Desde la Colonia hasta el siglo XXI, una larga tradición de gobernantes elegidos por métodos legales…y sus hermanas no reconocidas: las financiaciones ilegales.
Nicolás Pernett*
La democracia cuesta
Colombia vivió la semana pasada una crisis política como no se veía desde hacía dos semanas.
Esta vez, de nuevo, se trata de sospechas sobre financiación ilegal de la campaña presidencial de Gustavo Petro, después de que se filtraran grabaciones del embajador Armando Benedetti amenazando con contar verdades que los mandarían a todos «a la cárcel».
En el país estamos familiarizados con este tipo de escándalos, pues en las últimas décadas no han faltado señalamientos sobre la entrada de dinero del narcotráfico a las campañas políticas.
Desde mediados de los años setenta, todos los presidentes colombianos han sido acusados de llegar al poder con dineros de la cocaína (lo que le daría un nuevo sentido a la expresión “aspirar a la presidencia”).
El sistema democrático en el que vivimos ha hecho que llegar al poder sea, en muchas ocasiones, una cuestión de plata. ¿Cuánto cuesta llegar a una Alcaldía? ¿Cuánto al Congreso? ¿Cuánto cuesta ocupar el solio de Bolívar? Las respuestas pueden variar según los asesores políticos, pero todas las cifras tienen bastantes ceros.
Y la plata se consigue donde la haya: en los bancos, en el Estado, en las iglesias cristianas, en los grandes partidos y en los aportes de privados y particulares. Por supuesto, es en esta última categoría donde pueden entrar los milloncitos de familiares solidarios, los cientos de miles de pesitos de partidarios entusiastas y las tulas repletas de billetes de los señores oscuros que ya sabemos, esos que apoyan candidatos como si compraran caballos.
Una historia poco edificante
Esta nos parece retrotraer a la época de la Colonia, cuando la mayoría de cargos en la administración se podían comprar directamente, así nomás: escribano, alcalde, alguacil, corregidor, lo que se le ofrezca, aproveche que está en rebaja. Esta vez no como metáfora sino como una práctica común para financiar las arcas de la quebrada Corona en Castilla.
Desde mediados de los años setenta, todos los presidentes colombianos han sido acusados de llegar al poder con dineros de la cocaína

Esto cambió en los primeros años de la república, después de la Independencia, y entonces un candidato tenía que convencer a los congresistas o a los electores del reducido colegio electoral para asegurar su presidencia. Todo esto se hacía por medio de alianzas privadas que definían la elección, y así los candidatos no tenían que salir en campaña por todo el país, cargando niños ajenos o comiendo fritos en cada plaza.
A veces, el proceso se hacía por correspondencia y los presidentes no tenían que verles la cara ni siquiera a sus aliados políticos. Así aterrizaron directamente del extranjero a la presidencia Francisco de Paula Santander en 1832 (después de su exilio por intentar matar a Bolívar) y Tomás Cipriano de Mosquera en 1845 (quien estaba en Chile, hasta donde llegó persiguiendo a su enemigo mortal José María Obando). Tiempos aquellos en que no había que convencer a millones de electores sino apenas a algunos socios clave (como lo hizo Juan Manuel Santos en este siglo).
La primera vez que el pueblo se hizo presente, más o menos, en la elección de un presidente fue para elegir al reemplazo de Mosquera, en 1849, cuando los artesanos y sastres de Bogotá fueron a hacer presión en las tribunas del Convento de Santo Domingo, donde se estaba realizando la elección. Uno hasta podría decir que los artesanos estuvieron ese día en la “primera línea” de la elección, gritando vivas por su candidato José Hilario López y mueras a los odiados candidatos del Partido Conservador.
Para dejar sentado su malestar (y para tener un caballo de batalla para hacerle oposición durante todo su mandato) el conservador Mariano Ospina Rodríguez votó ese día diciendo: “voto por el general López para que los diputados no sean asesinados”. En este momento se vivió una especie de constreñimiento a los electores, sin que nadie pudiera denunciarlo ante ninguna autoridad electoral.
Creyendo que todo el país se comportaría como los artesanos de Bogotá, el Partido Liberal ensayó en 1857 impulsar el voto universal masculino y acabó por darse cuenta de que en esa época Colombia era un país conservador que votaba conservador. El mismo Mariano Ospina Rodríguez quedó de presidente y los liberales decidieron cambiar la campaña electoral por la campaña militar y apoyar la revolución encabezada por Mosquera en 1861.
Cuando tomaron de nuevo el poder, los liberales impusieron la Constitución de 1863 y el famoso Olimpo Radical federalista de los Estados Unidos de Colombia. Como la elección presidencial se empezó a hacer contando los votos de cada uno de los nueve estados soberanos, las elecciones importantes eran las que se hacían en cada estado para elegir presidente federal. Allí, los de rojo metieron mano sin contemplaciones. Tanto que de esa época viene el dicho “el que escruta elige”.
Durante esos años, el fraude electoral se volvió casi una función estatal, asumida en su momento por el jefe liberal de Cundinamarca Ramón Gómez, quien era tan feo que le decían “el sapo” y a todo su sistema electoral se le llamó el sapismo. Desde esa época es que tenemos que tragar sapos en cada elección.
Estas décadas de libertad, federalismo y fraude terminaron en 1885 con otra guerra civil que trajo a los conservadores al poder. Cuando les tocó el turno a los conservadores no dejaron de utilizar las técnicas de fraude que les habían criticado a los liberales. En el cambio de siglo fue famoso el chocorazo que hicieron en la provincia de Padilla (Guajira) para que ganara el candidato Rafael Reyes en la elección de 1904, en la que metió mano Lorenzo Marroquín (hijo del presidente José Manuel), para evitar que ganara el candidato Joaquín Vélez.
Durante estos años de Hegemonía Conservadora fue común, además, que la relección del partido de gobierno estuviera asegurada gracias a los oportunos votos de los militares (que en esa época podían votar, y lo hacían como hacían todo lo demás: según las órdenes de sus superiores).
Por eso una de las reformas más urgentes que realizaron los liberales cuando volvieron al poder en los años treinta fue prohibir el voto militar e instaurar el voto universal para los hombres (las mujeres tuvieron que esperar otros veinte años). De esta manera, las elecciones se empezaron a parecer un poco más a las que conocemos hoy: giras por plazas de todo el país, pago de publicidad en todos los medios, guaro, lechona y, por debajo de cuerda (aunque a la vista de todos), transporte de votantes y compra de votos en efectivo a boca de urna.
Poderoso caballero es don dinero
Desde entonces el dinero se hizo el votante más apetecido, y los políticos empezaron a cortejar empresarios, terratenientes y narcos como si se tratara de suculentos sugar daddies que podían satisfacer todos los gastos de las campañas, que se hacían cada vez más costosas.
Así, los candidatos se reunían a plena luz con estudiantes, trabajadores y amas de casa; y en la oscuridad tranzaban, directamente o por medio de intermediarios, con esmeralderos, señores que multiplicaban «mágicamente» el dinero o empresas multinacionales.
Por supuesto, en caso de que estas alianzas se hagan públicas, siempre queda la opción de negarlo todo y evadir las responsabilidades de cualquier manera. Cuando estas sombras se cernieron sobre Julio César Turbay, lo que hizo este fue ir a pedirle un certificado de buena conducta al embajador de Estados Unidos, donde se dijera que él era un político respetable. Tiempos aquellos en los que todavía se creía en el poder de una declaración juramentada ante un embajador.
en caso de que estas alianzas se hagan públicas, siempre queda la opción de negarlo todo y evadir las responsabilidades de cualquier manera.
A otros presidentes les ha quedado más difícil hacerles el quite a estas acusaciones, pero todos lo han logrado. Samper se gastó cuatro años asegurando que cualquier dinero sucio que hubiera entrado a su campaña había sido a sus espaldas y alegando que ante la falta de una «prueba reina» en su contra no podría condenársele. Y ya sabemos que cuando falta la prueba reina, la impunidad reina.
Otros apelaron sin vergüenza a la opción que dan al final todas las encuestas: no sabe/no responde. Santos dijo sin tartamudear que él se «acababa de enterar» de la entrada de dinero de Odebrecht a su campaña, Pastrana sigue negando hasta hoy cualquier contacto con los Rodríguez Orejuela, aunque ellos aseguraran haber apostado a los dos caballos en las elecciones del 94. Y Uribe ha tomado una y otra vez tono de cura enfurecido para reafirmar que él no avaló apoyos de paramilitares en su elección de 2002. Que tu mano derecha no sepa lo que hace la ultraderecha.
Todos estos escándalos se quedaron en eso: mucho ruido y pocos jueces. Además de la inveterada ineficacia que permea nuestro sistema de justicia, es posible que a la continuidad de la impunidad en estos casos haya contribuido una tácita aceptación de la opinión pública y los votantes de los dineros fraudulentos en las campañas. Es como si ya nos hubiéramos resignado a que el fin justifica los medios (de financiación).