El costumbrismo que se cultivó en el siglo XIX no ha gozado de buena fama durante mucho tiempo. Se considera simplista y se asocia con una visión conservadora y retardataria de la sociedad. Su tendencia a oponerse al progreso y a exaltar nostálgicamente el pasado fue durante mucho tiempo motivo suficiente para suscitar sospechas ante el acelerado proceso de modernización del país. Pero justamente, por todo eso, vale la pena volverlo a leer.
Erna von der Walde *
Una de las grandes ventajas de dictar clases de literatura es que me permiten cada tanto constatar la continuidad de lo que se enseña en colegios y universidades sobre la producción literaria en Colombia. He podido detectar, por ejemplo, ciertas constantes en la apreciación de las obras y en las categorías histórico-literarias en las que se les ubica. Así, parece inamovible la noción de que María de Jorge Isaacs es una mezcla de romanticismo y costumbrismo, visión que se implantó desde que José María Vergara y Vergara la reseñó y la adornó con esos atributos, de los que la pobre no se ha podido deshacer. O que La vorágine es una “novela terrígena”, adjetivo que hasta ahora no se ha logrado aclarar. O que Cien años de soledad es la novela más importante del “realismo mágico” sin que se sepa ni de dónde viene esa taxonomía, quién la impuso o a qué obedece.
El costumbrismo decimonónico es uno de esos momentos de la literatura en Colombia sujeto a ciertas apreciaciones que pasan de generación en generación sin que nos tomemos la molestia de verificarlas. Que abunda en descripciones aburridas. Que es retardatario, nostálgico y conservador. Que poco o nada nos puede decir hoy en día, cuando las sensibilidades han cambiado tanto.
Me voy a atrever a hacer una vindicación del costumbrismo, respondiendo a esos puntos que acabo de mencionar. Sin embargo, no se trata de debatir si es o no es aburrido, o si es o no es conservador. Me interesa postular apenas que tiene mucho qué decirnos hoy en día, especialmente porque fue la modalidad que se cultivó en el momento en que se establecieron las Reformas Liberales de 1850. Es el registro más precioso que tenemos de cómo se transformó la sociedad colombiana cuando se implantó lo que podríamos llamar el POT de 1850, que conllevó expropiación de las tierras de la Iglesia, disolución de los resguardos, supresión de los ejidos, establecimiento del librecambismo, abolición de la esclavitud.
Las extensas descripciones
Los recuentos de lo que se llamó costumbrismo en Colombia le atribuyen su origen a dos fuentes: la una es el romanticismo, que habría llevado a nuestros letrados a volcarse con fascinación hacia el paisaje neogranadino; la otra es el deseo de imitar lo que estaban haciendo los españoles en su momento, especialmente a partir de la publicación en dos volúmenes de Los españoles pintados por sí mismos en 1851, fuente que efectivamente sirvió de inspiración a José María Vergara y Vergara para su Museo de cuadros de costumbres de 1866.
En realidad, sin que estos elementos hayan dejado de influir en ciertos rasgos y aspectos, vale la pena resaltar la circunstancia que propició el cultivo del costumbrismo en Colombia, produjo un campo de acción propicio y le dio un interés particular. Esta modalidad nació y creció entre nosotros con la expedición científica que se organizó para hacer el levantamiento de los mapas, los recursos naturales y los pobladores de la Nueva Granada en el momento en que se quería abrir el país a la economía exportadora: la Comisión Corográfica (1850-1859). Además del geógrafo Agustín Codazzi, formaron parte de la Comisión Manuel Ancízar, quien se encargó de hacer las descripciones de los lugares que visitaban, de sus gentes y costumbres, luego reemplazado por Santiago Pérez; el botánico José Jerónimo Triana y tres importantes pintores: Carmelo Fernández, Enrique Price y Manuel María Paz.
Se puede, entonces, entender el costumbrismo como una forma de describir el país que surgió en una circunstancia particular y que cobró su significado social a partir de ésta última. En sus inicios funcionó más como una crónica en la que se relataba lo que se iba descubriendo desde la mirada del expedicionario. Las largas descripciones obedecían, por lo tanto, a la necesidad de informar al público que no viajaba sobre los hallazgos que iba arrojando el viaje. Poco a poco, la descripción fue cobrando una dimensión menos cientificista, si se permite el término, y se fue convirtiendo en un elemento literario que aportaba valiosos datos sobre una región, sus gentes y –¿por qué no?– sus costumbres.
El primer párrafo de Manuela de Eugenio Díaz, por ejemplo, describe la casa a la que llega el bogotano Demóstenes de la siguiente manera: “Eran las seis de la tarde, y a la luz del crepúsculo se alcanzaba a divisar por debajo de las ramas de un corpulento guásimo, una choza sombreada por cuatro matas de plátano que la superaban en altura.” Esa descripción, desde el punto de vista del descenso desde la sabana, no puede indicar sino que hemos llegado a tierra caliente. Casi se nos olvida que para alguien que no sea un habitante del altiplano, las primeras matas de plátano no necesariamente significan algo.
Más allá del detalle pintoresco, estos relatos nos invitan a conocer la multiplicidad de esa biodiversidad que hoy se destruye a la vez que se exalta. En un pasaje, Demóstenes contempla unos cogollos de guadua “atados por las bejucadas de gulupas y nechas, cuyas frutas y flores colgaban prendidas de sus largos pedúnculos como lamparillas de iglesia en tiempo de aguinaldos”. Las gulupas son unas frutas de la familia de las pasifloras, pero ¿las nechas? Tal vez lo más desafiante de los cuadros de costumbres no sean las querellas políticas ni las formas sociales, sino la constatación de cuánto ha desaparecido, si no de nuestros paisajes, claramente de nuestro conocimiento de ellos. Releer esas descripciones puede ser un camino hacia la recuperación, ojalá no solo del conocimiento, sino de su apreciación como parte de la vida de los colombianos.
Conservadores y liberales
Es ya sobradamente famosa la frase del Coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad en la que advierte que “la única diferencia actual entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores vana a misa de ocho”. Para un país que se había desangrado numerosas veces en nombre de las verdades absolutas defendidas por unos y otros, esa constatación resumía, con una bofetada de humor, la dolorosa banalidad de tanto mal, tanto sufrimiento, tanta pasión partidista.
La frase apunta además a la sospecha de que las diferencias nunca fueron muy pronunciadas. Vale la pena releer a Díaz para ver cómo se percibían las diferencias partidistas. Es más, vale la pena leerlo para hacerse a una idea de cómo se sectorizaba la sociedad en la época de las reformas liberales. Por principio, Eugenio Díaz era conservador, como muchos neogranadinos de la época, porque le inspiraba cierto temor el anticlericalismo que profesaban los liberales más radicales. Y ciertamente, la forma cómo unos y otros debatieron sus diferencias no les permitía a los pobladores de la República siquiera imaginar que lo que debían hacer los partidos fuera representar los intereses de los diversos sectores de la población.
La confusión se hizo aún mayor cuando la facción gólgota de los liberales se unió a los conservadores para tumbar al General José María Melo en 1854. En El rejo de enlazar, novela póstuma publicada en 1873, Eugenio Díaz pone las siguientes palabras en boca de una mujer cuando su novio se va a unir a las tropas en defensa de la constitución de 1853, en nombre de la patria, la legitimidad y la libertad:
¡Qué patria, Fernando! ¿Usted cree que alguien se expone a los riesgos de la revolución o la contra-revolución si no es por la esperanza de una cucaña, o por conservar su destino? Y el hacendado que vive de su trabajo, ¿qué tiene que hacer con los destinos? ¿Y cuál es esa legitimidad que se va a defender?… ¿puede haberla en una república en donde mandan las minorías, según dice papá? ¿Qué libertad hay en donde se les dan a los criminales las garantías que no se les dan a los hombres honrados?
Díaz defendía la hacienda como garante del orden social. Nótese cómo habla del hacendado que vive de su trabajo, cuando la novela misma abunda en descripciones del trabajo de la peonada, la más notable de ellas la de la siega del trigo. Y no se le escapaba hasta qué punto los trabajadores podían estar sometidos a grandes inclemencias. Confiaba en ese punto en que la Iglesia podía ejercer un control tanto de las clases altas como de las bajas. Su desconfianza se manifestaba, sin duda, hacia los partidos y la clase política. Pero al mismo tiempo que defendía ese orden, aquí como en Manuela, intuía que el país estaba sufriendo un cambio que podía ser radical y profundo: la aparición del trabajo libre asalariado.
Las clases sociales
En el mundo de Díaz no aparecen sino dos clases sociales: los calzados y los descalzos. Como hombre del campo que era, no daba cuenta ni de los artesanos ni de los militares, los dos sectores que formaron la base social del levantamiento de Melo. Y si bien abstractamente defendía a los hacendados, su interés se volcó siempre hacia la gente del pueblo, especialmente hacia las mujeres, en quienes depositaba virtudes sociales que no poseían los de los estratos más altos.
En sus novelas no se registra muy directamente el cambio social que estaban produciendo las reformas liberales. La mirada se centra en la incoherencia que hay entre las ideas y las realidades en las que habitaba el pueblo. Pero en el trasfondo, como bien señalaran ya Baldomero Sanín Cano y luego Germán Colmenares, se ubicaban los cultivos de tabaco de Ambalema como un lugar al cual podían escapar de su suerte de aparceros y concertados los trabajadores de las haciendas. El cambio se señala a través de figuras que se van del pueblo o de las haciendas y en poco tiempo ya van calzadas, gracias al dinero que ganan en Ambalema.
Díaz no era un intelectual y poco entendía de los galimatías filosóficos de Caro o de las disquisiciones políticas de Arboleda, mucho menos de las polémicas sobre las virtudes del librecambismo que lideraban Miguel Samper y Murillo Toro. Sus obras reflejan un temor que no es del todo infundado: que las reformas liberales prometían algo que no podían cumplir y que la disrupción del orden social en nombre del progreso, asociado ideológicamente con la libertad, podía causar estragos irreparables.
No se trata aquí de salir en defensa de la mirada de un conservador popular del siglo XIX, sino más bien de proponer que miremos con cuidado y respeto los recelos que producían las transformaciones a las que se veía abocado el país en su momento. Especialmente, vale la pena considerar el legado de debates ideológicos en contraste con las realidades sociales.
En la confusión ideológica del momento, entre defensas airadas de las bondades del librecambismo y tercas adhesiones a estructuras sociales que se estaban derrumbando solas, los colombianos se vieron alineados en un bando u otro. Los que percibieron que las reformas habían producido una mayor concentración de la tierra, que les posibilitaron a los grandes hacendados apoderarse de los resguardos y de los ejidos, que habían dado pie a mayores injusticias sociales contra los indígenas y los esclavos recién liberados, como de alguna manera lo vieron Juan José Nieto y Jorge Isaacs, no encontraron un lugar en el campo creado por los debates para intervenir a favor de los que Isaacs llamara en algún momento los menesterosos.
Pareciera que no solo la manera en que percibimos nuestro legado literario no cambia. Tampoco cambia mucho nuestra inhabilidad para poner en el centro de los debates las consecuencias de las ideas que con tanto entusiasmo importamos.
* Licenciada en Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes, M.A. de la Universidad de Warwick, seminarios de doctorado en Universidad de Frankfurt, Ph.D. de la Universidad de Essex, ex profesora de la Universidad de Nueva York, profesora de la Universidad Javeriana y el Instituto Caro y Cuervo, ha publicado extensamente sobre literatura, historia y estudios culturales.