El debate entre críticos y defensores del prohibicionismo no se basa en verdades demostradas –ni demostrables- sino más bien en posiciones morales o políticas que cada quien ha adoptado a lo largo de su vida. Por eso estamos en un diálogo de sordos.
Francisco E. Thoumi*
¿Por qué pensamos tan distinto?
La psicología moderna y la economía del comportamiento han sentado las bases para explicar el proceso a través del cual las personas adoptan una determinada posición sobre las drogas psicoactivas.
Las personas al nacer no son iguales, pues cada una tiene unas características innatas que influyen sobre su personalidad y sobre el nivel y dimensiones de su inteligencia. Algunas tienden a buscar explicaciones espirituales, y otras, materiales. Algunas tratan de maximizar sus intereses individuales, y otras están dispuestas a sacrificar beneficios personales para ser consistentes con los principios que dicen profesar.
Continuamente el ser humano está recibiendo y procesando información sobre el mundo y sobre la vida. Estas vivencias hacen parte del aprendizaje y son claves para formar la identidad étnica, cultural, nacional, política y de género de las personas. Por eso en los discursos sobre drogas es común que se diga: “hay que haber estado allí para saber lo que es la adicción (o la mafia, o la vida del cultivador de coca, o la de un agente de la DEA, etc)”.
“Mentes rectas” o individuos que no se permiten dudar sobre sus posiciones.
La cantidad, clase y calidad de la educación formal, así como la forma de aprehender e interiorizar, son diferentes para cada individuo. La educación puede ser más o menos rigurosa, pero las personas absorben el conocimiento de diferente manera y las disciplinas profesionales influyen sobre el modo de ver y de dar solución a los problemas.
Para entender los comportamientos hay que aclarar la relación entre los intereses y los sentimientos. Tanto la economía ortodoxa como la marxista suponen que los intereses económicos explican los mercados ilegales. Pero aunque esta sea una variable importante, no es la única que influye sobre nuestras decisiones.
En efecto: los intereses económicos no son una variable independiente. Por ejemplo, una de las principales actividades de los economistas es la enseñanza, pero no creo que muchos profesores de economía puedan justificar su elección de trabajo como fruto del intento para maximizar ingresos. La respuesta probable que daría el profesor de economía, es que recibe una gran cantidad de “ingreso psíquico” y que por lo tanto sí maximiza sus ingresos totales. Pero es claro que el “ingreso psíquico” es emocional y que con este argumento se puede afirmar que cualquier comportamiento maximiza utilidades – de manera que se vuelve circular y es imposible de verificar o refutar-.
La realidad es que los sentimientos y emociones asociadas con el aprendizaje y la enseñanza son claves para entender por qué el profesor eligió su profesión. No hay duda entonces de que la mayoría de las personas tienen metas que trascienden lo meramente económico y que generan diversos intereses, que pueden ser políticos, patrióticos, religiosos, clasistas, étnicos o culturales.
![]() Incautación de 5879 kilos de marihuana en Bogotá. Foto: Policía Nacional de los Colombianos |
El problema de las “mentes rectas”
Tanto las personas cuyos comportamientos son observados como quien los observa son productos de las sociedades donde crecieron, vivieron y viven. Esto crea otro problema: ¿cómo asegurar la objetividad de quien hace afirmaciones sobre los fenómenos analizados? O, en otras palabras, ¿cómo establecer con certeza cuando un analista, artífice de política o simple observador no está influenciado por los factores que enumeré más arriba?
Como he argumentado en otras ocasiones, en asuntos como sexualidad, religión, políticas (especialmente de drogas), nacionalidad y patriotismo, religión, etnia o raza, muchas personas acaban siendo “mentes rectas” o individuos que no se permiten dudar sobre sus posiciones.
Ellos tienen la verdad y cuando debaten no consideran la posibilidad de cambiar de posición. Discuten solamente para demostrarles a sus contradictores, en el mejor de los casos, lo errados que están, y, en el peor, lo deshonestos que son al no querer ver la verdad.
Los siguientes casos ilustran las debilidades de algunos argumentos opuestos.
Una guerra fracasada, una guerra exitosa
Entre los críticos de las políticas actuales (que yo he criticado durante casi tres décadas), tiende a haber un consenso sobre el fracaso de las políticas represivas.
Por ejemplo John Collins, coordinador de un reciente estudio sobre políticas de drogas, argumenta que las convenciones internacionales han sido un fracaso porque su meta es un mundo sin drogas (excepto para efectos médicos y de investigación), y esto no se ha logrado en 53 años (la meta del mundo sin drogas se formuló, implícita aunque no explícitamente, en la Convención Única de 1961).
Este argumento suena muy serio, pero en realidad no lo es tanto. Para que la afirmación de Collins sea válida sería necesario un supuesto que los economistas llamamos “ceteris paribus”: si nada hubiera cambiado en el mundo, la afirmación sería válida, pero desde 1961 ha habido muchísimos cambios que estimulan la demanda, producción y tráfico de drogas.
Entre estos cambios figuran la guerra de Vietnam, el fortalecimiento de la protesta juvenil contra el establecimiento (los movimientos hippies en Estados Unidos durante los sesenta), los cambios en las estructuras familiares en todo Occidente, el colapso de la Unión Soviética y el aumento del crimen organizado en ese país, el uso de las drogas para financiar conflictos internos y externos, las crisis económicas en muchos países, los cambios económicos requeridos por la globalización, y el gran aumento en la conectividad.
La crítica se hace con las intuiciones formadas por los sentimientos y las experiencias de vida que la razón simplemente valida.
Todos estos cambios debilitaron los controles sociales y contribuyeron al crecimiento de la industria de drogas ilegales. Por eso, para evaluar las políticas de drogas no se puede afirmar simplemente: “en la convención se ofreció el cielo y nunca llegamos a él”.
Sin duda, la meta fue utópica, pero para evaluar el resultado de las políticas es necesario determinar, primero, si la situación actual hubiera sido mejor si esas políticas no hubieran existido y, segundo, cuáles políticas hubieran dado mejores o peores resultados.
Eso nadie lo ha hecho, y hay que aceptar que nadie hubiera podido hacerlo con certeza. El punto es que la crítica se hace con las intuiciones formadas por los sentimientos y las experiencias de vida que la razón simplemente valida.
Lo mismo ocurre desde la otra orilla. Por ejemplo, con frecuencia se afirma que “las convenciones son tan buenas que 186 países las han ratificado y los gobiernos reiteran su apoyo cada año en la reunión de la Comisión de Estupefacientes”, o que “la producción y consumo de opio es hoy mucho menor que hace cien años y la producción de cocaína ha disminuido sustancialmente en los últimos años”.
Ambas afirmaciones son factuales, pero ninguna prueba nada. Por ejemplo, en este tipo de afirmaciones no se tiene en cuenta que la Revolución comunista en China jugó un papel clave en la caída en el consumo en ese país, ni que los nuevos estimulantes sintéticos y otras drogas no remplazaron a la cocaína. Aquí tampoco es posible determinar cuál hubiera sido la situación actual si se hubieran adoptado otras políticas.
Un tercer ejemplo se aplica a ambos bandos. Con frecuencia he encontrado la siguiente posición: “yo soy médico y no veo otra solución distinta de la legalización (o la criminalización) de las drogas adictivas”.
Pero en primer lugar el analista que solo ve una alternativa, tiene el problema de dar la solución sin aclarar la meta de la política. Si esta meta consiste en evitar la violencia entre pandillas traficantes, la “solución” sería dejar el mercado totalmente libre; pero si la meta es que no haya adictos, la “solución” sería fortalecer las políticas prohibicionistas.
Y en segundo lugar, aunque la política debe estar informada por la ciencia, ninguna ciencia puede demostrar que las recomendaciones políticas de sus expertos sean científicamente rigurosas. No hay duda de que los médicos saben bastante sobre los efectos de las drogas en el cuerpo humano; pero saben muy poco sobre los problemas y limitaciones que los Estados tienen para formular y ejecutar políticas.
![]() Cultivo legal de coca en Bolivia. Foto: Pablo andrés Rivero |
Pocos cambios
El salto de cualquier ciencia a las recomendaciones de política es un acto político, no científico, aunque las mentes rectas de los científicos opinen que ellos sí saben cómo debe ser la sociedad y traten de imponer su visión.
Por eso cuando un experto en cualquier ciencia hace recomendaciones de política está actuando como científico social, y generalmente en esos casos es un amateur.
Actualmente hay grupos que claman por cambios en las políticas de drogas. Sin embargo, no hay consenso entre los que desean cambios sobre los cambios buscados y tampoco hay propuestas concretas.
Muchos, ingenuamente, creen que al debatir van a convencer a sus contradictores y que las políticas van a cambiar. Sin duda van a ocurrir cambios, pero serán relativamente menores y principalmente con respecto a la marihuana.
Colombia seguirá enfrentada a una realidad simple: la cocaína que se produce en el país se destina en su gran mayoría a la exportación y por más que se argumente que el país no puede controlar a las organizaciones productoras y traficantes, el mundo no va a permitir el uso libre de esa droga. Y esto lo digo independiente de mis sentimientos, o sea, de lo que yo considere justo o bueno.
* Cofundador de Razón Pública, para ver el perfil del autor haga click en este link.