Un promedio de cuatro colombianas muere asesinadas cada día. ¿Qué es el feminicidio, y por qué es tan importante que las cosas se llamen por su nombre?
Jenniffer Londoño Jurado*
El feminicidio como concepto político
“Lo que no se nombra no existe”. Esta premisa sirve para muchos propósitos en el análisis de las prácticas y estructuras socioculturales. El lenguaje establece lo que se puede decir y, por ende, lo que se puede concebir, a partir de los que se han llamado “regímenes de lo enunciable”.
A partir de esos regímenes se organiza y controla todo lo que es posible pensar y hablar en una sociedad y época determinadas. Pero al mismo tiempo que se dice, también se puede esconder en lugares opacos a ciertos sujetos, prácticas y experiencias concretas.
Esta situación permite explicar el origen de un crimen sin nombre que, en la actualidad, se debería comprender mediante un imprescindible concepto político: “el feminicidio”. Este concepto cumple importantes funciones sociales y no solo jurídicas.
Desde que en marzo de 1976 Diana Russell rindió testimonio ante el Tribunal Internacional Popular sobre Crímenes contra las Mujeres en Bruselas y empleó por primera vez el término “feminicide” para denunciar los crímenes atroces cometidos contra las mujeres en guerras convencionales, el término se popularizó entre los movimientos y agendas políticas de mujeres y grupos feministas.
En esa ocasión la activista sudafricana no definió el término. Apenas en 1990 Russell y Caputi propusieron una de las primeras definiciones del feminicidio, como “el asesinato de mujeres realizado por hombres motivado por odio, desprecio, placer o un sentido de propiedad de las mujeres”.
El concepto más popular de feminicidio es, sin duda, el sugerido por Jill Radford y Russell en 1992. Para estas escritoras este crimen “está en el extremo final de un continuum de terror sexista”. La lista de este terror comprende las formas de violencia que históricamente han conmocionado la moral occidental (violación, tortura, esclavitud sexual, histerectomías, abuso sexual infantil, mutilación genital, esterilización, maternidad forzada, privación de comidas, maltrato físico y emocional, entre muchas otras), cuyo resultado final es la muerte de las mujeres.
![]() Foto: Alcaldía de Bogotá |
Estas definiciones tienen en común el ser pensadas desde la política: se da un nombre a lo que hasta ese momento carecía de tal y se crea un concepto nuevo para definir una práctica de vieja data. La definición fundamental es la denuncia explicita de un estado de cosas donde las mujeres somos maltratadas permanentemente, violentadas y aniquiladas por varones por diversas causas. En la mayoría de los casos, estos crímenes quedan en la impunidad penal y social.
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Lo personal es político
La definición de feminicidio sugiere algo más: las mujeres hemos sido blanco de múltiples formas de violencia en nuestras culturas. Ya sea en contextos de guerra o de presunta “normalidad”. Sea que ocurra en países del norte o de los sures. Las mujeres vivimos en un estado de excepción permanente respecto de los actos de violencia en nuestra contra.
La supuesta excepción —la violencia— constituye la norma de nuestros entornos sociales. De hecho, el idealizado “hogar” es el lugar donde suceden las violencias más extremas y los crímenes más atroces en contra de las mujeres. Allí se da la suspensión del orden jurídico y se entra en la órbita del no derecho; donde todo es posible, donde la violencia se responde con impunidad jurídica, política y moral.
El Instituto Colombiano de Medicina Legal y Ciencias Forenses reportó que entre enero y febrero de 2019 fueron asesinadas 138 mujeres (10 feminicidios, 15 por violencia intrafamiliar, 6 riñas, 6 ajustes de cuentas, 4 por violencia económica, 3 por violencia socio-política, 1 por violencia sexual). Además, se presentaron 2.471 casos de violencia intrafamiliar, 3.263 casos de presunto delito sexual, 5.501 casos de violencia interpersonal y 5.877 casos de violencia de pareja.
Esta cifra es aterradora —y con mayor razón dado el subregistro que puede existir— y muestra que muchos varones ejercen su poder soberano en la esfera doméstica: deciden sobre la vida y muerte de las mujeres en ese espacio que, se supone, es un territorio de vida y seguridad.
Durante mucho tiempo, el mito de la intimidad del hogar ha servido para la inacción del Estado en “la esfera privada”, en nombre de uno de los baluartes más preciados de la tradición liberal: el derecho a la privacidad e intimidad de los ciudadanos. Cualquier intromisión del Estado sobre esa porción de territorio donde el hombre ejerce su poder soberano se consideraba una afrenta directa a las garantías y libertades públicas reconocidas.
Desde luego, esta visión ha cambiado. Hoy la interferencia en este espacio se justifica en casos límite para proteger la vida de las mujeres. En los casos de feminicidios íntimos, cobra toda su vigencia la consigna feminista “lo personal es político”. La violencia contra las mujeres en la esfera doméstica no es “natural” y debe ser denunciada, si realmente queremos erradicarla.
La socióloga Jules Falquet anota que “la violencia doméstica no constituye apenas un fenómeno privado que solo atañe a la intimidad de las parejas, sino que es una cuestión política social y global”. Otra cosa muy diferente es que quiera desconocérsele.
Que el feminicidio siga siendo visto como comportamiento exclusivo de ciertos individuos desadaptados, irracionales o que actúan motivados y enceguecidos por la ira, los celos y las pasiones, no hace otra cosa que despolitizar la violencia específica de las que somos blanco las mujeres por el hecho de ser mujeres.
Lo curioso es que la violencia aumenta, pero la red de contención disminuye. En la órbita del Estado los feminicidios son vistos como casos individuales de los agresores y no como una plaga. De allí se explica que la política pública en contra de la violencia de género acabe, casi siempre, en procesos penales. Allí, la reserva del sumario y la búsqueda de alguna rareza psicológica del victimario suelen sepultar el origen profundo de la violencia contra de las mujeres.
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El feminicidio se da porque existe un andamiaje social (político, económico y cultural) que lo sustenta y lo precipita. Esto, por supuesto, incluye un extenso entramado de relaciones que se alimentan entre sí. Uno de nuestros desafíos principales es mostrar que existe cierta práctica social feminicida que ordena la vida de las mujeres y que desborda nuestras instituciones políticas, jurídicas y culturales.
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Por ser mujer
En la mayoría de las legislaciones penales la expresión “por ser mujer” aparece consagrada en el tipo penal que define el feminicidio. En el caso colombiano también. Es un elemento constitutivo de la descripción de esta conducta punible y sirve para diferenciar un homicidio de un feminicidio.
La expresión “por ser mujer” no puede leerse por fuera de un marco de injusticia de género en el que, históricamente, nos han ubicado en posiciones de dominación, explotación, sujeción y subordinación. Se trata de contextos donde se obliga la vulnerabilidad de las mujeres y donde se nos condena a múltiples formas de discriminación, consustanciales a las distintas modalidades de violencia.
Sostener la expresión “por ser mujer” sin referencia a su contexto puede vaciarla de su contenido político. Asimismo, esta gramática mal entendida puede resultar contraproducente. En vez de hacer visibles las relaciones asimétricas de poder que someten a las mujeres, podría hacer lo opuesto: instaurar un particularismo absurdo.
El sintagma “por-ser-mujer” busca hacer explícita la constatación de injusticias históricas para adoptar medidas en su contra. Este sintagma abre el debate político-jurídico, intenta restablecer lo que ha sido excluido de nuestro horizonte de sentido: “las prácticas feminicidas”.
En este orden, “por ser mujer” no alude a un biologismo o a un nuevo naturalismo diferenciador de hembras y machos, sino que enmarca las injusticias históricas que hemos padecido las mujeres por serlo. Por su parte, la limitación del abordaje jurídico del feminicidio puede ser reduccionista frente a un problema de orden global y sistemático que, así definido, es político. El feminicidio trasciende la estrecha órbita de las formas y artefactos jurídicos, incluyendo el delito.
Mi modesta invitación es a concebir el feminicidio como una práctica social con fuentes estructurales, en lugar de ser visto como un intento vengativo o retributivo para castigar a los victimarios. El feminicidio restablece la posibilidad de nombrar las violencias y confrontar sus causas para erradicarlas.
Lea en Razón Pública: Feminicidio: más allá de la violencia de género.
*Abogada, magíster en Comunicación y Derechos Humanos. Docente Universidad Autónoma de Manizales.
**Razón Pública agradece el auspicio de la Universidad Autónoma de Manizales. Las opiniones expresadas son responsabilidad del autor.