Una manera distinta de contar -y de explicar- lo que pasa hoy en Colombia.
Jorge Gaitán Villegas*
Para esta misma época, hace ocho años, se vivía en Colombia un ambiente enrarecido. Como ahora.
Pero el discurso dominante entonces era otro: hacía énfasis en un horizonte cerrado para el país en el plano político, en el plano económico y en el plano social. También se sobrevaloraban las oportunidades que ofrecía el mundo exterior, estimulando de paso fuertes tendencias migratorias y un pesimismo torvo proyectado hacia el futuro -confirmado pocas semanas después por el desastre anunciado del Caguán- frustración que exacerbaría aún más la fracasomanía colectiva de los colombianos, como la caracterizó Albert Hirschman:
"Con el desarme ideológico, que culminó con el derrumbe del muro de Berlín en 1989, también se puso en tela de juicio un cierto estilo cognitivo patente en la reflexión y acción en favor del desarrollo principalmente en América Latina."
"Un estilo caracterizado por Hirschman en sus ensayos (a partir de sus observaciones concretas en Brasil, Colombia y Chile a fines de los cincuenta y principios de los sesenta) como rupturista, esencialmente centrado en vislumbrar la realidad a través del prisma de los paradigmas; un estilo de economía política no incremental, de reiterados intentos fallidos que tejieron un complejo de fracaso y propensión pesimista, una ‘fracasomanía' que se intentaba superar en ocasiones con escaladas ideológicas, mediante lo que Hirschman llamó ‘la rage de vouloir conclure', intentos de acelerar el desarrollo a partir de `respuestas seudocreativas´, soluciones integradas, definitivas y rápidas, que dejaban de lado las posibles secuencias cumulativas, los aprendizajes de experiencias anteriores"[1].
En lo inmediato, para comienzos del año 2002, el incierto presente estaba dominado por la presión por acertar en una decisión colectiva trascendental, ‘esta vez sí': escoger en las elecciones del mayo siguiente entre varios candidatos que no convencían plenamente sobre su capacidad de sacar al país del pantano.
Como ahora.
Escena Primera: Enero de 2002
Era como un atardecer de aguacero en Bogotá, esperando un taxi que no pasa, con la necesidad apremiante de trasladarse a otra parte y la sensación de impotencia al saber que somos el premio en una apuesta aleatoria y peligrosa -como la democracia- donde interactúan múltiples fuerzas que nadie debe controlar: reglas ciertas, resultados inciertos.
O la perversión refinada de la farsa democrática del 2010: reglas no tan ciertas, resultados casi ciertos.
Y de pronto, se apareció el taxi. Más aún, llegó sin pedirlo por teléfono y no hubo necesidad siquiera de hacerle señales desesperadas desde el andén inundado. Simplemente, ahí estaba invitándonos a subir con la puerta abierta. Y el país entero se subió al taxi sin dudarlo, felicitándose por su buena estrella. Rápidamente se pusieron de acuerdo pasajero y chofer sobre el destino, la ruta y el valor del servicio.
Escena Segunda: Enero de 2006
Habían pasado casi cuatro horas. El taxi iba subiendo la cuesta sin problemas, pero todavía el país no había llegado a su destino. El chofer resultó hablador, pero parecía correcto y avispado. La ruta no era fácil y había logrado sortear huecos y trancones, todavía en medio de un violento aguacero.
De repente, cortésmente, el chofer hizo saber que su turno estaba por terminar y pidió al pasajero que bajara del taxi en plena noche y bajo la lluvia, pues debía entregar el vehículo a su reemplazo.
El país entero, alarmado, obviamente protestó y le ofreció una buena propina si continuaba la carrera hasta el destino acordado. El chofer se mostró contrariado, pues eso significaba romper las reglas. Se comunicó por celular, convenció con dificultad a varios interlocutores y finalmente llegó la noticia tranquilizadora: podían seguir hasta por cuatro horas más.
Escena Tercera: Enero de 2010
El país todavía no ha llegado a su destino; el taxi ha tenido problemas mecánicos. El pasajero comienza a sentir cierta incomodidad: por una parte, ve que avanza en medio del temporal, que ha arreciado en la última media hora. Pero por otra parte, una leve aprensión se apodera furtivamente de su mente, pues el chofer ha cambiado sin consultarle la ruta prevista y han entrado en un sector peligroso de la ciudad.
Esta vez, el chofer sólo contesta con evasivas. Sigue hablando por celular con conocidos suyos. El país realmente no está seguro de para dónde va, pero tampoco se anima a bajarse del taxi. La mayoría es partidaria de seguir sin preguntar. El plazo acordado para entregar el taxi está de nuevo a punto de cumplirse. Algo raro está pasando.
De repente, sin necesidad de explicaciones, sólo encarando al chofer, el país cae en cuenta por fin de su situación aterradora y surrealista: Ha sido víctima de un secuestro colectivo. El taxi fue el arma del delito.
¿El chofer y sus cómplices decidieron robar el vehículo en algún momento del trayecto? ¿O desde antes de recoger al pasajero ya estaban resueltos a secuestrarlo?
Da igual, pues el país de todas formas está atrapado. ¿Víctima, cómplice o ambas cosas?
* Ingeniero industrial, Máster en Administración Pública Internacional, Ph.D. (Cand.) en Análisis y Política Económica, Consultor especializado en Pensamiento Estratégico Aplicado y Competitividad Sistémica Comparada.
Notas de pie de página
[1] Ver: Santiso, Javier,
"La mirada de Hirschman sobre el desarrollo o el arte de los traspasos y las autosubversiones
". Revista de la CEPAL Nº70. Abril 2000. Págs. 91-106