El prestigio de la belleza
Autora: Piedad Bonnett
Bogotá, Alfaguara, 2010, 204 páginas
Reseña de Patricia Trujillo
El prestigio de la belleza, la novela más reciente de Piedad Bonnett, es, según sus propias palabras, una falsa biografía. Esta aserción puede leerse de dos maneras: o bien se trata de una biografía en la que los recuerdos de la infancia de la autora han sido enriquecidos o modificados en gran medida por la imaginación narrativa, o bien una narradora cuenta su propia biografía, que no es la de la autora, en un relato que debe leerse como dicho por un personaje de novela.
La narradora y protagonista es una profesora universitaria con una gran afición por la lectura y que suele citar, como parte de sus reflexiones, apartes de sus escritores favoritos. Cuando evoca a Amanda, una de sus compañeras de internado, famosa por sus múltiples intentos de escape, cuenta que, al estudiar juntas para los exámenes de literatura, descubrió que "toda su rebeldía, su deseo de libertad, su infinito sentido crítico y, por consiguiente, su desacuerdo con el mundo, nacían de su contacto con los libros". Entonces cita a Marina Tsvietáeiva: "Quien ha leído mucho no puede ser feliz. Porque la felicidad es siempre inconsciente, la felicidad es la inconsciencia", y piensa en su padre, que estaba convencido de que la tinta de los periódicos que la madre usaba para abrigarles el pecho y la espalda a los niños, cuando estaban resfriados, los iba a envenenar. "Me habría gustado decirle a mi padre que así es como la tinta envenena", agrega. En ocasiones, las referencias literarias no sirven sólo para interpretar sus descubrimientos infantiles, sino como un contrapunto irónico. Cuando a los cinco años recibe de regalo El tesoro de la juventud, descubre el placer de los libros nuevos, con sus olores característicos. "Aquellos libros olían a algo que yo jamás había olido, probablemente a un aroma celestial que, en todo caso, incitaba a un indecible ascenso del alma y los sentidos". La cita de Baudelaire, que habla de las correspondencias entre los sentidos del hombre y el cosmos, desciende al nivel de la mera experiencia tangible; el placer físico de la niña, que sirve de preludio a la lectura, es retratado con una sonrisa socarrona.
La narradora es, además, consciente del carácter literario de lo que narra, de los temas más importantes del género autobiográfico, y de las convenciones que este género comparte con la novela de formación. La tercera parte de la novela, centrada en sus experiencias en el internado, comienza así: "La historia se repite. La hemos leído en las novelas para adolescentes: una niña -o quizá un niño- llega a un edificio austero con su pequeña maleta, donde todo se cuenta en pares -dos piyamas, dos camisas, dos uniformes- y atraviesa patios y corredores hasta llegar al sitio que va a habitar de ahora en adelante, un largo dormitorio lleno de camas en línea, todas cubiertas con las mismas colchas blancas". El internado será un lugar de iniciación donde la niña, por primera vez, se tiene que enfrentar sola a autoridades que no son sus padres. Allí, desarrolla estrategias que, aunque pasajeras, le permiten soportar un orden estrecho y mezquino: la ensoñación frente al paisaje, la complicidad con otras compañeras. También descubre que la lectura, aparte de ser una fuente de placer y ensoñación, critica y cuestiona el orden del mundo.
Las otras dos partes de la novela coinciden igualmente con etapas bien definidas de la experiencia. La primera va de los cuatro a los diez años, y comprende los recuerdos más remotos, las relaciones con padres y hermanos, y el primer contacto con la escuela; la segunda implica el traslado a la ciudad, la adaptación de toda la familia a nuevas condiciones de vida, y los primeros enfrentamientos abiertos con los padres. Como en otras autobiografías clásicas, la primera crisis moral tiene un papel preponderante en la historia. Narcisa, la niñera, descubre a la protagonista examinándose el sexo frente al espejo. Le dice que eso es pecado y que la va a acusar con su madre. La niña se deja chantajear y le entrega un relicario, pero le guarda rencor a la criada y poco después la acusa de contar historias truculentas que la asustan por las noches, aunque la que contaba las historias era la cocinera. La madre despide a Narcisa, y la niña descubre, a un tiempo, la posibilidad de manipular a los adultos, la satisfacción de la venganza y la culpa. Es interesante que la culpa que siente la niña se refiera más al pecado carnal que al haber hecho despedir a Narcisa por una causa injustificada. Enfrentada por primera vez a las diferencias sociales, la niña no tiene mayor reparo en emplear sus privilegios para vengarse y oprimir al más débil.
Sin embargo, esta no es sólo la historia de cómo los deseos personales y las circunstancias de la vida chocan contra los imperativos morales, sino también la historia de cómo la niña desarrolla recursos para hacerse un espacio en su familia y entre sus compañeras de colegio. La niña no es un ser dócil o temeroso. Sus deseos la llevan a enfrentarse a la autoridad y a afirmarse a sí misma. Aprende, poco a poco, a imponer su voluntad, a ensanchar los límites de la propiedad y las obligaciones para acomodarlos a su persona. Se trata de un proceso conflictivo y violento en el que la personalidad de la protagonista debe pagar un precio, pues parte de los recursos para imponerse son la hipocresía, la agresión y la exageración de los propios sentimientos. El precio se paga, incluso, en términos físicos: las angustias que provocan los enfrentamientos con los padres, a causa de malas notas y amistades que éstos no aprueban, causan náuseas y jaquecas que desembocan en una úlcera. En el internado, sujeta a un orden estrecho y arbitrario, rodeada de desconocidos, la enfermedad se vuelve a manifestar y la protagonista pasa una temporada de convalecencia en casa de sus tíos: un breve respiro en la disciplina rígida del internado.
Los enfrentamientos no se deben tan sólo a una forma egoísta de autoafirmación. La protagonista no es una muchacha duramente encerrada en sí misma, como en una concha. La niña persigue la felicidad, que define de la misma manera en que lo hace Doris Lessing en sus memorias de la infancia: "saber que eres valiosa y valorada" o, como lo dice la misma protagonista, "obtener amor de los que amaba". Aprender a leer y recitar, sufrir de fiebres reales o imaginarias, violar las reglas familiares son todos medios para ser reconocida por padres, amigos y profesores. El día del bautizo de su hermano menor, la niña de cuatro años, que se ha sentido desplazada por la presencia del recién nacido, sale de la casa y se pierde en las afueras del pueblo. Unos vecinos la regresan a su casa, donde "un puñado de personas en la puerta, alarmadas, esperando la comisión que estaba dedicada a buscarme" la recibe "con abrazos y reproches". Hace, entonces, dos importantes descubrimientos: que al "violar el umbral de las prohibiciones" halla nuevos y excitantes horizontes y que luego de transgredir las reglas familiares, "no sólo había sobrevivido, sino que, además, era amada. Amada y necesitada".
Esta búsqueda de la felicidad hace aflorar también las distintas facetas de la personalidad: la niña aplicada, inteligente, que disfruta luciendo sus conocimientos en clase y en reuniones familiares, termina deleitándose con las palabras como cosas fascinantes, misteriosas. Más adelante, descubre el placer del ocio de la lectura, la posibilidad de ensoñar y tener nuevas experiencias, que desemboca, entre otras cosas, en la exageración dramática de los propios sentimientos. Cuando la muchacha se enamora de su profesor de literatura en el internado, repite el nombre del amado: "Escribí Robertorobertoroberto en páginas enteras, y a medida que lo escribía descubría emocionada sus ritmos redoblantes, la contundencia de sus oes, la fuerza masculina de sus consonantes. Ay". Y cuando decide escribirle una carta anónima, emplea una hora en escribir el primer párrafo y quince minutos en pasarlo en limpio. "Sólo recuerdo tres palabras: agua, ausencia, cardumen. Esta última, que consideraba bellísima, me daba escalofríos". Otra faceta de la personalidad se despierta frente a las personas que admira, a las que comienza queriendo de lejos y a las cuales se acerca con timidez e inseguridad. Así como decide escribirle cartas anónimas a su profesor, cartas que no tengan pistas sobre sí misma, asimismo se había esmerado en dibujar un unicornio para su profesora de primaria, dibujo que hizo enmarcar y que le entregó a la salida del colegio, sin una palabra, antes de emprender la huida. Años antes, había halagado a Zonja, una de sus compañeras, con historias, dulces y frutas y, cuando era muy pequeña, había tratado de deslumbrar a Beatriz, su niñera, mostrándole el fogoncito de piedra donde jugaba a la cocinera y su caja de colores. Pero quizá la faceta de la personalidad más notoria sea la de la niña bulliciosa, impetuosa, aguda y desmañada, que habla sin parar y dice bobadas en público para lograr reconocimiento. Esa faceta tiene, en la biografía, un origen concreto: la madre, preocupada porque su niña no es muy agraciada, le ha enseñado poemas de memoria. Por supuesto, también la pone a recitar en público. Engalanada con un vestido de volantes azul, y encaramada en una tarima, frente a una multitud silenciosa, la niña siente "por primera vez en la vida, que soy un ser enteramente diferenciado, una persona, como dirían los griegos, que ahora carga con una responsabilidad". Al final de la recitación, vienen los aplausos y las sonrisas de la madre, y la conciencia que tiene la niña de que ha hecho su número con suficiente gracia. "Como se sabe," continúa la narradora "en cada uno de nosotros habitan muchos yos. Intuyo que fue aquella vez, en aquel salón de actos, entre la vacilación y el aplauso, donde nació, sin saberlo, mi yo extrovertido e histriónico, el que se alimenta de la mirada y el reconocimiento de los demás". Este yo extrovertido se convertirá después en una forma de retar a la madre y autoafirmarse: a los catorce años y "consciente de la verdad y la desinhibición", aprovecha cualquier reunión familiar para decir impertinencias y avergonzar a la madre, lo que le produce "un pequeño regocijo". Este regocijo viene también de la conciencia de ser el centro de atención y de tener la capacidad de hacer reír a los demás.
Bien podría decirse que este regocijo de decir impertinencias impulsa a la narradora. Esta se pone a sí misma, una y otra vez, en escena: es el pedazo del yo que con desfachatez y humor lo relata todo, lo confiesa todo y todo lo exagera. No hay nada que tema más la niña, y la narradora ya adulta, que la invisibilidad, es decir, esa sensación de no ser notado por los otros, de no tener ninguna importancia, de no existir. Así como la niña exhibe su yo extrovertido e histriónico para ser el centro de atención y de las risas en las reuniones familiares, así también la narradora se ríe de sí misma, confiesa sus incapacidades y exagera las anécdotas. Hace gala de ingenio, impertinencia y un alto grado de dramatización. Dicha teatralidad la logra al narrar desde el punto de vista de la niña, lo que le permite develar, a un tiempo, sus motivaciones internas, sus desconciertos o la forma en que ella misma exagera sus emociones. Cuando Narcisa le dice que se irá al infierno por pecadora, la niña se pregunta qué ocurrirá en aquel lugar: "¿A quién podía preguntar yo por el infierno? (…) No sería a mi padre, que llegaba todas las tardes de su trabajo, nos mimaba un poco y luego se hundía infinitamente en las páginas del periódico. Tampoco a mi madre, que con tal pregunta se pondría alerta y descubriría mis culpas. A Narcisa no le iba a preguntar, porque la odiaba. Y a mi hermana menos, porque ¿qué podía saber mi hermana de nada, si ni siquiera le gustaba aprenderse poemas de memoria?". También adopta un cierto tono irónico al emplear el lenguaje de la niña, o emite juicios directos sobre ella. Cuando comienza a aprender francés, se embelesa con el rumor del idioma y aprende palabras "como atragantándome de maravillosos caramelos". Termina por convencerse de que había nacido con un idioma y una nacionalidad equivocados. "Al mismo tiempo que desarrollaba mi afrancesamiento interior", continúa la narradora, "se apoderó de mí una aversión atroz por todo lo que no fuera literatura o historia. En primer lugar, yo no había sido diseñada para el ejercicio, eso estaba claro. El cuerpo era, en mi caso, un estorbo con el que debía cargar, como un esquimal con su abrigo para no perecer en la nieve. (…) Y ni qué decir de las matemáticas. (…) Yo sólo quería saber de masacres, torturas, levantamientos. Los chismes históricos me deleitaban. Mientras más cruentos, mejor".
El objetivo último de la empresa autobiográfica, acceder a la verdad de uno mismo a través de la revisión del pasado mediante el relato de la historia de la vida tal cual es, se cumple en esta novela de forma indirecta. La narradora es una máscara que se señala a sí misma con el dedo. He aquí mi autobiografía, dice, pero como su voz es deliberadamente histriónica, el relato de su vida no se hace tal cual es, sino como poniéndose en escena: cada anécdota, cada palabra, es sopesada y empleada en virtud del efecto dramático, o humorístico, que produce. De la experiencia vivida sólo quedan los cuentos, mera apariencia, pura ficción. Pero sólo la apariencia constituye la imagen de la vida tal y como fue.