Las movilizaciones en América Latina y en Colombia han mostrado un Estado disfuncional, incapaz de responder sin la fuerza y sin poner en duda los principios democráticos.
Jorge Iván Cuervo R*
El Estado ideal
El Paro Nacional que comenzó el pasado 21 de noviembre ha mostrado la peor cara de las instituciones estatales. A unas peticiones legítimas de la ciudadanía, el Gobierno ha respondido con la fuerza y el desdén. ¿Cómo comprender lo que está pasando en Colombia?
El orden social es una ficción, al igual que el orden político. La sociedad moderna no conoce otro orden político que no sea el que se produce en el marco del Estado, esa compleja construcción humana que busca regular las relaciones entre gobernantes y gobernados, y entre los ciudadanos.
El control de la violencia y la promoción del bienestar general justifican la existencia del Estado. Creemos que el Estado es legítimo por otra ficción: que todos participamos en su construcción, por lo menos allí donde hay procedimientos democráticos establecidos para elegir algunas de sus autoridades. Es decir, la ficción del contrato social.
Pero de tanto vivirlas, de tanto institucionalizarlas e interiorizarlas, esas ficciones se convierten en verdades. Los Estados existen y cuentan con todos los mecanismos necesarios para regular el orden social. Cuando el orden se sale de la normalidad, el Estado tiene la capacidad de usar la fuerza para restablecerlo.
Por otra parte, los ciudadanos creemos que hacemos parte de un orden social consensuado, y que todos podemos reclamar condiciones de igualdad por las vías democráticas para alcanzar un mayor bienestar y una mejor distribución de las oportunidades.
Si, por alguna razón, algunos miembros de la sociedad deciden desconocer la naturaleza incluyente del pacto social, confiamos en que el Estado tiene los mecanismos para impedirlo. Es decir, que el Estado puede volver a la normalidad y barajar de nuevo las cartas en un próximo ciclo electoral.
El Estado real
Pero, ¿y si esas ficciones no funcionan en la realidad? ¿Qué pasa si descubrimos que no hay un verdadero orden social, sino un frágil equilibrio de fuerzas que en cualquier momento pueden explotar? ¿Qué ocurre si descubrimos que no todos han sido incluidos en el contrato social y que las nuevas generaciones no sienten reconocidas en él?
Eso es, justamente, lo que ha ocurrido recientemente en América Latina. Los jóvenes han sido los protagonistas de las movilizaciones sociales en el continente. En el caso colombiano, los jóvenes no sienten que la Constitución de 1991 sea tan ajena como para cambiarla por otra. Pero sí sienten que sus postulados son irrealizables en un Estado disfuncional, gobernado por una clase política que no trabaja por el interés general.
Los casos de corrupción conocidos en toda América Latina, de los cuales el más significativo ha sido el de Odebrecht, muestran la desconexión entre los gobernantes y las necesidades de los gobernados. La percepción de esa desconexión está en la base del malestar que se siente en nuestros países.

Foto: Razón Pública
Las protestas muestran el descontento con la desconexión entre gobernantes y gobernados
En realidad, los ciudadanos no reclaman nada extraordinario. Simplemente, exigen que los gobernantes no se queden con el dinero que es de todos y que aseguren mejores condiciones para el bienestar social.
En Colombia cerca de doce millones de personas votaron en la llamada consulta anticorrupción. Pero el gobierno de Iván Duque y el Congreso no han tenido el compromiso necesario para transformar ese mandato político en reformas normativas e institucionales.
Fuerza y opresión estatal
Las movilizaciones sociales en América Latina también han dejado ver el lado más brutal y desmedido del uso de la fuerza por parte del Estado.
Después de la Doctrina de Seguridad Nacional en el contexto de la Guerra Fría, no se veía en el continente semejante violencia estatal. En Chile, la violencia excesiva por parte del Estado ha dejado a cerca de doscientas personas lesionadas en sus ojos; al menos quince de ellas han tenido pérdida total. La presencia del Ejército en las calles de Bolivia y Ecuador nos muestra una nueva cara de nuestras precarias democracias: las democracias militarizadas.
En Colombia, esa violencia se ha manifestado en el uso excesivo de la fuerza de parte de la Policía y de su cuerpo antidisturbios, el temible ESMAD.
El Gobierno Nacional y algunos gobiernos locales, como el de Bogotá, han normalizado la represión de la protesta social. Se ha dado la instrucción de despejar toda manifestación de las vías, como si se presumiera que ninguna movilización es pacífica. Eso ha justificado el uso desproporcionado e indiscriminado de la fuerza, como sucedió el pasado 23 de noviembre, cuando un innecesario desalojo de la plaza de Bolívar terminó con el homicidio del joven Dylan Cruz.
La muerte de Dylan Cruz fue la consecuencia de un uso indebido de un arma convencional con munición, conocida como bean bag rounds, cuyo uso indiscriminado puede causar graves resultados. Organizaciones como Amnistía Internacional han recomendado a los gobiernos y a los cuerpos policiales limitar el uso de este tipo de armas.
También hemos visto a miembros de la Policía Nacional llevar a cabo procedimientos injustificados y arbitrarios, por ejemplo:
- Revisar teléfonos móviles sin orden judicial;
- Detener a transeúntes porque sí y porque no, y llevarlos a unidades de detención con maltratados físicos y verbales donde, afortunadamente valiosos jueces y abogados han hecho prevalecer el Estado de derecho.
- Organizar auténticas redadas para infundir terror en la ciudadanía, como la que sucedió en Bogotá en las inmediaciones del Portal Norte;
- Detener a periodistas e incautar sus equipos y su material;
- Intimidar a medios de comunicación días antes del paro Nacional, como sucedió con el portal independiente Cartel Urbano;
- Censurar material en redes, como ocurrió con el Manual antidisturbios publicado por el medio Cero Setenta de la Universidad de los Andes;
Todas estas conductas nos dejaron ver la peor faceta de nuestra Policía. También nos hicieron reflexionar sobre la fragilidad de nuestro Estado de Derecho, cuando está en juego el orden social.
La fragilidad del Estado
Pero ¿y si tampoco hay orden social? Ante el menor cambio en nuestras sociedades, se disparan las expresiones de violencia, como se ha visto en Chile y en Colombia.
Incendios, saqueos, destrucción de bienes públicos y privados se vuelven comunes. Según datos de la Policía Nacional –sin verificar por otras instituciones–, trescientos de sus miembros han sido lesionados en las recientes protestas, hecho que también es necesario lamentar y rechazar, y que deja ver una peligrosa fractura de confianza entre la ciudadanía y la Fuerza Pública que estas jornadas de protesta han dejado ver de manera dramática.

Foto: Cortesía Miyer Mahecha
Este paro nos mostró una violencia desmedida por parte de Estado y que no veíamos hace mucho tiempo.
Pero también emergieron en estas semanas expresiones de violencia social que crearon incertidumbre y miedo, como los intentos de saqueo en algunos conjuntos residenciales en Cali y Bogotá, amplificados por las redes sociales y que dejan en el aire la discusión sobre si se trató de una operación concertada, como lo sugirió el alcalde Peñalosa.
En ese contexto, se amplificó el miedo hasta producir una situación de pánico colectivo que desbordó, por algún momento, la capacidad de respuesta de las autoridades y encontró al ciudadano atemorizado e indefenso, en una especie de estado de naturaleza hobbesiano con imágenes impensables hasta hace poco: vecinos armados a la entrada de sus conjuntos, dispuestos a defender sus propiedades en clave de autodefensa. Es decir, la negación misma del Estado moderno.
¿Plomo es lo que hay?
¿Hacia dónde vamos? Mientras no se logre un cambio de paradigma para replantear las relaciones entre el orden social y el orden político, entre el Estado y la sociedad, es necesario reforzar esas ficciones para asegurar cierto grado de convivencia.
Dicho de otro modo, es necesario fortalecer la prevalencia del Estado de Derecho:
- El uso legítimo de la fuerza;
- El control de la violencia asociada con la protesta de manera proporcional y disuasiva;
- El diálogo social para hacer ajustes de corto mediano y largo plazo, en clave de políticas públicas, pero también de representatividad e inclusión;
Es necesario maniatar al monstruo del Estado que, aunque puede traer bienestar, en momentos de crisis, solo sabe responder con la fuerza. Como decía un entusiasta manifestante de una marcha anterior, plomo es lo que hay. Especialmente cuando un sector político extremo llega a conducir el Estado.
*Profesor e investigador de la Universidad Externado de Colombia, columnista de El Espectador y autor de numerosas publicaciones. @cuervoji.