
Golpe de Estado en Washington
Hernando Gómez Buendía*
El titular se ha repetido hasta el cansancio, pero en la vida real fue mucho menos que eso. Y mucho más que eso.
Fue así: algunos cientos de airados partidarios de Trump ingresan por la fuerza al Capitolio e interrumpen la sesión del Congreso donde se está protocolizando la elección de Joe Biden. Ventanas rotas, una persona muerta de un balazo, gran susto de los parlamentarios…y continúa el conteo ceremonial de los votos que hace dos meses eligieron a Biden.
Tragedia y comedia. Tragedia la violencia y sobre todo la vergüenza de los americanos, que vieron su país convertido en uno más del Tercer Mundo, o en lo que ellos llaman con desprecio una “banana republic”. Comedia la absoluta desproporción entre medios y fines, entre la gente sin armas y sin orden que ocupó el Capitolio y la presunta intención de que los congresistas eligieran a Trump.
El episodio hay que leerlo de otro modo: fue el remate tragicómico del intento más serio de golpe de Estado que ha tenido Estados Unidos desde 1776, o al menos desde la Guerra Civil de 1861. Fue al mismo tiempo la prueba más severa que ha sufrido su sistema democrático, la mejor demostración de su fortaleza, y la más clara ilustración de por qué la democracia depende del querer de sus actores. También – más en el fondo– fue el síntoma alarmante de una grave enfermedad, que seguirá amenazando la democracia, el papel internacional de Estados Unidos, y por lo tanto el orden mundial del cual todos dependemos.
-El intento de golpe comenzó cuando Trump dijo que las elecciones serían “amañadas”, y se hizo real a medida que iba presionando funcionarios para cambiar el resultado de las votaciones. No apenas el “pataleo” ante los jueces, sino una seguidilla de presiones ilegales sobre legisladores de los Estados decisivos, gobernadores, autoridades electorales, congresistas republicanos y el vicepresidente a quien pidió desconocer la votación certificada de esos mismos Estados.
– La fortaleza de la democracia comenzó por noventa jueces de distintos Estados y partidos (incluyendo los tres de la Corte Suprema escogidos por Trump) que descartaron más de sesenta demandas de fraude. Pasó por la rotunda negativa de las Fuerzas Armadas a intervenir en unas elecciones, que es la roca final de cualquier democracia. Y culminó con los cincuenta Estados y el Congreso en pleno, que acataron las reglas del juego (salvo dos senadores que pedían una ilegal “comisión” para recalcular los votos).
-Sin la resistencia de esos funcionarios o, más al fondo, sin el masivo rechazo ciudadano que habría sufrido los violadores de la ley, el golpe de Trump se habría consumado. Es la lección que deja para el mundo este episodio más que tragicómico: nada distinto del querer de la gente puede hacer que exista una democracia.
El episodio hay que leerlo de otro modo: fue el remate tragicómico del intento más serio de golpe de Estado que ha tenido Estados Unidos desde 1776
-La enfermedad detrás de todo es el racismo. Los campesinos blancos y cristianos que ocuparon el Capitolio no creen que les robaron unas elecciones: creen que les robaron su país. Se los robó una oscura coalición de negros, latinos, señoritos educados de las ciudades, políticos tradicionales de uno u otro partido, China, Europa y el resto del mundo que se aprovecha de ellos.
Arrinconados por la demografía y por la historia, los “ignorantes” que apoyan a Trump saben muy bien que en juego limpio no volverán a ganar las elecciones. Por eso y para siempre tratarán de impedir que voten los no blancos y dirán que hubo fraude cada vez que resulten derrotados.
