Autor: Juan Gabriel Vásquez
Reseña escrita por Fernando Urueta
El ruido de las cosas al caer es la quinta novela de Juan Gabriel Vásquez. El título hace referencia a una imagen bastante repetida a lo largo de la narración: aviones que caen. Las vidas de los personajes están marcadas por varios accidentes aéreos. La tragedia de Santa Ana en 1938. La explosión en el aire del avión de Avianca en 1989. El choque del de American Airlines contra el cerro El Diluvio, cerca de Cali, en 1996. El título también se refiere, metafóricamente, al desmoronamiento de los proyectos familiares de los personajes. En un momento de la historia, el narrador y protagonista de la novela, Antonio Yammara, accede por casualidad a una grabación de la caja negra del avión de American Airlines. La escucha un par de veces en una tarde. Al final de ella, dice, «hay un ruido que no logro, que nunca he logrado identificar: un ruido que no es humano o es más que humano, el ruido de las vidas que se extinguen pero también el ruido de los materiales que se rompen. Es el ruido de las cosas al caer desde la altura, un ruido interrumpido y por lo mismo eterno, un ruido que no termina nunca, que sigue sonando en mi cabeza desde esa tarde y no da señales de querer irse». Años después, por casualidad, vuelve a oír la misma grabación, con la certeza de que entre las vidas que se precipitaban al vacío no sólo estaban las de los pasajeros sino su propia vida, aunque de esta caída no hubiera ningún testimonio, ninguna caja negra que consultar. «Las vidas humanas no cuentan con esos lujos tecnológicos», piensa Yammara. Si contaran con ellos, los interrogantes serían muy parecidos. ¿Qué pasó aquí? ¿Dónde estamos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué es esto? Aquí la cagamos, ¿no? ¿Cómo llegamos a cagarla así?
Otra imagen bastante repetida es la de los hipopótamos del antiguo zoológico de Pablo Escobar en el valle del Magdalena. En 2007, tres de ellos se escaparon de la hacienda Nápoles. Destruyeron cultivos, atacaron a otros animales y atemorizaron a los campesinos. A mediados de 2009 uno de los hipopótamos fue cazado y descuartizado con el consentimiento estatal. Durante las semanas siguientes se discutió en los medios sobre la necesidad de matarlos y despedazarlos, si acaso no bastaba con acorralarlos, anestesiarlos y devolverlos a su hábitat. Siguiendo la cacería y el debate en las noticias, Yammara recuerda a Ricardo Laverde, un piloto de aviones y ex convicto con el que coincidió varias veces en un billar del centro de Bogotá, entre finales de 1995 y comienzos de 1996. Lo conoció el día del asesinato del político conservador Álvaro Gómez. Yammara recuerda, catorce años después, que los billaristas siguieron con resignación la noticia en la televisión y volvieron a sus juegos sin hacer ningún comentario. Salvo uno de ellos, que se quedó mirando la pantalla. No lo inquietaba el magnicidio sino el informe siguiente. La voz del periodista y las imágenes hablaban del abandono en que habían caído las propiedades de Escobar incautadas por el Estado, entre ellas el mítico zoológico. «A ver qué van a hacer con los animales» fueron las primeras palabras que Yammara escuchó de Laverde. «Los pobres se están muriendo de hambre y a nadie le importa». Yammara no piensa en la ironía de la escena. Ni entonces, ni en el momento en que la rememora. Tal vez por eso evita la moralina. Pero sus reflexiones son lugares comunes. La resignación de los billaristas, piensa, era «una suerte de idiosincrasia nacional», el efecto de la costumbre generada por la regularidad de las imágenes de la violencia en los noticieros y los periódicos. La reacción de Laverde ante la otra noticia era producto del «pasmo» con el que la gente había seguido «el auge y la caída de uno de los colombianos más notorios de todos los tiempos».
En las primeras páginas del libro queda claro que la noticia de los hipopótamos es la llave que abre la puerta al pasado, y al mismo tiempo la llave que pone en marcha el relato. La materia principal de esta novela no son las acciones y los sentimientos de los personajes en su inmediatez sino el recuerdo. Y lo que se recuerda es lo que ocurrió con Laverde y con Yammara antes y después de conocerse, el antes y el después del episodio del billar. El libro está organizado alrededor de esas dos historias. En la primera mitad, Yammara rememora sus conversaciones con Laverde y el desproporcionado efecto de esa breve relación en su vida posterior. En 1999, sin quererlo, conoce a Maya Fritts, la hija de Laverde, y gracias a ella reconstruye la historia de éste a comienzos de los años setenta, antes de que cayera preso. Esto es lo que se cuenta en la segunda mitad del libro: el recuerdo de un recuerdo ajeno, el recuerdo de lo que ya entonces, en 1999, estaba en la memoria de Maya. Ni siquiera eso. Maya era muy pequeña a comienzos de los setenta. Como Yammara, la preocupación por los animales era uno de los pocos «recuerdos de verdad» que ella tenía de Ricardo Laverde: «Mi papá cuidando a los caballos. Mi papá acariciando al perro de mamá. Mi papá regañándome por no darle de comer al armadillo». Los demás eran «recuerdos de mentira», lo que su madre le había contado, en parte inventado, de ese periodo.
Maya piensa esto al final de la novela, después de haber visitado con Yammara la hacienda Nápoles y de haber visto por casualidad a uno de los hipopótamos, mucho antes de la fuga, la cacería y la discusión en los medios que tendrían lugar una década después. Ese viaje era importante para ambos, piensa Yammara cuando escribe el relato, no por lo que hubiera ocurrido en la hacienda sino porque esa historia se había convertido en un símbolo de las historias personales de cada uno. «Tal vez lo más extraño de esa tarde es que todo lo que vimos lo vimos en silencio. Nos mirábamos con frecuencia, pero nunca llegamos a hablar más allá de una interjección o un expletivo, quizás porque todo lo que estábamos viendo evocaba para cada uno recuerdos distintos y distintos miedos, y nos parecía una imprudencia o quizás una temeridad ir a meternos en el pasado del otro. Porque era eso, nuestro pasado común, lo que estaba allí sin estar, como el óxido que no se veía pero que carcomía frente a nosotros las puertas de los carros y los rines y los guardabarros y los tableros y los timones. En cuanto al pasado de la propiedad, no nos interesó demasiado: las cosas que allí habían ocurrido, los negocios que se hicieron y las vidas que se extinguieron y las fiestas que se montaron y las violencias que desde allí se planearon, todo eso formaba un segundo plano, un decorado». Aunque los recuerdos de Maya y de Antonio Yammara eran distintos, el pasado común era el mismo: el narcotráfico y el mundo de terror que instauró en Colombia desde comienzos de los años setenta. Los dos habían crecido en la misma época en que creció el negocio de la droga, la violencia indiscriminada y el miedo generado por ella. En la infancia y la adolescencia ese mundo parecía lejano, casi ficticio, visible solamente en las noticias, y los dos se convirtieron en adultos así, bajo la ilusión de la seguridad y la autonomía personales. Pero de un momento a otro, como una sacudida imprevista de la tierra, se volvió evidente para ambos que la realidad del narcotráfico, como los desplazamientos silenciosos de las capas tectónicas, había vertebrado y desvertebrado sus vidas.
El ruido de las cosas al caer quiere iluminar esta situación. Vásquez lo ha dicho en las innumerables entrevistas que le han hecho desde marzo pasado, cuando ganó el premio Alfaguara. En una de ellas, publicada en El País, sostiene que el libro buscaba responder dos preguntas: «¿cómo marcó a una generación ser contemporánea de ese negocio?, y aún más interesante, ¿cómo lo hizo con quienes no tenían nada que ver, pero coincidieron en el mismo espacio geográfico con el negocio?». La respuesta salta a la cara del lector a cada vuelta de página de la novela: «Recuerdo las noches. El miedo a la oscuridad comenzó en esos últimos días de mi hospitalización». «En mi memoria, los meses que siguieron son una época de grandes miedos». «El miedo, en el lenguaje fantástico del terapeuta que me atendió después de los primeros problemas, se llamaba estrés postraumático, y según él tenía mucho que ver con la época de bombas que nos había asolado unos años atrás». «El miedo era la principal enfermedad de los bogotanos de mi generación». «Después de que la calle 14 me fuera robada ―y después de largas terapias, de soportar mareos y estómagos destrozados por la medicación― comencé a aborrecer la ciudad, a tenerle miedo, a sentirme amenazado por ella». «Cómo recuperarse, cómo olvidar sin engañarse, cómo volver a tener una vida, a estar bien con la gente que lo quiere. Cómo hacer para no tener miedo, o para tener una dosis razonable de miedo, la que tiene todo el mundo». La ansiedad que genera la conciencia de la propia vulnerabilidad es el gran leitmotiv de la novela. A través de ese fantasma, del desasosiego por un riesgo imaginario que prometía volverse realidad en cada calle, cada centro comercial, cada avión, el narcotráfico marcó a toda una generación, y de un modo decisivo precisamente a quienes menos tenían que ver con el negocio. El enemigo de la gente cualquiera no era el capo, ni el cartel, ni el frente, tampoco el Estado o el Ejército, sino el miedo puro y físico, que destruyó vidas y familias enteras. El ruido de las cosas al caer busca representar esto. Por eso Vásquez ha subrayado tanto, tras la publicación del libro, que la suya no es una «narconovela» sino una mirada retrospectiva que explora los mecanismos más íntimos a través de los cuales el narcotráfico condicionó la vida de las personas. Y tiene razón, hasta cierto punto: el mundo del narcotráfico aparece apenas como un fondo borroso en la novela. Pero el miedo que sienten los personajes se explora de manera superficial, aunque el narrador aluda constantemente a él.
Hace un par de meses, en su columna de El espectador, Héctor Abad se preguntaba «qué hace de este libro una obra de arte tan acabada, tan bien calibrada». El secreto, decía, está en la voz del narrador, «una voz íntima y extraña al mismo tiempo, una voz afinadísima, musical, una voz compleja y serena a pesar de lo atormentada, una voz tan humana que uno dice: a este tipo yo le creo todo lo que me cuente, así sea mentira». Vásquez cree, tanto como Abad, en la voz de su narrador, y la hace responsable del efecto del relato. Su forma de trabajar podría deberse a esta confianza. Él dice que construye las narraciones a partir de unas pocas imágenes, sin estructuras preconcebidas, como poniendo desde adentro las vigas y los ladrillos del edificio. Sin embargo, en El ruido de las cosas al caer la capacidad expresiva del narrador se ve disminuida por la forma de la construcción. Yammara cuenta lo que le ha pasado. Pero, al convertirse en pasado, el carácter concreto de su experiencia se ha desvanecido. Vásquez lo sabe. Y sabe, lo ha dicho en un ensayo publicado en El malpensante, que la tarea del novelista es perfeccionar la memoria revistiendo cada pequeño acontecimiento de la particularidad que tenía en el presente; de no ser así, el relato se reduce a una «descripción escueta y deshumanizada». Esto es lo que ocurre cuando Yammara describe los momentos de angustia, de desamparo, de incertidumbre que padeció en otra época. Su voz no basta para reconstruirlos vívidamente, para explorar las facetas más prosaicas del miedo, de modo que la narración parece un recuento. Tal vez no basta, precisamente, porque cuando aparece el fantasma del miedo, el pasado no es presentado en escenas, sino bajo la forma de un magro recuento. En esos pasajes, el narrador permanece en la superficie de los recuerdos, no se sumerge en situaciones concretas. Describe los hechos a la distancia, sin profusión ni precisión de los detalles, y el lector los ve así. No como si estuvieran ocurriendo delante de sus ojos, aquí y ahora, sino como vería un álbum de fotografías ajenas. Como una colección de imágenes despojadas de la inmediatez de la experiencia.