Más allá de la cuestión territorial y del acceso al petróleo y el gas, el conflicto entre Rusia y Georgia agravará la proliferación nuclear y el riesgo de una hecatombe, sostiene el experto en relaciones internacionales y profesor de la Universidad de San Andrés en Argentina.
Juan Tokatlian
El destacado y respetado Bulletin of Atomic Scientists informó en 2007 la decisión de sus editores de aproximar a la medianoche lo que se llama el "reloj del día del fin del mundo". Originalmente, en 1947 la aguja se colocó a 7 minutos de las 12. Con ese anuncio se pretendía advertir a la humanidad sobre el peligro de una catástrofe nuclear. Al terminar la Guerra Fría, en 1991, se movió atrás la manecilla y se ubicó en 17 minutos de las 12. El año pasado, ante la constante proliferación nuclear, la agudización de los conflictos globales y la vertiginosa degradación ambiental, la comunidad científica responsable de la publicación ubicó la aguja a sólo 5 minutos de la medianoche.
Hoy es posible afirmar que el impacto de largo plazo más importante que pueda tener el feroz ataque de Georgia a una región de su propio territorio, Osetia del Sur, y la contundente respuesta militar de Rusia, que incluyó liberar ese enclave y llegar a pocos kilómetros de la capital georgiana, Tiflis, sea acelerar aún más el proceso hacia una potencial hecatombe nuclear.
Lo ocurrido en esa porción del Cáucaso trasciende lo que a primera vista parecería ser un violento gambito en lo que fuera parte de la ex Unión Soviética. El torpe aventurerismo del Presidente de Georgia, Mijail Saakashvili y la desmesurada reacción del Presidente de Rusia, Dimitri Medvedev, no expresan simplemente la colisión entre un reputado demócrata y un fanático autoritario. Saakashvili actuó autónomamente, pero es bueno recordar que hay un contingente militar de 130 efectivos y miles de contratistas de Estados Unidos en Georgia: o falló la inteligencia, o el Presidente buscó provocar una intervención de Washington que nunca ocurrió, ni realmente podría haber ocurrido, dada la atención puesta por EE.UU. en Irak.
Medvedev -con el doble comando de Vladimir Putin- lanzó un destructor ataque en lo que es la primera masiva y exitosa operación rusa en otro país desde que la URSS se retirara de Afganistán. Superada la implosión de los noventa, Moscú retoma su tradicional política de consolidación en su zona de influencia próxima. Por ello, la naturaleza de los regímenes políticos poco explica lo sucedido y no justifica la matanza de gente indefensa. Esta fue una nueva guerra en la era del terrorismo: ínfimas bajas militares, abrumadoras muertes de civiles.
Las motivaciones geopolíticas en torno al valor del espacio caucásico como epicentro del flujo de hidrocarburos hacia Europa constituyen un factor necesario pero no suficiente para captar la lógica en pugna en el área. El rápido despliegue europeo parece obedecer al temor de ver interrumpido, eventualmente, el suministro de petróleo y gas ruso. Sin embargo, es difícil suponer que Moscú estuviera dispuesto a frenar la provisión de hidrocarburos, o que en la zona no hubiera vías de transporte alternas a la georgiana. Lo que sí puede indicar el comportamiento francés y alemán en esta crisis es un esbozo de viraje en la política hacia Moscú. Desde el final de la Guerra Fría, Europa no hizo nada distinto frente a Rusia que cercarla y humillarla, en consonancia con la estrategia de Washington para Moscú. Una visión europea alternativa -hoy todavía no consensuada en el Viejo Mundo- podría ver esta reciente tragedia como una oportunidad para establecer un puente estratégico europeo-ruso sustentado en el reconocimiento mutuo y la prudencia recíproca. Una manifestación concreta sería que los miembros europeos de la OTAN desistieran de incorporar a Ucrania a la organización. Esa será la prueba de cuánto realmente ha cambiado Europa en su perspectiva de Rusia.
Las consecuencias inmediatas respecto al eventual secesionismo que cunda en la región -siguiendo la Caja de Pandora abierta con la independencia de Kosovo- podrían ser de trascendencia, pero quizás sus repercusiones se puedan acotar si Estados Unidos y la Unión Europea dejan de promover la partición como una alternativa válida cada vez que surja una disputa intra-étnica o intra-religiosa. Rusia ha buscado aprovecharse de esa equívoca estrategia de algunos de los países de la OTAN para su beneficio: Osetia del Sur y Abjazia difícilmente quedarán en manos de Georgia. Probablemente, a partir de esta coyuntura, los países centrales asimilen mejor las consecuencias imprevistas e indeseables de reorganizar el mapa de las naciones y los pueblos de acuerdo con sus intereses.
En breve, lo fundamental de lo ocurrido en Osetia del Sur excede cuestiones como el vínculo entre régimen político y recurso a la fuerza, la geopolítica de los recursos no renovables y el alcance de la secesión en la post-Guerra Fría. Lo medular es que lo acontecido acelerará la proliferación nuclear, la carrera armamentista espacial y la inestabilidad en Asia Central y el Medio Oriente; todo lo cual podría conducir a una mayor tentación de usar armas nucleares.
La reacción estadounidense frente al contra-ataque ruso sobre Georgia puede conducir a que Moscú no se sume activamente a una nueva ronda de sanciones respecto al programa nuclear de Irán. Las autoridades en Teherán, a su vez, seguramente evaluarán los sucesos en el Cáucaso y su efecto en su vecindad. De hecho, el incremento del despliegue militar de Estados Unidos en el Golfo Pérsico (más submarinos nucleares y portaviones) durante los últimos días, las contradicciones entre Rusia, China y la Unión Europea frente a la cambiante situación en Medio Oriente y el resurgimiento de la hipótesis de un eventual ataque preventivo de Israel a Irán, bien podrían conducir a estimular al gobierno iraní a continuar con sus planes de enriquecimiento de uranio, que aunque muestra avances significativos no es alarmante. Los malos cálculos a varias bandas podrían llevar a que en los próximos meses, y antes de la asunción de un nuevo presidente en Estados Unidos, se pueda precipitar una crisis en el área; crisis que de algún modo estaría entrelazada con la delicada situación en el Cáucaso.
Por otro lado, la atención occidental en el Cáucaso, el resurgir ruso, así como la tentación de los halcones en Washington de castigar a Irán antes de dejar el poder, están opacando el principal foco de inestabilidad en el corazón de Asia: Pakistán. El continuo deterioro de la situación en ese país -la quinta potencia nuclear asiática después de Rusia, China, Israel e India- podría tener consecuencias imprevistas para la paz mundial.
Por último, en medio de la confrontación georgiano-rusa, Estados Unidos y Polonia apresuraron la firma de un acuerdo preliminar para instalar elementos del sistema global antimisiles en ese país. La localización de interceptores en territorio polaco y de un radar en la República Checa serán parte del escudo antimisiles impulsado por Washington; algo que Moscú rechaza enfáticamente. Este tema debe precisarse en un contexto estratégico más amplio: toda la carrera nuclear y militar durante la Guerra Fría se basó en la fabricación y despliegue de armas ofensivas. La convicción de que la respuesta del oponente a un primer ataque nuclear sería tan letal que hace impensable su uso era y es la esencia de la disuasión. Si Estados Unidos prosigue con la construcción de un arma defensiva inexpugnable, la disuasión dejará de tener sentido: sólo un actor internacional estará plenamente seguro y tendrá la capacidad de chantajear a cualquier adversario o amigo. Así, los incentivos para utilizar armamento nuclear antes de que el escudo antimisiles resulte operativo se incrementarán.
En esa dirección, las consecuencias de lo que acaba de ocurrir en Osetia del Sur superan la dimensión de lo que en este momento está en juego en el Cáucaso. Por ello, no sólo habrá que insistir que es inmoral atacar a poblaciones civiles desarmadas, sino que es un imperativo supremo iniciar un proceso de desarme global. De no hacerlo, el espectro de un holocausto nuclear ya no debe descartarse.