Acelerar el fin de la industria minero-energética en Colombia no sería responsable, ni ayudaría mucho a reducir la pobreza o a combatir el cambio climático. Estas son las medidas del gobierno y estos son los caminos que de veras debemos adoptar.
Alejandro Ospina*
La nueva política
En cumplimiento de una de las promesas de campaña, el gobierno de Gustavo Petro pretende asfixiar la industria minero-energética colombiana mediante el endurecimiento de la tributación sobre las exportaciones y una mayor carga impositiva para los combustibles de origen fósil.
En efecto: según el proyecto de reforma tributaria que presentó el gobierno, se gravará con un impuesto del 10 % la diferencia entre un precio de referencia de 48 dólares por barril y el precio efectivo del petróleo, o de 400 dólares por tonelada en el caso del carbón.
Esta medida sería acompañada por el aumento progresivo del impuesto al carbono y el desmonte de las exenciones existentes a los combustibles líquidos de origen fósil.
Las medidas tributarias anteriores se sumarían a los anuncios sobre el fracking, sobre la no suscripción de acuerdos nuevos para la exploración petrolera o sobre la importación y suministro de gas natural. Aunque algunos ministros han tratado de moderar el discurso, el gobierno de Petro parece decidido a precipitar la desaparición de las actuales industrias extractivas en Colombia.
Colombia y el cambio climático
Por supuesto que existe el desafío mundial del cambio climático causado, entre otras cosas, por el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, principalmente el CO2. Además, los combustibles de origen fósil aportan una gran parte de esas emisiones.
Pero no es inteligente ni es responsable atribuirnos la culpa de este problema, porque Colombia aporta apenas el 0,5 % de las emisiones. Por tanto, renunciar a los ingresos que produce la industria minero-energética es un sacrificio irracional, que además no aportaría significativamente a desacelerar el cambio climático.
Una política irracional
La exposición de motivos del proyecto sostiene que se trata de atender las necesidades básicas insatisfechas de las comunidades (especialmente las del área cercana a los proyectos extractivos) y de canalizar el ahorro nacional hacia el emprendimiento y las actividades intensivas en mano de obra.
Según el gobierno, estas propuestas tienen como propósito “una reducción gradual y sostenida en las emisiones de gases efecto invernadero y que contribuyan a la estrategia de transición energética mediante la descarbonización de la economía e implementación del uso de energías más limpias”.
Pero estas afirmaciones no corresponden a los efectos o consecuencias predecibles de las medidas concretas que se proponen.
La adopción de un nuevo impuesto, que se apila sobre disposiciones ya incluidas en la mayoría de los contratos de exploración y producción vigentes en Colombia, desestimula la inversión en el sector y es un atentado contra la generación de divisas que pueden sostener la balanza comercial del país.
Este nuevo impuesto afectaría también los ingresos públicos por concepto de regalías e impuestos en el mediano plazo, y castigaría una de las fuentes de empleo de mayor calidad en Colombia. Si además se considera la destinación propuesta para esos recursos, el resultado podría consistir en un aumento del asistencialismo improductivo, en detrimento de los empleos de buena calidad.
Por su lado, el impuesto al carbono y el marchitamiento de las exenciones aumentarían el costo interno de los combustibles y haría aumentar el ya severo déficit fiscal acumulado en el Fondo de Estabilización de precios de los combustibles (cerca del 3% del PIB).

La transición energética
¿Pero es esto lo que más le conviene a Colombia?
Si dejamos de lado los postulados ideológicos que parecen estar primando en la conciencia del nuevo gobierno, tendremos que responder de manera categórica que no es posible pensar en un mejor país si renunciamos a nuestras fuentes de ingresos y encarecemos el consumo de los energéticos que tanto peso tienen en el presupuesto de los hogares colombianos.
Colombia no tiene mucha urgencia de cambiar su matriz energética porque ya hoy es una de las más amigables del planeta, gracias a su base hidráulica y al aumento de las energías renovables, principalmente solar y eólica, durante los últimos años. Estos esfuerzos, además, serían apenas simbólicos frente a los verdaderos productores de gases de efecto invernadero en el mundo.
Forzar la sociedad colombiana a una transición prematura aumentaría los costos de la energía, que ya se proyectan en ascenso por la entrada en operación de los proyectos renovables de los últimos años. Estos proyectos siguen figurando entre los más costosos y —dado el marco regulatorio de Colombia — suponen el pago de un cargo por confiabilidad que seguirá presionando el alza de las tarifas de la energía eléctrica.
En segundo lugar, aunque se diga que desestimular las industrias extractivas equivale a estimular otras actividades intensivas en empleo, está más que demostrado que ni el agro, ni el turismo, ni la industria están en condiciones de reemplazar los aportes del sector energético, por lo menos en el plazo estipulado para la transición energética.
Un camino alternativo
Lo inteligente, responsable y justo para Colombia sería reconocer que el enemigo del medio ambiente no son nuestros recursos naturales y que, al contrario, ellos deben ayudar a financiar el desarrollo y hacia la transición energética segura que el mundo necesita.
Hay además espacios importantes que pueden ser aprovechados para mejorar el desempeño del país en cuanto a reducción de su huella de carbono. Desde un enfoque de unificación y no de polarización entre sectores de la sociedad, estas medidas pueden asegurar un mejor país para las próximas generaciones.
Los modelos prospectivos coinciden en que, para 2050, la participación de los combustibles de origen fósil seguirá siendo importante, con una reducción significativa en el consumo de carbón, una más modesta en el consumo de hidrocarburos líquidos y una no tan importante en el caso del gas natural —que en todos los casos es visto como un combustible de transición —.
Lo anterior debido a que la demanda energética mundial seguirá aumentando, aunque a menor velocidad, y a que las fuentes alternativas atenderán el aumento de la demanda más una fracción de la demanda existente.
Por eso es un completo desacierto dar señales de que Colombia se retira del mercado mundial de producción de energías de origen fósil. Muy al contrario, dada nuestra posición actual en ese mercado, lo racional sería permitir que sean las propias señales del mercado mundial las que gradúen el desmonte progresivo de las dichas industrias en Colombia. Dicho de modo más claro: no hay por qué aumentar los costos de un proceso que otras fuerzas ya están llevando a cabo.
En conclusión, el aporte de Colombia debería estar más enfocado en la recuperación y preservación de sus bosques y la incorporación de mejores prácticas productivas en sectores como el agropecuario o, el ganadero, el transporte masivo o la pequeña y mediana industria.
Para avanzar en iniciativas serias en esos otros ámbitos, es evidente que necesitamos los recursos económicos que puede aportar una industria petrolera y minera saludable, formalizada y orientada por principios de sostenibilidad.
Desde un gobierno al servicio de todos los colombianos, con menos conflictos sociales y más inteligencia y responsabilidad, se podrá cohesionar a la sociedad en el propósito común de adaptarnos al cambio global de nuestro modelo energético, de cara a los retos ambientales que enfrentamos.