El ruido ocupa todos los rincones y hoy invade los lugares que antes estaban asociados con el silencio y con la reflexión. ¿Cómo ganamos el derecho al silencio y qué consecuencias puede traer perderlo?
Nicolás Pernett*
Lectura ruidosa
El silencio es un bien escaso hoy en día, incluso en las bibliotecas, que hasta hace poco eran recintos consagrados a él. Ni el imponente aspecto catedralicio de muchas de ellas ni las acuciosas labores de las bibliotecarias prestas a apagar todo sonido en el momento mismo de nacer son suficientes para mantener inmaculado el ambiente de las salas de lectura.
La lectura en silencio permitió entablar un diálogo privado con aquello que se leía.
Ahora no hay párrafo que no esté acompañado por el susurro de los teclados garrapateantes de las docenas de computadores portátiles que se instalan en las mesas vecinas y no hay libro que no incluya entre sus páginas el salto repentino de algún timbre de teléfono móvil. Tampoco faltan los comentarios a todo volumen de los lectores de prensa o las risas y conversaciones de los mismos empleados como telón de fondo de cualquier lectura.
Pero, ¿dónde está escrito que en las bibliotecas tiene que haber silencio? Esta ley seguramente no se ha proclamado en ninguna parte y estamos frente a una convención que se ha consolidado de modo paulatino.
Historia del silencio
![]() Hemeroteca de la Biblioteca Luis Ángel Arango en el centro de Bogotá. Foto: Actividad cultural del Banco de la República |
Las antiguas bibliotecas donde reposaban los rollos del saber en Alejandría, Atenas, Cartago o Roma eran espacios ruidosos, en los que la lectura se hacía en voz alta, no solo por el bajísimo nivel de alfabetismo de muchos de sus visitantes (lo que los obligaba a recibir los textos recitados por otros) sino porque todavía no se había concebido que la literatura estuviera separada de su expresión acústica. Todo texto y toda palabra estaban destinados a surcar el aire, impulsados por un aliento vivo, más que a quedarse encerrados en papiros.
En su diálogo Cratilo, Platón aborda, entre muchas otras cuestiones del lenguaje, la preponderancia de la palabra hablada sobre la escrita. Mientras esta última carece de vida, la primera es la expresión real y original del entendimiento humano que nombra el mundo que lo rodea. En un momento del diálogo dice Sócrates que “El nombre es una imitación con la voz de aquello que se imita; y el imitador nombra con su voz lo que imita”. Por lo tanto, el mundo no se traducía tanto en palabras como en el sonido de esas palabras, emitido por un cuerpo humano. La lectura era entonces un acto sonoro y social.
El proceso por el cual la lectura se volvió individual y silenciosa tomó varios siglos y se asoció con la suerte que corrieron los libros y las bibliotecas en la Antigüedad y la Edad Media. La desintegración del Imperio romano, la dispersión de los grandes centros urbanos y la duradera asociación del conocimiento con el poder de la Iglesia católica hicieron que los códices se refugiaran en monasterios, abadías y palacios donde estaban al cuidado de monjes y sacerdotes que vigilaban su preservación y uso, en medio de un ambiente de contemplación y ascetismo.
Los religiosos traductores, copistas y miniaturistas empezaron a trabajar en silencio estas bibliotecas. Alberto Maguel cuenta en Una historia de la lectura que: “Una vez que la lectura silenciosa se convirtió en la norma en los escritorios, la comunicación entre escribas se hizo por señas: si un copista necesitaba un libro nuevo para continuar su trabajo, fingía pasar páginas imaginarias; si, más concretamente, necesitaba un salterio, se llevaba las manos a la cabeza en forma de corona (en referencia al rey David, autor de los Salmos); un leccionario se indicaba retirando cera imaginaria de unas velas; un misal, con el signo de la cruz; una obra pagana, rascándose el cuerpo como lo haría un perro”.
En estos ambientes silenciosos la escritura sufrió también una mutación fundamental: empezó a puntuarse. Como la lectura ya no se hacía en voz alta, lo que ayudaba al lector a darle la cadencia necesaria y obvia a las frases que leía, se hizo necesario empezar a llenar el texto de signos que dejaran claro dónde estaban las pausas o los énfasis de un escrito, para que el lector solitario y silencioso supiera cómo navegar en su viaje personal a través del texto.
Todavía los libros no eran accesibles y las bibliotecas eran cónclaves exclusivos. La lectura era una luciérnaga en medio de la noche del analfabetismo. Umberto Eco recreó para nuestro tiempo la imagen de una de esas abadías en su novela El nombre de la rosa, en la que se narra la pesquisa detectivesca del franciscano Guillermo de Baskerville en los corredores de una biblioteca férreamente controlada por el conservador Jorge de Burgos. En la biblioteca de la novela de Eco no se hablaba, no se reía y mucho menos se podían consultar los libros prohibidos.
Lectura y reflexión
Pero así como el avanzado Guillermo termina en la novela por acceder al conocimiento vedado, la invención de la imprenta y la popularización de la lectura silenciosa hicieron posible establecer una relación individual y subjetiva con los libros que cambió para siempre la historia. La imprenta puso en manos de muchos los libros que antes tardaban años en ser copiados por los escribas y la lectura en silencio permitió entablar un diálogo privado con aquello que se leía para resaltar las ideas importantes, descartar lo innecesario o repasar las secciones más atractivas.
El lector silencioso pudo interpretar sin que nadie guiara su lectura. Y la posibilidad de leer la Biblia de esa manera causó un cisma que aún divide al mundo.
Esta liberación de la interpretación no hizo sino ahondarse con la propagación del libro y de las bibliotecas que empezó en Occidente con la Ilustración del siglo XVIII y ha llegado hasta nuestros días. La consigna moderna de una ciudadanía informada y deliberante exigía el acceso a los libros para la mayoría, y las enciclopedias y las bibliotecas públicas empezaron a volverse comunes en los grandes centros urbanos. Estas bibliotecas, a pesar de ser diseñadas para albergar cientos de lectores, trataron de mantener la privacidad y el silencio de cada usuario mediante la instalación de cubículos y mesas individuales para que cada uno se absorbiera en el mutismo de su lectura.
Este tipo de lectura, individual y silenciosa, reforzó dos de las características más valoradas de la modernidad: la idea de individuo y la separación entre la vida pública y la vida privada.
Así, mientras la lectura en voz alta y la discusión grupal de lo leído se siguió realizando en plazas públicas y tertulias caseras, donde se compartían y comentaban las noticias de los periódicos, la biblioteca pública se convirtió en el lugar (inevitablemente social) donde el ciudadano desprovisto de libros realizaba el acto íntimo y silencioso de la lectura. De ahí vino la costumbre, que hoy damos por natural, de leer silenciosamente en las bibliotecas.
Los nuevos tiempos del ruido
![]() Biblioteca del Merton College en Oxford, data del año 1373. Foto: Wikimedia Commons |
Sin embargo, como cualquier costumbre, esta no ha permanecido inmutable. Si, como dijo el filósofo Marshall McLuhan, “el medio es el mensaje” y las maneras en que nos comunicamos no solamente alteran los mensajes que enviamos sino toda nuestra forma de vida, al cambiar nuestras formas de interacción social, viejas prácticas como la lectura silenciosa cambiarán sin remedio.
Si la lectura silenciosa y reverencial fue la característica de un mundo marcado por el conocimiento asociado con la autoridad vigilante de la Iglesia, y la lectura silenciosa y privada fue la regla en el mundo burgués e individualista de la modernidad, la lectura intertextual e hiper-conectada parece ser el sino de nuestros tiempos.
En una época en la que leemos mientras chateamos, miramos Facebook y recibimos nuevos correos, el libro se ha convertido en una ventana más entre las muchas abiertas en nuestro ordenador y nuestro acercamiento al texto está cargado de una ansiedad irrefrenable que aleja la lectura del aislamiento y la quietud.
Viejas prácticas como la lectura silenciosa cambirán sin remedio.
No es que hayamos vuelto a la lectura en voz alta de la misma manera que los antiguos la hicieron: buscando en el sonido el alma de las palabras; sino que hemos cargado el texto de nuevos sonidos que asociamos con él, como si le hubiéramos puesto una sobrecubierta de comentarios, músicas, timbres, flashes y otros ornamentos sonoros de la vida de hoy.
Las bibliotecas se han dado cuenta de este cambio y ya no es raro encontrar en ellas espacios de exposiciones, juegos, salas de cómputo, de conciertos y de cualquier otra actividad ruidosa que podamos imaginar. A pesar de que en la legislación colombiana todavía se las equipara con lugares de reposo como ancianatos u hospitales, las bibliotecas de hoy fácilmente podrían estar más cerca en su espíritu a centros comerciales o a canchas polideportivas que a templos de silencio.
Todo esto no quiere decir que debamos decirle definitivamente adiós al silencio. La reflexión individual y silente, protegida de distracciones, es uno de los logros culturales más importantes de nuestra sociedad, aunque ya no parezcamos quererlo y paulatinamente estemos renunciando a él.
Todavía deberíamos poder rumiar en silencio nuestras lecturas a pesar del entorno excesivamente estimulante en el que cualquier idea se esfuma con cada nuevo pitido, llamado o notificación. Si no lo hacemos, es posible que la vida se convierta, más que nunca, como dijo Shakespeare en Macbeth, en un “cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada”.
*Historiador.
@NicoPernett