Reseña escrita por Francisco Cuervo *
Dirección: Andreas Dresen
Guión: Andreas Dresen y Laila Stieler
Actores: Ursula Werner, Horst Rehberg, Hosrt Westphal, Steffi Kühnert
Los espectadores de cine están acostumbrados a la imagen “natural” de la vejez como un período en el que las personas se vuelven dulces y tranquilas, dicen cosas sabias y se rodean con gusto de los nietos, a los que aman. Del mismo modo, la pasión sexual se representa a través de cuerpos bellos y vigorosos, como si sólo los hombres y las mujeres de piel lozana y carnes firmes tuvieran derecho a posar desnudos frente a las cámaras y a despertar así el deseo de los espectadores. Con En el séptimo cielo, Andreas Dresen cuestiona estos presupuestos, y por eso su película ha tenido cierto reconocimiento entre el público. Ya en la primera escena de la película, antes incluso de que aparezca el título, el director ha mostrado de un modo memorable a una pareja de ancianos que es arrastrada casi sin mediar palabra por una de esas explosiones de deseo erótico que, según los estándares tradicionales del cine, sólo los amantes jóvenes y hermosos pueden permitirse. Ninguno de los dos actores tiene un cuerpo bello; por el contrario, en ambos es evidente el paso de los años, la piel flácida, el desgaste del cuerpo y las deformidades de la edad, pero la escena está hecha con tal virtuosismo, y la pasión de los dos viejos es tan genuina, que el espectador no puede menos que sentir curiosidad por el desarrollo de la historia que comienza a presenciar.
Sin embargo, mostrar dos ancianos desnudos haciendo el amor es, en cierto modo, marginal en esta película. Dresen no busca escandalizar al público o romper tabúes, sino contar la historia de un triángulo amoroso cuyos protagonistas se encuentran alrededor de los 70 años de edad, y es apenas obvio que el despertar del deseo sexual haga parte de ella. La protagonista de En el séptimo cielo, Inge, es una mujer de sesenta y tantos años que vive desde hace 30 con su marido Werner en un pequeño apartamento en el antiguo Berlín oriental, se dedica a reparar ropa con su vieja máquina de coser y, como hobby, canta en un coro de mujeres mayores. De pronto y sin ninguna razón aparente, se siente atraída por Karl, uno de sus clientes del negocio de costura, de 76 años y viudo. Inge no es infeliz en su matrimonio; la vida cotidiana con su marido se reduce a la intimidad en el pequeño apartamento, pero se desenvuelve con la confianza mutua y la tranquilidad que producen treinta años de compañía. Werner depende más de ella que ella de él, pero no es un mal tipo. Le teme a la vejez y también le apasionan los trenes, y por eso escucha viejas grabaciones de locomotoras y viaja los fines de semana en las rutas regionales, sólo para ver el paisaje por la ventana. Inge, quien tampoco es una mala mujer, lo acompaña fiel y tranquilamente en todos estos rituales, disfruta su compañía en los viajes en tren, le ayuda con sus ejercicios para la espalda y va con él a visitar al padre de él, que languidece en un hospicio.
En cierto momento de la película, después de que Werner se ha enterado por boca de su mujer de su infidelidad, le pregunta por las razones que la llevaron a los brazos de otro hombre. “¿Qué he hecho mal?”, le pregunta con la curiosidad y el dolor que podría sentir un adolescente que sufre su primera pena de amor. Ella responde que él no tiene la culpa, que la historia con Karl ocurrió porque sí, porque así es la vida y porque hay sentimientos que uno no puede controlar. No hay una razón evidente pare ser infiel, e Inge no puede dar argumentos que le sirvan de justificación. Sin embargo, la película deja ver de un modo sutil que para ella Karl representa el polo contrario de Werner: es un hombre activo y vigoroso, le apasionan las carreras en bicicleta y le gusta el aire libre. La vida de Inge junto a Karl es tranquila, placentera y no carece de alegrías, pero cuando ella está en compañía de Werner, una sonrisa nueva y diferente ilumina su rostro; es como si junto a él se sintiera viva, más cerca de la naturaleza, una mujer más plena por ser deseada.
Por las dificultades inherentes al tema y la edad de los protagonistas, una película de este tipo corre el riesgo de caer en el ridículo o en una forma fácil de melodrama. Sin embargo, esto no ocurre en En el séptimo cielo, y ello no sólo se debe a la calidad de los actores, que son inmejorables. Por un lado, Dresen prescinde con mucho acierto de aquello que sirve de explicación o, por lo menos, de contextualización de las acciones de los personajes. Así, por ejemplo, no se cuenta cómo se conocieron Inge y Karl y cómo se despertó entre ambos una fuerte atracción, sino que la película comienza con la escena del primer encuentro sexual; igualmente, las escenas en las que Inge le confiesa a su hija y su marido que tiene un amante han sido cuidadosamente editadas, para dejar en ellas sólo las palabras imprescindibles. Gracias a ello, la historia gana intensidad sin perderse en explicaciones que, a la larga, son innecesarias. Así mismo, los recursos artísticos son usados con gran economía: la fotografía es impecable, pero no es espectacular, y la única música que acompaña la película es la del coro de mujeres en el que Inge canta con regularidad. Las canciones sirven de comentario al desarrollo de la historia, pero no cumplen necesariamente el papel de la música de fondo que refuerza el significado de aquello que las acciones deben decir por sí mismas. En cambio, el director explota las posibilidades de los sonidos y las imágenes del entorno natural. Un tren que pasa a lo lejos, el cucú de un reloj o el susurro de las hojas movidas por el viento producen un efecto poético mucho más intenso que las emociones que la música de fondo produciría por la pura sobre-significación.
Andreas Dresen es poco conocido fuera de su país y, salvo algunas excepciones, los espectadores colombianos ignoran su carrera como director. Por un lado, él ha tomado distancia de las grandes empresas de producción y distribución alemanas y europeas —las mismas que han producido filmes exitosos como La caída, La vida de los otros, y La Facción Baader-Meinhof—. En segundo lugar, el haber nacido en 1964 lo pone a caballo entre dos generaciones de directores alemanes que han terminado por definir las expectativas del público extranjero. Por un lado, cuando Dresen estaba filmando sus primeras películas en la década de 1990, este público se había hecho a una idea de lo que debería ser el cine alemán contemporáneo a partir de las inolvidables películas de Volker Schlöndorff (1939), Werner Herzog (1942), Rainer Werner Fassbinder (1945-1982) y Wim Wenders (1945) —en general purgadas de todo sentido del humor, graves y ambiciosas, a diferencia de las historias cotidianas y llenas de humor de Dresen—. Por el otro, en la década del 2000, cuando Dresen estrenaba sus filmes más importantes, la gran industria cinematográfica alemana estaba girando sus intereses hacia la promoción del cine juvenil de Florian Henckel (La vida de los otros), Tom Tykwer (Corre Lola), Fatih Akin (Contra la pared, Al otro lado) y Dennis Gansel (La ola), entre otros.
Sin embargo, estos dos motivos del desconocimiento de Dressen fuera de Alemania son, en cierto modo, “externos”, pues se refieren más a circunstancias ligadas al desarrollo de la industria cinematográfica de su país que a la sustancia de sus películas. Al fin y al cabo, Dresen pertenece a la misma generación de Oliver Hirschbiegel (El experimento, La caída) y Wolfgang Becker (Goodbye Lenin), quienes también han hecho filmes que han tenido una gran aceptación internacional. Sin duda, una razón de peso para el poco reconocimiento de Dresen tiene que ver con su propio origen: a diferencia de todos los directores mencionados, proviene de la antigua República Democrática Alemana (RDA), y este hecho ha marcado el tema y la atmósfera de sus filmes. En otras palabras, sus intereses estéticos poseen cierto componente que hace que ellos sean más afines a los grandes filmes de la DEFA, (los estudios de filmación de la antigua RDA) exitosos en Alemania Oriental pero, salvo contadas excepciones, poco valorados afuera.
Hay, así, algo en películas importantes de Dresen como La mujer policía (para la televisión, 2000), Halbe treppe (traducida al inglés como Grill point, 2002), Verano en el balcón (2004) y En el séptimo cielo (2008) que evoca, por ejemplo, la frescura y el humor de Frank Beyer (Jacobo el mentiroso, Huella de piedras), la pasión documental de Barbra y Winfred Junge (Los niños de Golzow), y el deseo de Konrad Wolf de comprender cómo las grandes transformaciones históricas afectan la vida cotidiana de los individuos (Goya, Solo Sunny). Sin embargo, la dimensión política de las películas de Dresen es más sutil que en el caso de los otros directores. En una entrevista para la revista alemana Der Spiegel, por ejemplo, se refiere a La vida de los otros, la famosa reconstrucción de las técnicas de la Stasi en la RDA, en los siguiente términos:
“No es una película mal hecha, pero uno no debería pensar que La vida de los otros tiene algo que ver con la realidad de la RDA. Esta película muestra una RDA fantástica. Yo estoy totalmente familiarizado con el asunto. A mí no me disgusta que ciertos detalles de la película o la música no correspondan con los de la época. Pero me habría gustado ver otra película. Una, en la que la vida cotidiana de la infamia se muestre, cuyo héroe no sea un lobo solitario, sino un miembro de la Stasi con mujer e hijos, que anda en su Trabi o su Wartburg, que hace barbacoa con los amigos el fin de semana, y que luego, el lunes a las nueve va de nuevo a su oficina a llevar a la gente al matadero. Contar una historia así afectaría de un modo diferente, tocaría puntos débiles. Pues hay seres humanos que ocasionan mucho dolor pero que no actúan por encargo y que simplemente creen hacer lo que deben hacer. Esto vale además para el amor, como se puede ver en En el séptimo cielo.”
Con estas palabras, Dresen no sólo se distancia de ciertos lugares comunes sobre la historia de la RDA, sino que también defiende indirectamente En el séptimo cielo de quienes ven en esta película una simple ruptura de los tabúes relativos a la pasión sexual de los ancianos. Muchos críticos coinciden en destacar esta dimensión de la película, y por eso se decepcionan por el carácter “moralizante” del final: una película que rompe los tabúes morales sobre la sexualidad, parece argumentarse en este caso, no debería tener un desenlace trágico que, desde cierto punto de vista, parece una moraleja. Estas opiniones dejan ver que, muy a su pesar, el éxito del film de Dresen descansa sobre cierto malentendido que, sin proponérselo, la película ayuda a justificar. El objeto de las películas de Dresen es, por lo general, la vida cotidiana de la clase trabajadora proveniente de la RDA, una vida cuyas frustraciones actuales, dos décadas después de la reunificación alemana, no son simplemente económicas o profesionales, sino también emocionales y afectivas. Lo que estos personajes buscan consciente o inconscientemente es, en términos generales, la felicidad, que no consiste necesariamente en el triunfo profesional o en una aceptación del modelo de la familia burguesa, sino que se satisface con pequeñas cosas: un trabajo agradable, un amigo o la compañía de alguien a quien se pueda amar. Los desnudos del film constituyen sin duda un elemento esencial, pues toda búsqueda individual implica una relación especial con el propio cuerpo, con los propios deseos y con las propias pasiones. Sin embargo, ya que esta búsqueda individual también afecta a los demás y puede llegar a destruirlos, las películas de Dresen poseen un fondo ético ineludible. Es precisamente en la exploración de la confluencia de las aspiraciones personales, el deseo y la dimensión ética de la vida, donde radica la contundencia de En el séptimo cielo.