
El horror de los falsos positivos es una muestra de la deshumanización del Estado colombiano y sus dirigentes.
Ángela Buitrago*
Reconocimiento judicial
La investigación sobre los falsos positivos se prolonga. El caso ya está en la Corte Penal Internacional (CPI). Pero el examen preliminar sobre Colombia cumple 17 años, el más largo hasta el momento, y con la llegada del nuevo fiscal, Karim Khan, no se sabe qué camino seguirá el proceso.
La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ya reafirmó las ejecuciones sistemáticas e ilegítimas realizadas por el Ejército en Colombia. Muchas personas hicieron parte de una máquina de asesinatos, propuesta por personas protegidas y ajenas al conflicto armado, con el propósito de obtener los más más variados incentivos: económicos, personales e institucionales.
El asesinato de más de siete mil personas muestra la consolidación de las estrategias de engaño y muerte que dispusieron los jefes de las unidades militares para obtener “resultados como fuera”. Así lo atestiguaron Gustavo Soto Bracamonte y Gabriel Rincón Amado.
El silencio de los involucrados es parte de la aceptación de esta clase de políticas y una de las causas de su imposición. Nada de esto habría sucedido si las personas que debían ejecutar la orden se hubiesen negado a hacerlo.
Cientos de colombianos fueron seleccionados de manera macabra, a partir de diferentes modus operandi, para demostrar la supuesta eficacia de las fuerzas militares.
Frases como las siguientes muestran la dimensión del asunto:
- “No maté, pero sí predispuse. Conocí de los hechos de que la tropa hiciera esas prácticas” (Rincón Amado).
- “El dinero que debí utilizar para rescatar secuestrados lo utilicé para comprar armas y pagar mercenarios” (Gustavo Soto Bracamonte).
Prácticas genocidas de los batallones y las unidades militares
La revelación de estas prácticas confirma que en Colombia aún se decide exterminar a determinados grupos como parte de un ejercicio de poder y exclusión, en especial si se trata de poblacionales históricamente vulneradas. Este es el caso de los asesinatos de indígenas por parte de los batallones del Cesar y del Sur de la Guajira.
Según la JEP «22 personas pertenecientes a las etnias Kankuama, Wiwa y Wayuu más de la mitad de las víctimas identificadas, fueron presentadas como dadas de baja en combate por miembros del Batallón La Popa y el Grupo Mecanizado “Juan José Rondón”».
Aunque esta realidad ha sido reiterada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, particularmente en el caso Villamizar Durán vs. Colombia, el Estado colombiano insiste en ser indiferente.
El asesinato de más de siete mil personas muestra la consolidación de las estrategias de engaño y muerte que dispusieron los jefes de las unidades militares para obtener “resultados como fuera”.
Desde la directiva 00017 de 1996, el seguimiento de las bajas mediante este mecanismo estimuló el asesinato de múltiples personas que fueron ilegítimamente presentadas en combate.
Estas muertes corresponden en una gran proporción a etnias, personas con discapacidad y mujeres. Aunque este fenómeno se descubrió gracias a las denuncias de múltiples víctimas desde la década del 2000, nada se hizo para detener estos hechos y encontrar a los culpables.
El comienzo de esta estrategia, hace más 20 años, muestra que las instituciones desviaron su actuar legítimo y se convirtieron en una verdadera organización criminal contra los colombianos.
La violencia ejercida desde los batallones y las unidades corresponde a claras directrices que hicieron patente lo pérfido de la decisión y la indiferencia del Estado durante tantos años.
Cuando las instituciones prohíjan estas prácticas asesinas y cuando se ordena “disparen y recojan”, la indiferencia por el respeto a los derechos humanos es evidente.
Con más de siete mil víctimas y más de tres mil miembros de la fuerza pública involucrados, la estrategia es clara: ejecución de crímenes de guerra y de lesa humanidad con impunidad.
Basta oír las declaraciones de Gustavo Enrique Soto, Gustavo Soto Bracamonte y otros, para dimensionar el más grave de los crímenes en Colombia durante más de veinte años.
Es inexplicable que no se tomaran medidas contra los responsables para evitar que se usaran estos mecanismos de exterminio, fundamentados en los imaginarios colectivos que catalogan a determinados grupos como “enemigos”.
La violencia en Colombia ha tenido diversas formas y períodos, pero la impunidad siempre esta presente. La más grave es la violencia estatal, puesto que atenta contra los derechos de los ciudadanos e impide la investigación y la sanción. Esta clase de violencia debe ser rechazada con toda la fuerza.
El comienzo de esta estrategia, hace más 20 años, muestra que las instituciones desviaron su actuar legítimo y se convirtieron en una verdadera organización criminal contra los colombianos.
La solidaridad con las víctimas no basta. Se necesitan medidas adecuadas para evitar estos comportamientos y no repetir el exterminio contra las poblaciones históricamente atacadas.

La actividad de la JEP es necesaria, pero la jurisdicción ordinaria también debe actuar en los periodos que no son de competencia de la JEP para impedir la impunidad.
Ojalá avancen las investigaciones en la CPI. En Colombia las investigaciones vencieron el plazo razonable y las víctimas aún no conocen la verdad. Es urgente que se reconozca la naturaleza de delito de lesa humanidad o de guerra de una vez por todas, un delito que para vergüenza de los colombianos se hizo desde el gobierno.
Únicamente cuando se establezca la verdad sobre lo ocurrido se podrá vencer la ignominia de asesinar, excluir, exterminar y promover políticas de control y poder contra los ciudadanos.