Escándalos, desatinos y escasos resultados en materia de seguridad. Pero hay algo nuevo en las denuncias, y ahí podría estar la clave para volver al buen camino.
Adam Isacson*
De los mejores del mundo
En su última entrevista con El Tiempo, el embajador saliente Kevin Whitaker afirmó que “El vínculo entre el gobierno de Estados Unidos y las fuerzas armadas de Colombia es como el corazón de esta relación” bilateral. Y según el funcionario, “hay elementos de la Policía y las Fuerzas Armadas que tienen el carácter del siglo XXI y son de los mejores en el mundo”.
De momento dejemos de lado la primera frase, es decir, la desazón que produce oír al embajador de cualquier país diciendo que la relación militar es más importante que la diplomática, la comercial, o la cultural. ¿Es cierta la segunda frase? ¿Son las fuerzas armadas de Colombia, especialmente su ejército, que constituye el 84 por ciento del personal militar, una fuerza profesional del siglo XXI, una de las mejores del mundo?
La buena racha
Durante gran parte de esta década, las fuerzas armadas de Colombia parecieron avanzar en esa dirección. Los cargos por ejecuciones extrajudiciales y otras violaciones graves de los derechos humanos cayeron en picada después de 2008. Oficiales de alto rango participaron honorablemente en las conversaciones con las FARC, y cerca de dos mil soldados se acogieron a la Jurisdicción Especial para la Paz.
Llegó 2019, que ha sido un annus horribilis para el ejército de Colombia.
Las fuerzas armadas elaboraron una nueva doctrina mientras buscaban adaptarse a un futuro que por primera vez en medio siglo no incluía una insurgencia de gran escala dentro del territorio nacional. Es más: Colombia fue admitida como un «socio global» de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Una nueva generación de oficiales de nivel medio, con años de entrenamiento en las escuelas militares reformadas, parecía respetar los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, aceptando que los resultados de su gestión debían medirse en términos del apoyo de la ciudadanía o de la legitimidad que lograran para las instituciones. Si bien persistían algunas preocupaciones, como las denuncias de espionaje de los voceros del gobierno en La Habana, la trayectoria general había sido positiva.
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Un año muy malo
Pero llegó 2019, que ha sido un annus horribilis para el ejército de Colombia.
El alto mando que nombró Iván Duque fue objeto inmediato de ataques por parte de ONG de derechos humanos, debido a su cercanía con los llamados «falsos positivos» de hace unos años. Mientras tanto, el nuevo ministro de defensa minimizó repetidamente la gravedad de los asesinatos de líderes sociales y negó la legitimidad de las protestas populares.
Y llegaron, además, los escándalos. El 18 de mayo, el New York Times reveló que el nuevo mando del Ejército había retrocedido en el tiempo, reviviendo el conteo de cadáveres como medida principal de la efectividad de los oficiales. Los comandantes de unidad debían firmar un formato donde se comprometían a duplicar las “afectaciones” (miembros de grupos armados muertos o capturados) en sus áreas respectivas de operaciones.
Después de años de intentar medir el progreso sobre la base del aumento de la seguridad ciudadana y de la presencia del Estado en territorios antes abandonados por el gobierno, los nuevos comandantes optaron otra vez por esta medición tan simplista como peligrosa.
Esto significó el retorno a una estrategia de estabilización territorial desacreditada desde hacía tiempo, y despertó además graves preocupaciones sobre la puerta que se abría a los «falsos positivos». A esto se sumaron los informes que algunos medios de comunicación colombianos habían acumulado sobre abusos y arbitrariedades por parte del personal militar en 2019.
En julio, el Ejército fue golpeado por escándalos de corrupción, como la venta de permisos para portar armas y el mal uso de fondos destinados a combustible y otras necesidades. Los escándalos, revelados en su mayoría por Semana, han llevado hasta ahora al despido de cinco generales del Ejército, uno de los cuales fue encarcelado, y al encarcelamiento de nueve soldados más.
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¿De dónde están saliendo las denuncias?
Uno de los oficiales despedidos bajo una nube de acusaciones de corrupción fue el segundo comandante del ejército, el general Adelmo Fajardo. La columnista María Jimena Duzán reveló que el general Fajardo habría hecho arreglos para que sus protegidos fueran incluidos en los cursos de capacitación para el ascenso aunque no eran los candidatos más calificados.
Los suboficiales, “la base del Ejército, están enardecidos,” afirmo la columnista. “Existe la sensación de que hay demasiados generales ocupados más por beneficiarse de las prebendas del poder que por servirle al país, y que los buenos soldados y los buenos oficiales están quedando sin poder subir en la jerarquía, derrotados ya no por un enemigo estratégico, sino porque no quisieron participar en el festín de la corrupción.”
![]() Foto: Procuraduría General de la Nación |
El párrafo anterior nos da una pista importante para entender lo que pasa. Los escándalos que han sacudido al Ejército este año no surgieron del trabajo de fiscales, reporteros ni defensores de derechos humanos. La información provino de miembros indignados del Ejército. Esto es nuevo.
Hace quince o veinte años, cuando a los oficiales se les acusaba de trabajar con grupos paramilitares o de cometer ejecuciones extrajudiciales, las fuentes casi siempre eran víctimas, testigos, o investigadores de la Fiscalía.
Ahora, la fuente principal son los denunciantes dentro de la institución: oficiales y soldados que aman al Ejército, creen que ha hecho un progreso importante y están preocupados por la dirección que está tomando bajo sus actuales comandantes.
La “vieja guardia”
Por otro lado, está la «vieja guardia», a veces aliada con poderosos oficiales retirados, que se opuso a las negociaciones de paz, se resistió a las reformas recientes, y que aparentemente busca evitar la rendición de cuentas de todos los comandantes implicados en los escándalos.
Emblemática de esa actitud es una cita de enero de este año, revelada por Semana y atribuida al general Diego Villegas, comandante del grupo de trabajo militar responsable de Catatumbo: “El Ejército de hablar inglés, de los protocolos, de los derechos humanos se acabó. Acá lo que toca es dar bajas. Y si nos toca aliarnos con los Pelusos nos vamos a aliar, ya hablamos con ellos, para darle al ELN. Si toca sicariar, sicariamos, y si el problema es de plata, pues plata hay para eso.”
La información provino de miembros indignados del Ejército.
Debemos esperar que esta cita sea falsa, o al menos que el número de oficiales de la “vieja guardia” que realmente piensan así sea pequeño. También debemos esperar que el alto mando —el ministro de Defensa Guillermo Botero y el jefe del Ejército General Nicacio Martínez— no esté inclinado hacia la «vieja guardia». Si lo están, y si esta facción es grande, entonces la solemne representación del Embajador Whitaker de las fuerzas militares colombianas de hoy no sería más que una triste caricatura.
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Un momento crítico
El manejo que el alto mando del ejército ha dado a estos escándalos es una razón aún mayor para preocuparnos.
En lugar de comprometerse a proteger los denunciantes y exigir el comportamiento más honorable de todos los oficiales, el aparato de contrainteligencia del Ejército ha sido desplegado para una campaña interna de polígrafos, seguimientos e interrogatorios para identificar a quienes filtraron información a la prensa.
El general Martínez ha negado tener conocimiento de la llamada «Operación Silencio», pero la Procuraduría ha desenterrado pruebas de que el mismo general ordenó la cacería de brujas. El fallido esfuerzo de control de daños le ha quitado credibilidad a la institución en un momento crítico.
Y este sí es un momento crítico. El número de grupos armados y de integrantes de estos sigue creciendo en regiones donde las FARC solía tener influencia. En el 2018 los homicidios aumentaron por primera vez en seis años, y si disminuyen ligeramente en 2019 es solo porque los grupos criminales han asegurado el dominio en algunas zonas o han hecho acuerdos con competidores en otras zonas, como señala la Fundación Paz y Reconciliación.
Si las fuerzas armadas estuvieran logrando avances en materia de seguridad, tal vez la opinión pública pasaría por alto algunos de estos escándalos. Pero sus acciones no están dando frutos. «Vemos una parálisis de las Fuerzas Militares a nivel territorial en materia de seguridad», señaló Ariel Ávila de esa Fundación.
¿Qué se puede hacer?
Se puede hacer mucho para mejorar la situación, y de inmediato.
Si bien el gobierno de Duque / Uribe siempre tendrá un alto mando conservador, es posible que ese alto mando sea simultáneamente conservador, competente, y con visión constructiva sobre el futuro de la institución. Dichos oficiales deben ser identificados y promovidos.
![]() Foto: Alcaldía Municipal de Puerros |
Mientras tanto, es imperativo que los denunciantes dentro de las fuerzas armadas reciban la máxima protección. Son nuestra mejor «alerta temprana» sobre el rumbo de la institución. El Congreso, los tribunales y el Ministerio Público deben mantener su blindaje contra cualquier represalia como una alta prioridad.
Finalmente, el gobierno de Estados Unidos, la contraparte internacional más importante del ejército colombiano, debe hacer más que cantar las alabanzas al ejército. Debe mantener los ojos bien abiertos y expresar sus inquietudes sobre retrocesos, ya sea de manera pública o privada, en términos contundentes.
Por su parte, el Congreso de Estados Unidos debe mantener las condiciones en la ley de ayuda exterior que congelen parte de la asistencia en espera de avances en materia de derechos humanos.
Estas son las mejores formas de garantizar que las fuerzas armadas de Colombia puedan avanzar una vez más hacia la descripción idealista que ofreció el embajador Whitaker.
* Director de Supervisión de Defensa, Oficina de Washington para América Latina.