Pablo Milanés fue uno de los músicos cubanos más reconocidos de su tiempo. Sus canciones traspasaron fronteras espaciales y temporales, pero ¿qué es lo que hace especial a su obra?
Darío Rodríguez*
Una muerte difícil de asimilar
Es muy difícil hablar de Pablo Milanés en tiempo pasado o siquiera pensarlo como alguien fallecido. Esto se debe, sobre todo, al efecto y la longitud de su obra musical, que oscila entre la interpretación de piezas inmortales representativas de diversos géneros y la creación de melodías con un altísimo valor inclinado hacia el sentimiento o lo reflexivo.
La noticia de su muerte, la propia desaparición física, no alcanzan a opacar esa honda vitalidad que brota en todo su trabajo. Al tal punto que, oyendo algunas de sus canciones, vuelven a experimentarse unos latidos y unas emociones que en nada se relacionan con la angustia o la fatalidad.
Para probar la singular permanencia de esta música basta identificar dónde y cómo se oye. Se ha oído a Milanés desde, por lo menos, los años ochenta. Lo siguen por igual aficionados a la salsa que admiran las adaptaciones bailables de algunos de sus temas; cultores puristas del son, el bolero y el filin; y también los más rigurosos devotos del movimiento denominado Nueva Trova Cubana.
La universalidad de esa producción sonora y poética es recibida en algunos lugares distantes como patrimonio o símbolo de una lucha, de una historia específica, incluso de una manifestación afectiva.
Gentes de tres mundos, tan distintos entre sí, que se hallan hermanados gracias a la versatilidad de un músico de excepción, como fue hasta su último día el autor de Yolanda.
“El más grande trovador”
Silvio Rodríguez – el único artista con quien puede equiparársele – lo ha llamado siempre “el más grande trovador”. Esta calificación podría interpretarse como el elogio cariñoso de un amigo a otro. Sin embargo, es posible entender de modo global el aporte de Milanés a la canción popular y a la música misma si se considera con rigor el término Trovador.
Este posee una tradición antiquísima en los cinco continentes y goza de una vigencia indiscutible, aunque el mercado, en nuestros días, prefiere a los animadores de fiestas multitudinarias o a quienes más se asemejen a modelos de pasarela.
El trovador habla y oye a su pueblo. Hunde las raíces de su creación en el sentir y el pensar de unas comunidades. Estas, a su vez, lo ubican como heraldo, como vocero.

La universalidad de esa producción sonora y poética es recibida en algunos lugares distantes como patrimonio o símbolo de una lucha, de una historia específica, incluso de una manifestación afectiva.
Al endilgarle el título de “el más grande”, Silvio Rodríguez le hace justicia a Pablo Milanés. Lo enmarca en el sentido concreto de lo que logró entre su público y los demás cantautores.
Existen los trovadores afincados solamente en búsquedas poéticas (Leonard Cohen, Chico Buarque, Bob Dylan y el propio Rodríguez); hay los que encuentran su fuerza en la militancia política o sentimental, de modo exclusivo (Víctor Jara o la recientemente desaparecida Gal Costa); y hay, así mismo, una clase de trovador que nunca se desprende del elemento popular y lo lleva hacia el folclor o la investigación en lo autóctono (Facundo Cabral o, en cierta medida, Quilapayún).
Muy pocos trovadores han conseguido descollar en la totalidad de los espectros que puede brindar su oficio. Pablo Milanés lo consiguió (y con creces).
La música de Milanés
La revisión de su discografía muestra una vasta colección de intereses unida a una altísima capacidad interpretativa y compositiva. Los siete discos donde arregla versiones del filin cubano y mexicano – grabados desde 1981 hasta finales de la primera década de este siglo – son antológicos porque revitaliza lo que ese modo musical ha sido, un enlace entre la música sentimental del Caribe y el swing y el blues estadounidense.
Las musicalizaciones de poetas como Nicolás Guillén o José Martí demuestran un conocimiento profundo de la potencia verbal aplicada a la canción.
Con idéntico talento desemboca hacia la canción prototípica del panfleto y la consigna socialista en discos como Aniversario (1979), o hacia un repertorio próximo a la indagación en el amor y el paso del tiempo: Yo me quedo (1982).
Esta era su esencia, por cierto. La de un músico que crecía al establecer nexos afectuosos con sus públicos. Ambicioso e integral, Pablo Milanés llevó lo nuevo a lo antiguo y supo trasladar múltiples discursos o formatos a grandes audiencias.
Mención aparte merecen sus trabajos en colaboración, donde la habilidad para conjugar el brillo de otros músicos con el suyo da cuenta de un gran equilibrio.
Ejemplos de esto son las grabaciones con el Grupo de Experimentación Sonora – poco difundidas en Colombia por culpa del prejuicio hacia la música comprometida con causas políticas –, que cobijan buena parte de la década del setenta. Otro ejemplo son los célebres discos de duetos, que pueden ser asumidos como una sinopsis del movimiento que durante algún tiempo se llamó “canción protesta”.
Estos son unos cuantos casos de una labor que supera la centena de producciones discográficas. Se le suma a esto el virtuosismo demostrado en seis o más décadas como cantor ante millones de personas, un arte que Milanés ejercía como pocos.
Esta era su esencia, por cierto. La de un músico que crecía al establecer nexos afectuosos con sus públicos. Ambicioso e integral, Pablo Milanés llevó lo nuevo a lo antiguo y supo trasladar múltiples discursos o formatos a grandes audiencias.
Por otro lado, no es ley exigirle coherencia ni cohesión a un artista. Quizá las convicciones políticas o estéticas de Pablo Milanés fueron modificándose con su entrada en la madurez. Les ha ocurrido a todos los artistas que del mundo.
No obstante, una de sus mayores exploraciones, la pesquisa acerca del deterioro o de los frutos brindados por el tiempo, sin nostalgias fáciles ni sensiblería (uno de los riesgos más letales que corre quien compone canciones), recorre con un paso firme, aunque delicado, toda su carrera profesional.
Y no cabe duda de que es en ese aspecto, el de la meditación acerca de lo temporal y del destino humano, donde se centra el legado del cubano. Al intentar la cita de unos pocos versos que ejemplifiquen esta inquietud, la obra completa se resiente.
De ese tamaño es la unidad expresiva de este cantautor. En algunas primeras canciones, la temática se aborda sin cortapisas, de una manera directa, casi brutal:
“El tiempo pasa.
Nos vamos volviendo viejos.
Y el amor no lo reflejo como ayer.
Los años mozos pasaron
y ahora saber que hay que ser
y hay que estar.
Duro el camino que queda,
y ahora saber caminar.
Y hay que andar”.
Por su crianza e historia personal se le fue revelando desde adolescente el problema de crecer y de envejecer. La imposibilidad de dominar al tiempo, tan siquiera de pactar con él, se hace presente disco a disco. Una canción titulada Nostalgias procura resumir esta preocupación en lo temporal y en sus efectos.
“Todo se va.
Todo tiende a pasar por el tiempo que nos señalan
Para ver que, al final del viaje,
Todo vuelve para comenzar.
Muero al vivir, resucito al pensar
desde aquello que un día soñé.
Los espejos que se me rompieron.
Los juguetes de mi amanecer”.
Se va un mundo
Milanés se va y junto a él un mundo, un ámbito amplio de abarcar lo musical que incluía los deberes ciudadanos y el pago de deudas a las artes pretéritas.
Es complicado que se repita una libertad creadora de sus características entre unas lógicas excesivamente comerciales adquiridas por la música en nuestro tiempo.
Pero la paradoja queda establecida, pues no es este un músico cualquiera: Milanés se queda en las cientos de miles de personas que siguen, y seguirán, oyendo sus canciones, donde lo humano está expuesto con espontaneidad, melancolía o gloria. Un artista de su estatura no muere tan de prisa.
Nos aferramos a las cosas con las que él afirmaba quedarse en una de sus más exquisitas composiciones:
“Yo me quedo
con todas esas cosas,
pequeñas, silenciosas,
con esas yo me quedo.
Ya no quiero
hablarte de otras cosas,
más dignas, más hermosas,
con esas yo me quedo”.