El caso de Claudia López revive la pregunta de si un funcionario puede apoyar a un candidato. ¿Qué tipo de participación política debemos esperar de los funcionarios públicos elegidos por voto popular?
Juan Albarracín Dierolf*
Dos ideales opuestos
El debate sobre “participación política” de los funcionarios públicos elegidos por voto popular ha revivido gracias a los comentarios por twitter de la alcaldesa de Bogotá.
Estos debates suelen surgir en tiempos electorales para debilitar a los rivales, pero en el fondo evocan ideas esenciales—y opuestas— para el funcionamiento de una democracia:
-Los funcionarios públicos electos representan a una comunidad —un municipio, un departamento, un país—; por eso deben mantener un espíritu suprapartidista.
Es más: la democracia exige un alto grado de igualdad en la competencia electoral. Por eso debe evitarse que los funcionarios usen los recursos públicos para apoyar a sus candidatos. Este apoyo puede darse de muy distintas maneras: desde el uso indebido de la infraestructura estatal para realizar campañas, hasta el acceso preferencial a los servicios estatales para quienes apoyen a un candidato afín (una forma de clientelismo).
La política democrática exige que los políticos electos persigan su vocación como funcionarios públicos y su vocación como partícipes de disputas político-electorales.
-Pero retirar de la disputa política (electoral) a quienes ostentan cargos públicos empobrece el debate político. Los funcionarios tienen el derecho democrático de expresar sus preferencias políticas. Además, su presencia y opiniones son fuentes de información significativas que orientan el comportamiento electoral y político, en especial en Colombia donde los partidos son muy débiles.
Incluso resulta ridículo prohibir la participación política de un funcionario, como hace poco ocurrió con el alcalde de Medellín. Sin importar la opinión que se tenga sobre Daniel Quintero y su gestión, la solicitud que le hizo la Procuraduría General de abstenerse de hablar sobre el proceso de revocatoria en su contra conllevaría una limitación desproporcionada del debate democrático.
En pocas palabras: la política democrática exige que los políticos electos persigan su vocación como funcionarios públicos y su vocación como partícipes de disputas político-electorales. No es fácil conciliar las exigencias de cada vocación.
Unos límites borrosos
No es fácil alcanzar el equilibrio entre la competencia política y la participación de los funcionarios elegidos por voto popular.
Como muestra esta directiva del entonces procurador general Carrillo, hay en Colombia una infinidad de disposiciones constitucionales y legales acerca de la participación política de los funcionarios elegidos.
Quizás debido a esa cantidad de regulaciones, no son claras las líneas que separan lo aceptable de lo ilegal o reprochable. En efecto: en algunos casos las regulaciones se concretan en leyes, pero otras son reglas informales sobre comportamientos aceptados o rechazados dentro de una comunidad política.
Hay comportamientos abiertamente ilegales: usar la maquinaria del Estado para favorecer a un candidato o desfavorecer a otro, presionar a los subalternos, o usar los medios y espacios oficiales para influir sobre los votantes.
El límite de lo permitido a funcionarios públicos (electos o no) suele depender del contexto; por ejemplo, en Colombia los miembros de las fuerzas armadas no pueden votar, pero en Estados Unidos sí pueden hacerlo.
En Estados Unidos, Trump usó la Casa Blanca para aceptar la nominación del Partido Republicano en 2020, una decisión cuya legalidad fue discutida. Según algunos analistas, aunque el presidente de Estados Unidos no está sujeto a la legislación sobre participación política de los empleados federales, hacer uso de estos espacios podría ser ilegal.
Pero incluso si no lo fuera, esta actuación rompía con las tradiciones y el uso del espacio público por parte de un presidente. Los jefes de gobierno estadounidenses participan más activamente en la disputa política que los de otros países, pero hay espacios y actividades presidenciales que —según las convenciones informales— deben ser suprapartidarias, como la Casa Blanca.

Métodos utilizados en el mundo
Una solución común en los sistemas parlamentarios es separar la figura del jefe de Estado—quien representa la máxima autoridad y tiene un perfil suprapartidario— de la figura del jefe de gobierno —quien da los lineamientos de la política y tiene un perfil más partidario—. Así, el presidente de Alemania o la reina del Reino Unido se sustraen de las disputas políticas, mientras que el jefe de gobierno participa activamente.
Pero, aunque tengan un perfil más político, los jefes de gobierno tienden a demarcar sus áreas de actuación. Por ejemplo, Ángela Merkel no decía las mismas cosas desde el edificio de la Cancillería Federal y desde la sede de su partido, la Konrad-Adenauer-Haus. En el primer caso hablaba la cabeza del gobierno federal, pero en el segundo caso la misma persona lo hacía en virtud de su membresía partidaria y como líder del partido demócrata-cristiano. Puede parecer secundario, pero este tipo de distinciones (muchas veces informales) son importantes.
Más que monitorear los tweets, hay que evitar que se usen los recursos del Estado para desequilibrar la competencia democrática.
Hacer esta separación es más sencillo cuando existen partidos robustos. Los partidos se vuelven el aparato que organiza y financia la actividad política de un funcionario electo y en muchos casos —como en Alemania— separan físicamente sus diferentes papeles.
El caso de Claudia López
En Colombia, dada la notoria debilidad de los partidos, los políticos no pueden usarlos para separar sus funciones. La ausencia de partidos hace que la política se personalice más. Para muchos no es clara la diferencia entre el tweet de una alcaldesa desde su cuenta personal y uno desde una cuenta institucional.
El primero, manteniendo el decoro que se espera en la competencia democrática, es el espacio de expresión de la persona. El segundo es el espacio donde una funcionaria pública se comunica con la ciudadanía.
La separación nítida entre ambas funciones del funcionario público no es posible; siempre existirá un debate en torno a las actuaciones de un político. Pero esperar que los funcionarios electos no participen en la política es ingenuo y puede ser nocivo para la democracia. Más que monitorear los tweets, hay que evitar que se usen los recursos del Estado para desequilibrar la competencia democrática.