Es preciso elevar el debate, deponer los prejuicios y buscar lo que nunca ha existido en Colombia: una justicia militar experta, administrada por pares calificados, en servicio activo y alejados del corporatismo.
Armando Borrero Mansilla*
Por un debate útil
Según mis amigos más cercanos, cuando expreso mis opiniones sobre la justicia militar en Colombia tiendo a resbalar por ese terreno movedizo de lo políticamente correcto (síntoma de un neo–macartismo inquietante). Pero como en la copla llanera, me debo parecer a “mi compadre Estanislao, que se resbala en lo seco y se para en lo mojao”.
![]() La justicia ordinaria no ha sido garantía de imparcialidad, amén de sus profundas incompetencias. A su vez, la justicia militar tampoco ha sido modelo de celo y severidad. Foto: Colombia.com |
Creo que en Colombia se hace necesario establecer una justicia militar por razones que van allá de lo puramente jurídico y que se adentran en el imaginario colectivo, en lo cultural colombiano, en las confusiones del conflicto armado contemporáneo y en la necesidad de una justicia experta para militares y policías, quienes todavía resultan desconocidos para las élites colombianas.
Porque si en algún país del mundo hubo un divorcio profundo entre civilidad y fuerzas armadas, fue en Colombia. Una historia de desencuentros, de prejuicios y recelos, de pensamiento liberal y de positivismo mal imitados y mal asimilados, de descuido en todo lo relacionado con la defensa y la seguridad han llevado a los debates de hoy.
Escribí hace unos meses en estas mismas “páginas de éter” — ver el análisis publicado en Razón Pública el 19 de febrero de 2012 — que el debate sobre la materia estaba mal planteado si partía de dos supuestos antagónicos, pero falaces: ver en toda oposición al fuero militar las orejas del lobo subversivo y, al contrario, ver en el fuero un intento militar por asegurarse impunidad. Nada productivo sale de oposiciones falsas.
El punto de partida de un debate útil debe ser la mirada objetiva y ponderada sobre la necesidad o la no necesidad de una justicia experta para los militares. La experiencia muestra que la justicia ordinaria no ha sido garantía de imparcialidad, amén de sus profundas incompetencias. A su vez, la justicia militar tampoco ha sido modelo de celo y severidad.
En estas circunstancias, el desafío es construir lo que no se tiene: una justicia para los colombianos de armas que conozca las características complejas de los conflictos de la hora, que entienda las dificultades del combate, que conozca cómo funciona una organización militar y que sea sensible a las fronteras entre ese derecho de urgencia que es el derecho internacional humanitario, pensado para la guerra, y el enfoque de los derechos humanos.
Particularidad colombiana
En la historia de Colombia sorprende un fenómeno poco estudiado: el alejamiento y el desprecio de las élites por las instituciones militares y por el papel de las fuerzas armadas, en el proceso de construcción de un Estado nacional moderno.
En los albores de la República, el general Santander lo tuvo claro. Pero muerto el hombre, muerta su obra. Un liberalismo que, como expresé en texto anterior, no se reconocía en sus orígenes hobbesianos, decidió sacar la capacidad coercitiva del Estado de las preocupaciones de la hora (manes de don Florentino González). Predominó un sentimiento que se formó a finales de la Colonia, con la llegada de las reformas militares borbónicas, que acercaron las élites criollas a lo militar en el resto de América Latina.
Pero curiosamente, en la Nueva Granada apenas salida de la revuelta comunera, se produjo lo contrario: las alejó. La desconfianza primó y los criollos se apartaron de lo militar. Tampoco ayudó el Ejército Libertador, percibido como excluyente por los granadinos. Tras el abandono del Estado y habiendo los partidos asumido el ámbito de lo militar, se completó el panorama.
Algo ha cambiado en los últimos tiempos, pero queda una costra dura: nunca se practicó en Colombia la idea liberal de una ciudadanía calificada por el deber de las armas. Lo militar ha sido apenas instrumento, y sólo ahora comienza a entreverse la posibilidad de un nicho institucional claro para la fuerza.
Una brecha que se amplió
Si en algún sector ha sido fuerte el sentimiento antimilitar, ha sido en el mundillo del derecho, tanto en la academia como en la práctica. Hoy ya no se siente tanto en la sociedad en general, pero en los estrados siguen vigentes los prejuicios.
![]() Los colombianos educados nunca experimentaron la vida militar, ni fue preocupación conocerla. |
El alejamiento del pasado se traduce en que los colombianos educados nunca experimentaron la vida militar, ni fue preocupación conocerla. Cierto que no es fácil ese mundo áspero y apartado. Pero otras sociedades lograron hacerlo propio, integrarlo y acercarse al ideal del soldado–ciudadano.
La cercanía facilita el control y en las democracias modernas existe una institucionalidad sólida y democrática. El distanciamiento, en cambio, facilita la aparición de ruedas sueltas y los recelos negativos.
La profunda ignorancia de lo militar que se ha visto en muchas actuaciones de la justicia ordinaria, es síntoma claro de lo que aquí se afirma y no se ve fácil cómo superar esta dificultad. La ley de la acción y la reacción hace que también entre los militares se afiancen sentimientos negativos y prejuicios hondos sobre el mundo de lo civil.
Guerra irregular, reino de la incertidumbre
El otro problema complejo — y por ser objetivo resulta menos debatible — es el de la irregularización progresiva de los conflictos armados contemporáneos. La expresión “conflicto armado” de por sí ya pone en guardia. No se tienen certezas sobre la guerra: “la guerra ha muerto, pero no lo saben todavía” es la feliz definición del general francés Claude Le Borgne [1].
![]() Los conflictos de hoy confunden todo: |
Los conflictos de hoy confunden todo: confunden misiones militares y policiales, confunden enfoques de derechos humanos y conceptos de derecho internacional humanitario, dificultan la definición de objetivos propiamente militares y por lo tanto, se llevan por delante las certezas sobre el principio de distinción.
Las guerras de la segunda mitad del siglo veinte en adelante llevan, en su mayor parte, el sello de las ideologías y de las identidades. No es que desaparezcan los intereses materiales, pero se enfundan y justifican en la ideología, o en la cultura, o en la etnia.
La fuerza se aplica no sólo para vencer militarmente a un enemigo, sino para hacer daño más allá de las regulaciones sobre los objetivos legítimos de la violencia estatal. Se penetra en grados crecientes en los terrenos del terrorismo. Conseguir beneficios para una causa es posible por la vía del miedo extorsivo, o sea alcanzar concesiones por suspender el daño, antes que por el desarme del contrincante.
El otro problema es la condición del combatiente. Cuando aparece el partisano como constante y cuando se extiende a actores no estatales la titularidad del jus ad bellum, la decisión sobre la regularidad se hace en medio de la pérdida de los criterios que tuvo antes la calificación en derecho.
La clasificación misma de las distintas formas de violencia se torna también confusa. Antes era muy clara la distinción entre la violencia intensa de la guerra y las violencias esporádicas de la delincuencia. Hoy esa frontera es porosa.
Han aparecido formas de violencia originadas en actividades delincuenciales que reproducen las maneras de actuar de la insurgencia armada que subvierte el orden jurídico de los Estados. Organizados de modo militar — como ciertas organizaciones armadas del narcotráfico (los Zetas mexicanos o nuestras BACRIM son un buen ejemplo) que operan en México, en Colombia, en Centroamérica, en Afganistán y en Myanmar, o de piratería marítima como en Somalia — obligan a los Estados a combatirlos de modo militar.
La comunidad internacional empieza a verse implicada en decisiones que ponen a prueba un derecho consolidado. El lenguaje, y no sólo el coloquial, sino también el oficial de los Estados, confunde: se habla de “guerra contra el narcotráfico” o de “guerra al tráfico de personas”. “Horrorosa, pero ordenada, la guerra era clara” escribió el general francés ya mencionado. Hoy es el reino de la incertidumbre.
Justicia de pares
En esas aguas no navega la justicia ordinaria colombiana. La ignorancia de las sutilezas y las diferencias entre las circunstancias del crimen de guerra y el crimen ordinario se ve en procesos y sentencias de manera continua.
En otro artículo — también publicado en Razón Pública, el 26 de febrero de 2012 — me referí a casos ejemplares como los de los generales Arias y Uscátegui, el coronel Plazas y el cabo Támara. Pero como éstos hay muchos.
Una justicia de pares está más cerca de esas sutilezas y diferencias. Corre el peligro de convertirse en una justicia corporatista, pero para eso están los controles estatales que en otras naciones han hecho respetada la justicia militar.
Ahora la Comisión Interamericana de Derechos Humanos entra en la liza para proponer lo que ya fracasó en 1995: que los tribunales militares no estén conformados por militares en servicio activo, con lo cual se desnaturaliza de nuevo el problema al prejuzgar que los pares no pueden ser justos. Es como hacer concilios católicos, pero con obispos protestantes.
En Colombia una “justicia experta” para los militares sólo puede ser, por ahora, una justicia de pares. Con las precauciones debidas, como definir bien el ámbito de los delitos propios de la justicia castrense, como tener a los jueces y a los investigadores en líneas de mando propias de la justicia militar, y como darles una formación de excelencia para que entiendan que los primeros interesados en la verdad y la justicia deben ser los mismos militares, porque la superioridad moral no se le puede regalar al enemigo.
Dicho de otra manera, control civil y democrático fuerte: controles parlamentarios, controles del ejecutivo en las organizaciones militares, controles judiciales y controles de opinión.
En suma, una justicia institucional nacida de necesidades identificadas con claridad, enmarcada en lo constitucional y el derecho internacional, y con la mejor calidad humana que pueda conseguirse. Todo lo contrario de una justicia nacida de prejuicios arraigados profundamente en la cultura nacional o, en el otro extremo, de solidaridades de cuerpo mal entendidas.
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