Como muchas personas de su generación, la autora de esta columna sufrió la violencia en carne propia. Ahora defiende la posibilidad del perdón para evitar que su tragedia se repita en otros*.
Fadhia Sánchez Marroquín**
Historia de vida
Aunque yo no soy un personaje público reconocido y mi opinión sobre el plebiscito del próximo 2 de octubre puede despertar poco interés, mi intención de voto como víctima directa del conflicto armado quizás pueda contribuir a alimentar la reflexión sobre el papel que encarnamos las víctimas en este momento histórico.
Mi historia de vida es común. Como la mayoría de los colombianos contemporáneos, nací en medio del conflicto armado. Provengo de Rovira, un pequeño municipio del centro del Tolima duramente golpeado por La Violencia, aquella nefasta lucha entre liberales y conservadores de la década de los cincuenta, considerada el embrión del que surgieron las FARC en los años sesenta.
En ese mismo lugar también nacieron William Ángel Aranguren, alias “Desquite”, y Teófilo Rojas, alias “Chispas”, míticos bandoleros que empuñaron las armas desde muy jóvenes y azotaron sin piedad los pueblos con sus cuadrillas de “chusma” liberal como retaliación por el asesinato de sus padres, la violación de sus hermanas o el despojo de los bienes de sus familias campesinas.
Crecí escuchando relatos acerca de las acciones desalmadas de pistoleros.
Crecí escuchando relatos acerca de las acciones desalmadas de pistoleros que eran a la vez héroes y bandidos. Me contaron cómo personajes funestos como Jacinto Cruz, alias “Sangrenegra”, y “el pájaro” Efraín González, entre muchos otros, a punta de fusiles y machetes atemorizaron pueblos, asaltaron fincas, se apoderaron de tierras, abusaron de mujeres y mataron a campesinos inocentes, después de que un suceso injusto despertara su odio y su sed de venganza.
Me quedó grabada en la mente la descripción sanguinaria del famoso “corte de franela”, que consistía en cortarles el cuello a las víctimas para sacarles la lengua por la herida y dejarla colgando como si fuese una corbata.
En 1951 mi abuelo materno permaneció herido durante tres días y tres noches, escondido en un cafetal, después de salvarse de la masacre perpetrada en su finca. Las “chusmas” liberales asesinaron a once personas de mi familia por ser “godas” y dejaron viudas a mis cinco tías abuelas.
Mi abuelo paterno tuvo que huir, con mi abuela y sus seis hijos, en una madrugada de 1955, pues sus copartidarios lo sentenciaron a muerte por ser “voltiado”, porque se atrevía a saludar a sus vecinos liberales. Escaparon hacia los Llanos Orientales donde se encontraron con las guerrillas liberales de Guadalupe Salcedo y Dumar Aljure. Entonces, desplazados de nuevo, regresaron a Rovira pocos años después.
También a un primo lejano, Antonio José Marroquín, lo mataron de un machetazo a la salida del cementerio del pueblo, frente al cura conservador, porque acababa de cargar el ataúd de Miguel Carvajal, el gentil boticario que había sido ultimado por ser “collarejo”.
Yo crecí en Ibagué durante los años setenta con esta herencia aciaga. Varios años después, en mi edad adulta, me enamoré de un paisano que había elegido como opción de vida ser oficial del Ejército. No es fortuito que de Rovira, año tras año, salga un considerable número de bachilleres que opta por la carrera militar y de policía, como un legado del desconsuelo y de la beligerancia de los habitantes de esta tierra históricamente lacerada por la violencia.
En julio del año 2000 viví en carne propia la feroz consecuencia de tantos años de guerra: mi esposo murió en una triste madrugada de sábado en un combate con el Frente 23 de las FARC en la vereda La Quitaz, de un municipio llamado irónicamente La Belleza, en Santander.
Viuda a los 31 años y con un bebé de ocho meses huérfano de padre, me convertí en víctima directa del conflicto armado, y mi hijo y yo entramos a hacer parte de las vergonzosas estadísticas de la barbarie en Colombia.
¿Perdonar lo imperdonable?
![]() Guillermo Hoyos, filósofo colombiano. Foto: Ministerio de Educación |
Simón Wiesenthal fue un judío que estuvo recluido en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. En una ocasión fue llevado donde un nazi que agonizaba y quería pedirle perdón antes de morir, pues deseaba su absolución por los crímenes que había cometido contra su comunidad.
Veinticinco años después, Wiesenthal escribió la obra Los límites morales del perdón: dilemas éticos y morales de una decisión, en el que pregunta a famosos intelectuales qué hubieran hecho en su lugar. Ante la pregunta: ¿podemos perdonar los crímenes cometidos contra los demás?, el rabino Harold Kushner le respondió: “cuando perdonamos no lo hacemos por los demás, como hizo el nazi, que quería que Wiesenthal lo perdonara por él. El perdón se produce en nuestro interior. Representa despojarse de la sensación de dolor y, lo que es más importante, despojarse del papel de víctima”.
Por su parte, el destacado filósofo colombiano Guillermo Hoyos recogió la expresión “perdonar lo imperdonable”, acuñada por el pensador judío-francés Jaques Derrida tras su experiencia en los campos de concentración nazi y en referencia a los crímenes de lesa humanidad. Para Hoyos, “el perdón de lo imperdonable es una virtud moral que está relacionada con la virtud política y la virtud jurídica, pero que no son lo mismo”. En el perdón político hay un reconocimiento público de la culpa y se sanciona con un perdón jurídico. Pero el perdón, como virtud moral, “exige una actitud sincera de querer perdonar y de saber ser perdonado”.
En el Acuerdo Final pactado en La Habana el perdón político se refiere a los lineamientos sobre el cese al fuego y la dejación de armas, la reincorporación de las FARC a la vida civil, la creación de una Comisión nacional de garantías de seguridad y la implementación del Sistema integral para el ejercicio de la política, entre otros asuntos.
En relación con el perdón jurídico, el Acuerdo establece aspectos relacionados con la justicia, la verdad y la reparación para las víctimas, así como la garantía de no repetición. Para ello determina la conformación del Tribunal de paz, la Comisión de la verdad y la Unidad de búsqueda de desaparecidos.
Entiendo a los compatriotas que piensan que no es posible perdonar tantos años de agresión y, por ello, sienten que los victimaros deberían ser capturados por la Fuerza Pública y condenados por la justicia. No obstante, comparto la visión de Guillermo Hoyos sobre la cultura del perdón como virtud cívica porque ese es el verdadero tejido social, que se traduce en negociación, reconciliación y evita la generación de nuevas violencias: “Debemos apostarle a una sociedad tolerante, decente, en la que la comprensión del adversario no significa estar de acuerdo con él, pero sí respetarlo como ciudadano”.
La utopía de la paz
![]() Rovira, Tolima. Lugar de nacimiento de Fadhia Sánchez. Foto: Ocha Colombia |
A un mes de la pérdida de mi esposo, acepté la invitación del gobierno del presidente Andrés Pastrana para hacer parte del grupo de doce viudas víctimas de las FARC que dialogaron con el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, durante su visita a Cartagena como parte del acuerdo bilateral del Plan Colombia.
Mi voto no es alegre; es noble, conciliador y libre de filiación política.
Tiempo después comprendí que hice parte de una estrategia cuestionable, porque más que inversión social, el Plan reforzó la adquisición de armamento. Pero en ese entonces estaba muy resentida con la guerrilla y el perdón no se cruzaba aún por mi mente.
Sin embargo, a medida que han transcurrido los años y con tristeza he visto crecer a mi hijo sin su padre, pienso que la firma de un acuerdo de paz con las FARC nos conviene a la mayoría de los colombianos: a los campesinos y a los habitantes de las ciudades; a los niños, los jóvenes, los adultos y los ancianos; a los gobernantes comprometidos (que los hay); a los empresarios, empleados, desempleados, intelectuales, profesionales o estudiantes; a los soldados, miembros de la Fuerza Pública, secuestrados y guerrilleros, reclutados a la fuerza o incorporados por fuerza de las circunstancias.
Mi voto no es alegre; es noble, conciliador y libre de filiación política. No creo en la utopía de la paz absoluta que nos quieren vender los más optimistas. La firma representa el advenimiento de un nuevo tiempo: el del postacuerdo con las FARC. Pero la paz verdadera es la que cada uno de nosotros debemos practicar a diario como miembros de una familia, como vecinos en una comunidad, como trabajadores, como transeúntes, como ciudadanos y, en general, como personas que respetan la diferencia.
Ante el reto histórico que se nos presenta, siento que las víctimas podemos poner a prueba nuestra virtud moral, anteponer nuestro dolor o rencor por las injusticias del pasado, romper cadenas generacionales de violencia ─como en mi caso─ y apostarle a un futuro más ético y más cívico.
Por eso, ante la pregunta: ¿apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?, mi respuesta es sí.
*Razón Pública agradece el auspicio de la Universidad de Ibagué. Las opiniones expresadas son responsabilidad de la autora.
**Comunicadora social y periodista, especialista en Docencia Universitaria y en Comunicación organizacional con estudios de maestría en Comunicación de la Universidad Diego Portales (Chile), profesora y directora de la revista Árbol de tinta de la Universidad de Ibagué.