No dejan de aparecer revelaciones sobre la violencia en Colombia y las macabras prácticas que se cometieron en nombre de la guerra contra la subversión. El pasado lunes 25 de septiembre, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) halló una serie de excavaciones de lo que serían hornos crematorios utilizados por grupos paramilitares. Este hallazgo habría sido posible por el testimonio de Salvatore Mancuso ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). De acuerdo con él, la Fuerza Pública habría actuado por decisión del entonces máximo comandante de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Carlos Castaño.
Colombia no puede acostumbrarse a la revelación de detalles sobre todas las formas en que se buscó imponer la idea de que se ganaban batallas contra las guerrillas, pasando por encima de los derechos humanos y negando la aplicabilidad del derecho internacional humanitario con al argumento de los teóricos del uribismo de que no había conflicto armado sino amenaza terrorista. A comienzos de año, en una decisión histórica, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH) condenó a Colombia por el genocidio de la Unión Patriótica que contempló desapariciones, torturas, ejecuciones extrajudiciales y amenazas desde mediados de los 80 y se extendió por dos décadas. Como si semejante tragedia no hubiese sido suficiente y cuando el Estado abandonaba la persecución a la UP -porque quedaron pocos-, comenzó la ofensiva cuyos horrores se han revelado en el último tiempo y se han etiquetado bajo el eufemismo de “falsos positivos”. No son otra cosa que la aplicación de la pena de muerte en un país donde está expresamente prohibida (artículo 11 de la constitución).
A mediados de este año, en las audiencias públicas de la JEP se hicieron revelaciones de la mayor importancia como las ejecuciones en Dabeiba reconocidas por el sargento en retiro Fidel Ochoa que significaron el comienzo de una operación militar sostenida en le tiempo con doble propósito. De un lado, conseguir resultados operacionales para obtener premios, bonos y condecoraciones; y de otro, convencer a la opinión sobre una victoria militar sobre la guerrilla. Según el testimonio, no solo se masacraba, sino que se quemaban la documentación de las víctimas y se entregaban croquis alterados a la Fiscalía. Esto confirma lo que previamente había confesado ante la propia JEP el coronel (R) Efraín Prada Correa y da cuenta de un agravante, no parecen crímenes cometidos en el fragor el combate, sino de un plan elaborado fríamente y en el que, difícilmente se puede pensar en iniciativa de mandos medios o de los militares, sin la orden o aquiescencia de los responsables políticos.
Este año por primera vez en la historia, un general en retiro reconoció la existencia de estas ejecuciones. Se trató de Henry Torres Escalante, excomandante de la Brigada XVI y quien aceptó “con vergüenza el señalamiento de máximo responsable” de 186 personas asesinadas y que fueron presentados como guerrilleros dados de baja. Entre ellos cinco adolescentes, dos adultos mayores y dos personas con discapacidad.
A pesar de la contundencia de las pruebas en los testimonios e imputaciones en la JEP, el Centro Democrático ha recurrido a todo tipo de maromas argumentativas para evitar el reconocimiento y avanzar en un acto de contrición público. Éstas van desde prejuicios delirantes sobre posverdad y el supuesto estirpe progresista o comunista de los magistrados de la JEP, pasando por la desgastada tesis de las “manzanas podridas” y llegando a la cómoda suposición de que pudo haber ocurrido, sin embargo, las autoridades políticas no estaban al tanto.
Colombia se acostumbró a entregar militares y policías quienes son, en casi todos los casos, exhibidos como únicos inculpados. Rara vez un político de la época asume la responsabilidad, así fuera por omisión. Vale rescatar la grandeza de Juan Manuel Santos quien ante la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad “pidió perdón desde lo mas profundo de su corazón” y confesó cómo llegaban los rumores sobre esas ejecuciones, pero tercamente Uribe insistía en mantener la presión, a sabiendas de las consecuencias que estaba teniendo en términos humanitarios.
La aparición de los hornos en la frontera con Venezuela donde se redujeron a cenizas los cuerpos de inocentes, debe servir para que, de una vez por todas, un perdón sea pronunciado no solo parte de militares ante la JEP, sino de políticos que, por años han esquivado su responsabilidad. En cualquier democracia occidental del mundo, sería inaceptable que quienes pasaron por las altas esferas del ejecutivo mientras semejantes hechos sucedieron, anden tan campantes con la lacerante tesis para las víctimas de la posverdad. En varias de las democracias más robustas de Occidente se prohíbe negar los genocidios, pues se suelen invocar como apologías al odio disfrazadas de rigor historicista, igual que en Colombia.
Parece imposible para las víctimas perdonar un crimen tan atroz, pero lo será aún más, si para colmo de males, quienes fueron victimarios -o los ayudaron- se empeñan en reducir la gravedad y de manera oportunista, se han tomado las banderas de militares y policías para presentarse como la bancada o el partido pro Fuerza Pública. Lo más doloroso de los genocidios después del evidente arrebatamiento de la vida de seres queridos, lo constituye la negación sistemática o el argumento de clara inspiración leguleya de que el genocidio político no existe. Harían bien los políticos de todos los espectros en empezar a reconocer y llamar las cosas por su nombre. La intención de cometer un genocidio político en Colombia fue sistemática, comprobable y tiene una cadena de mando que lo sugiere. ¿Hasta cuándo seguiremos estimulando la negación?
1 Comentario
Colombia es de tradición eufemística. Nos han acostumbrado a nombrar las cosas de formas muy elegantes. A los empresarios mafiosos los llaman polémicos empresarios, a los corruptos en general los llaman manzanas podridas, a los crímenes de Estado los llaman falsos positivos o ejecuciones extrajudiciales y así por el estilo.