El personal de salud no abandona a los pacientes por una razón ética. Pero quien rechace la vacuna arriesga a los demás: por eso debe ser obligatoria.
Eduardo Díaz Amado, M.D.*
El cansancio y los dilemas de la pandemia
Muchas de las discusiones atizadas por la pandemia caen en los terrenos de la ética médica.
Como nunca en la historia contemporánea, la pandemia ha tensado las cuerdas de las relaciones entre medicina y sociedad, entre profesionales de la salud y pacientes. De eso trata justamente la ética médica. En unos casos el debate ha aportado tonos complementarios y balanceados, pero en otros el resultado ha sido la estridencia o la rotura.
Durante los primeros picos de la pandemia y en medio de las cuarentenas —que tiñeron de terror y angustia nuestras vidas—, todos esperábamos que el personal de salud estuviera ahí para hacer su trabajo y que las instituciones de salud dispusieran de suficientes camas y apoyo tecnológico. No había vacunas y estábamos apenas aprendiendo a manejar la enfermedad, así como sus múltiples presentaciones, complicaciones y secuelas.
El precio que ha pagado el personal de salud es alto. Unos han hablado de heroísmo y otros de simple cumplimiento del deber. Y, a pesar de su sacrificio, fueron muchos los episodios en los que llegaron ataques y descalificación, en vez de agradecimiento y apoyo.
Hoy estamos en un momento diferente. Contamos con vacunas que han probado su eficacia para disminuir complicaciones y muertes, y sabemos un poco más sobre cómo tratar a los afectados (sintomáticos y asintomáticos).
Debe ser obligatoria
La COVID-19 sigue siendo una gran carga para los servicios de salud. Incluso puede ser mortal pese a todos los esfuerzos y, en raras ocasiones, a pesar de la vacuna. Por eso siguen en pie otras medidas que han mostrado alguna eficacia: tapabocas, lavado de manos, evitar las aglomeraciones, entre otras.
Las cifras son claras y contundentes: vacunarse es mejor que no vacunarse, para la propia persona y, aún más, para quienes la rodean. Por esto, se viene invitando fervientemente a la población para que se vacune, desde diversos frentes: autoridades, instituciones y profesionales de salud, y organismos internacionales como la OMS.
Aun así, son muchos los que todavía optan por no hacerlo. ¿El resultado? De nuevo están bajo presión las instituciones y el personal de salud, y el virus seguirá haciendo fiesta con todos nosotros. Es claro que el pico de mortalidad por COVID-19 es sobre todo de personas no vacunadas, en Colombia y en todo el mundo. De aquí se ha derivado la discusión, en la que estamos desde hace varios meses, sobre si debe ser obligatorio o no vacunarse.
Algunos, como Peter Singer, han apelado a argumentos de tipo utilitarista: la vacunación debe ser obligatoria porque produce el mayor bien para la mayor cantidad de personas.
El precio que ha pagado el personal de salud es alto. Unos han hablado de heroísmo y otros de simple cumplimiento del deber. Y, a pesar de su sacrificio, fueron muchos los episodios en los que llegaron ataques y descalificación, en vez de agradecimiento y apoyo.
Son más los beneficios que los daños, puestos en la balanza los efectos secundarios y complicaciones de la vacunación frente a la protección que brinda individual y socialmente. Por lo tanto, vale la pena dicha intervención.
Hay que recordar que nada en medicina está exento de riesgos y efectos secundarios. En consecuencia, los balances riesgo / beneficio son usuales en la práctica e investigación médica.
Los ciudadanos son autónomos, pero deben ser racionales
¿Será acaso que quienes se oponen a la vacunación no desean el bien general? No parece que sea la razón principal.
Entre quienes no desean la vacuna es fácil descubrir una combinación de creencias irracionales, teorías de la conspiración, desconfianza en la ciencia y las instituciones (sobre todo las farmacéuticas y los gobiernos) y una sensación de atropello a la autonomía individual.
¿Debemos plegarnos ciegamente a la ciencia o a las autoridades de salud? No, no se trata de apoyar la ceguera, sino el pensamiento crítico a partir de información válida y confiable. La verdadera autonomía no consiste en hacer lo que a uno le plazca, porque sí, sino en tomar decisiones de forma libre y adecuada a partir de información suficiente y con sustento.
Es trágico ver en los medios de comunicación personas muertas por no haberse vacunado o arrepentidas de no haberlo hecho cuando ya es demasiado tarde. Quizás todavía predomina una idea infantil de autonomía en nuestra sociedad, esto es, no se tiene la capacidad suficiente para advertir la realidad de un peligro y la necesidad de tomar precauciones basadas en la prudencia y un sano juicio mental. Esto exige ir más allá de los impulsos, la angustia, la ceguera o la omnipotencia —que es típica de los niños—.
Una decisión ética que comienza con buena información
Lo anterior no significa que apoye posturas paternalistas o dictatoriales. Si la falta de vacunación obedece a ideas erradas o desinformación, habrá que mejorar el acceso a información verídica.
Tampoco es gratuita la desconfianza frente a la ciencia y a quienes tienen en sus manos las decisiones de salud pública. Toca un asunto de fondo: qué tanta autoridad moral y credibilidad tienen instituciones y gobernantes.
Por lo tanto, el debate sobre la vacunación obligatoria, como todo lo concerniente a la salud, es también un escenario en el que se revelan las dimensiones éticas y políticas de nuestra sociedad.
Si la falta de vacunación obedece a ideas erradas o desinformación, habrá que mejorar el acceso a información verídica
En todo caso, si una persona rechaza la vacunación —no por razones médicas, sino ideológicas—, debe ser consciente de lo que esto implica, pues su decisión puede poner en riesgo a otros. Es diferente, por ejemplo, de un paciente oncológico que opta por no aceptar la quimioterapia. Las enfermedades infectocontagiosas nos sacan del individualismo y nos obligan a pensar en grupo.
Por esto, las medidas que presionan a las personas para que se vacunen contra la COVID-19 —por ejemplo, exigir el carné de vacunación para acceder a lugares públicos cerrados, donde se reúnen muchas personas— no parecen ni exageradas ni un desconocimiento de la autonomía individual.
Agotamiento del personal de salud
Por otro lado, es entendible que muchos integrantes del personal de salud hayan comenzado a mostrar su irritación.
En días recientes se discutió el caso de una médica en Europa que invocó la objeción de conciencia para no tener que atender a pacientes enfermos por COVID-19 que habían rechazado vacunarse. Solicitó permiso a la entidad reguladora de salud de su país para sacar de su agenda de citas a los pacientes no vacunados. Decía “estar harta de perder el tiempo con esta gente”.
Y, por supuesto, le cayeron rayos y centellas, y la amenazaron de varias maneras. Su entidad reguladora le contestó que no podía acceder a dicha petición porque por ese camino se tendría que dejar de atender también a “los obesos y los fumadores”, es decir, a todos aquellos que han contribuido directa y advertidamente a sus propios problemas de salud (que somos la mayoría).
Algunos han argumentado que no se puede concebir un sistema de salud solo para los virtuosos y comprometidos con su propia salud. De acuerdo: cada uno debe vivir su vida asumiendo una postura frente a cuidarse o no cuidarse.
Entonces, el mensaje a la doctora fue que, aunque parezca que las personas toman malas decisiones para su salud —como fumar, ingerir comida chatarra, abusar del alcohol o no vacunarse (como medida efectiva frente a un riesgo de enfermedad grave)—, hay que atender a todos. Ella respondió que lo iba a hacer. ¿Pero se la puede condenar sin más por sus opiniones y petición?
Le recomendamos: ¿Cómo convencer a alguien para que se vacune?

Ética médica ante no vacunados
La ética médica moderna se configuró en la Universidad de Edimburgo a finales del siglo ⅩⅤⅠⅠⅠ y principios del ⅩⅠⅩ; se caracteriza por haber hecho de la lealtad a los pacientes (no al Estado ni al propio gremio profesional) un deber ético fundamental. Los médicos no podemos abandonar a los pacientes en ninguna circunstancia, aun si se trata de una enfermedad incurable o si el propio paciente es responsable de la situación en la que está.
Sin embargo, la ética médica no incluye una especie de mandato del silencio o exigencia de renunciar a las propias opiniones o sentimientos morales: por ejemplo, la culpa que puede uno sentir cuando se actúa mal o la indignación cuando se ve a otros hacerlo.
Los médicos no son meramente técnicos o profesionales que fabrican muebles o redactan contratos de compraventa, como dice T. Koch; son también ciudadanos y tienen un papel político que no pueden esquivar. Su compromiso con la vida y el bienestar de las personas va más allá de extender una receta o cumplir con los dictámenes de la empresa de salud para la que trabajan.
El caso de la doctora, más que un olvido de sus deberes éticos, es el reflejo de lo que algunos han llamado fatiga de compasión, que básicamente consiste en un desbarajuste mental, emocional y físico por estar expuestos de manera prolongada a pacientes a quienes no se les puede ayudar realmente o en situaciones extremas.
Por lo anterior, suelen denunciar todo lo que atenta contra la salud. Esto incluye criticar creencias erróneas o estilos de vida no saludables, exigir que las instituciones de salud adopten estándares mínimos de calidad y denunciar los incumplimientos del Estado en sus deberes para con la salud de la población, o —como está pasando ahora— señalar que los no vacunados están actuando con poca solidaridad y responsabilidad.
La COVID-19 ha producido fatiga de compasión
Desafortunadamente, en redes sociales y medios de comunicación, el intercambio no ha sido de argumentos solamente. En estos escenarios predominan a veces los aspectos más egoístas, irracionales y mezquinos de la naturaleza humana. Y así, un espacio privilegiado para compartir opiniones y análisis acaba convertido en alcantarilla del lenguaje y vertedero retórico tóxico.
Esta situación, más el cansancio acumulado durante dos años de pandemia, ha producido enorme estrés entre quienes trabajan en las instituciones de salud, en particular los que están en la llamada primera línea. Pero no solo es estrés; es también frustración, impotencia y rabia. Y esto también es válido.
El caso de la doctora, más que un olvido de sus deberes éticos, es el reflejo de lo que algunos han llamado fatiga de compasión, que básicamente consiste en un desbarajuste mental, emocional y físico por estar expuestos de manera prolongada a pacientes a quienes no se les puede ayudar realmente o en situaciones extremas. Es como nadar a contracorriente sin descanso y por obligación.
Un deber ético irrenunciable
Sin embargo, no hay por qué dudar de que el personal de salud seguirá atendiendo a todos según su necesidad, no según su grado de culpabilidad; lo hará sin importar credo, postura política o problema específico de salud. Este es un deber ético irrenunciable, como lo han asumido todos los médicos del mundo, así tengan que lidiar con problemas que la sociedad y los mismos ciudadanos se infligen.
Las profesiones de la salud tienen una faceta trágica. Por esto, en los Consejos de Esculapio, se les dice a todos aquellos que desean convertirse en médicos: “La medicina es una ciencia oscura, que los esfuerzos de sus fieles van iluminando de siglo en siglo. No te será permitido dudar nunca, so pena de perder todo crédito; si no afirmas que conoces la naturaleza de la enfermedad, que posees un remedio infalible para curarlo, el vulgo irá a ver charlatanes, que venden la mentira que necesita”.