas. Para ellos las puertas no se abren con un dulce. Todo lo contrario, se cierran bien y tras ellas se cuelan señalamientos y estigmas, de los cuales es difícil despojarse. “El goce de sus derechos se convierte en una lucha diaria”, como bien lo anotó la Comisión, y la hostilidad acompaña la estabilización de sus vidas, paradójicamente, en los llamados lugares de acogida.

Desplazarse fue una estrategia de protección y prevención para muchos niños, niñas y adolescentes ante el riesgo de ser reclutados forzosamente, asesinados o bien ser víctimas de violencia sexual, entre otros hechos. Frecuentemente, ha estado acompañada no sólo de la pérdida de un lugar en el mundo, propio, sino de un ser querido. El desplazamiento trae consigo desarraigo y despojo. Y para quienes pertenecen a grupos étnicos reporta el riesgo de cortar la transmisión de saberes ancestrales y quebrar ese triángulo identitario conformado por el sujeto, su comunidad y territorio.  Sin embargo, desplazarse no clausura las amenazas y los riesgos. Nuevas violencias deben sortearse, como la urbana y su criminalidad; al igual que las pérdidas de referentes significativos y fracturas en redes familiares o de apoyo.

[1] Es de recordar que solo con la expedición de la Ley 1448 de 2011 se dispone el registro de huérfanos en ocasión al conflicto armado.  De acuerdo con las cifras de la Comisión de la Verdad, entre 1985 y el 2018, 450.666 personas fueron víctimas de homicidio; de 1985 a 2016, 121.768 de desaparición forzada y 50.770 de secuestro. No se puede identificar de estas víctimas cuántas tenían hijos, pero considerar las cifras da un estimativo. En adición, 557 testimonios recibidos por la Comisión dan cuenta de cómo quedaron en orfandad a raíz del conflicto armado.

[2] De estos casos, 6.496 fueron niños, niñas y adolescentes secuestrados.

Foto: Museo de Memoria - El fusil se convirtió en una prolongación de sus corporalidades.

Nueva identidad

Los disfraces de Halloween no son una vestimenta ocasional para 16.238 niñas y niños reclutados o utilizados por los grupos armados desde 1990 a 2017, cifra que también reporta un subregistro notorio. Según estimativos realizados por la comisión para el periodo señalado se pudieron presentar entre 27.101 y 40.828 casos de reclutamiento.

El vestir de camuflado marcó sus éticas y estéticas. El alias asignado se apropió de su ser, por lo que fueron despojados de su nombre de pila y empezaron a comportarse acorde a las características de su sobrenombre: el tigre, la sombra, el pisa-suave, entre otros. Además, el fusil se convirtió en una prolongación de sus corporalidades.

Perversamente la guerra se convirtió en un juego real de los niños y las niñas, se apoderó de sus hogares, escuelas y demás entornos significativos. Especialmente, la situación tuvo impactos desproporcionados para las niñas; sus cuerpos fueron un botín más de guerra, con ellos se llevaron a cabo labores de inteligencia, en los que emplearon métodos anticonceptivos y, como si fuera poco, se practicaron abortos forzados.

A su vez les fueron arrebatados de los brazos a los recién nacidos, cuando lograron que los embarazos llegaran a término y, a estos bebés, les cercenaron una etapa vital de su desarrollo físico, neuronal y emocional: la exo-gestación.

Un lector atento observará tres hechos victimizantes y el encadenamiento de una espiral de vulneraciones que han impactado a la niñez colombiana tras décadas del conflicto armado.

Violaciones que no se han clausurado con la firma de acuerdos de paz. Conocerlas, reconocer su magnitud, la afectación individual y el impacto colectivo es un ejercicio al que nos acerca el Informe de la Comisión. Allí no se agota la verdad de generaciones cuyo signo trágico fue crecer en contextos bélicos, en donde la guerra poco a poco se normalizó y perdió su carácter de asombro.

Este capítulo no es un punto de llegada. Tiene un recorrido válido y una apuesta prevalente que ofrece visibilidad a las afectaciones e impactos del conflicto armado en la niñez. Escuchando sus propias memorias y voces, y revirtiendo el significado etimológico del infante: aquel que no tiene voz.

Esta apuesta no solo es narrativa y ética, sino política. Debería ser una práctica en el diseño y puesta en marcha de la política para las infancias y adolescencias del país.

Claramente los exterminios y degradaciones que muchos vivieron, y aún viven, no pueden banalizarse en el sistema político colombiano en aras de garantizar la no repetición de los hechos.

Este asunto no es un mal menor. Son generaciones cuyos capitales son un cúmulo de pérdidas a raíz del conflicto. Esta deuda debería ser prioridad para cualquier pacto histórico que tenga en el horizonte un país en paz.

Vale recordar que la inversión de mayor retorno está en la infancia, como lo comprobó en el ámbito educativo James Heckman, premio Nobel de Economía en el 2000.

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