Esta región es noticia por el secuestro de tres periodistas de Bogotá, pero no por los asesinatos, el abandono estatal y las promesas incumplidas. La paz que quiere el gobierno no podrá ser sin un giro de 180 grados en su modo de abordar el desafío.
Eduardo Álvarez Vanegas*
Elitismo de Estado
El secuestro de los periodistas de El Tiempo y RCN en el Catatumbo puso de nuevo a esta región en el centro de las noticias nacionales e internacionales.
Pero eso no lo habían hecho el asesinato de Nelly Amaya ni la desaparición de Henry Pérez, reconocidos líderes de la región, a principios de este año. Tampoco lo hizo la reciente desaparición de dos jóvenes, ni el asesinato de Jesús Cáceres Ortiz, líder del movimiento Marcha Patriótica. Mucho menos impacto tuvo la muerte del soldado Adrián Monsalve, de 21 años, por un disparo de un francotirador en el municipio de El Tarra. Ninguno de estos sucesos – objetivamente más graves que un secuestro- ha logrado que el Catatumbo sea parte de la “agenda nacional” y apenas si han pasado a engrosar el anecdotario de la violencia en la región.
El Catatumbo no cuenta con servicios especializados de salud
Lo cierto es que algunos colombianos parecen ser menos ciudadanos que otros; unos merecen la atención de las instituciones, otros la desidia de sus burocracias. Así es el elitismo de Estado y su mirada obtusa, que usa el sufrimiento de los otros como estrategia política para demostrar preocupación y eficacia.
Elibeth Murcia, esposa de Henry Pérez, por ejemplo, ha dicho que “de parte del Gobierno nunca he sabido ninguna noticia” y ha enviado cartas hasta al presidente Santos para que le ayuden a encontrar a su esposo. Por otro lado, el mismo presidente ordenó un gran despliegue de tropas y la presencia de altos mandos en la región para coordinar los operativos de búsqueda de los periodistas de Bogotá.
El mensaje es selectivo y claro: la violencia contra cierto tipo de ciudadanos no deteriora (aún más) la imagen de Santos en las encuestas, no envalentona a la oposición –que raíz del secuestro de Salud Hernández está llamando al Catatumbo “El Caguán de Santos”– y tampoco pone contra las cuerdas la fase pública de negociaciones con el ELN. Pero los secuestros de los periodistas de Bogotá, sí.
¿El Catatumbo es Colombia?
![]() Cúcuta, capital de Norte de Santander. Foto: Wikimedia Commons |
Esta estrecha mirada sobre el Catatumbo se alimenta de la apatía que demuestra el centro del país y puede explicarse al menos por estas cinco razones históricas:
- La falta de injerencia de un poder articulador desde los tiempos de la Colonia. Esto permitió la consolidación de élites regionales y militares alrededor de la hacienda cacaotera.
- La escasa o nula capacidad del poder político para evitar la implantación del comercio ilegal y la delegación de sus funciones a las empresas petroleras que llegaron a estas tierras, habitadas por “salvajes”, como les decían los contratistas de la Colombian Petroleum Company (Colpet) a los indígenas barí, a quienes cazaban por deporte durante la primera mitad del siglo XX.
- La falta de articulación con los circuitos comerciales que se establecieron entre Bucaramanga, Cúcuta y Ocaña, lo cual produjo una dependencia histórica de las economías informales y criminales de la frontera.
- La consolidación de territorios donde grupos armados ilegales, crimen organizado y élites locales han construido sus propios órdenes sociales y políticos, alimentados por el vaivén de la guerra y por problemas sociales todavía no resueltos, que además antecedieron al conflicto armado.
- La desconfianza en el Estado central debido a sus constantes promesas incumplidas a pobladores y campesinos, que son la mayoría en el Catatumbo.
A lo anterior se suma que históricamente el Catatumbo ha sido visto como un reservorio más que como un territorio nacional.
Allí el Estado es percibido como un competidor más, que no ha regulado la coerción, las rentas y las riquezas de la región y que tan solo ha estado dedicado a garantizar la extracción petrolera, la “guerra contras las drogas” y el apalancamiento de las gran agroindustria y la explotación minera. Solo de vez en cuando, como cuando hace unos meses el presidente de Venezuela cerró la frontera, sale el gobierno a defender esa parte del país. Pero no lo hizo cuando Carlos Castaño envió a sus tropas desde Aguachica hacia Ocaña y de ahí a Tibú y a La Gabarra en 1999 o cuando fueron desplazados decenas de miles de colombianos a Venezuela.
Y esta historia de abandono pesa mucho entre los pobladores del Catatumbo.
Rosario de problemas
Desde las marchas de finales de la década de 1980 hasta las de 2013 y 2014, los campesinos de esta región les han dicho a los gobiernos que la vida digna es un derecho y no un favor. Esta comunidad ha repetido que:
- Las políticas de sustitución de cultivos ilícitos no han funcionado por falta de vías para sacar lo producido legalmente,
- El contrabando es una competencia devastadora para el comerciante del común,
- La rentabilidad de la coca es un mito –aunque la “raspa” sirva para la subsistencia mínima–, y que
- Los proyectos minero-energéticos representan serias amenazas para sus planes de vida y en nada mejoran su entorno.
El DANE ha dicho que el 69 por ciento de los pobladores de las zonas rurales del Catatumbo tienen necesidades básicas insatisfechas (NBI). Por su parte el documento Conpes 3739 muestra que el Catatumbo tiene una tasa de analfabetismo del 30 por ciento, frente al 8,4 por ciento del país. Y apenas el 2,7 por ciento de sus habitantes tienen estudios más allá de la secundaria, frente al 11,7 por ciento del país en su conjunto. La región tiene cuatro empresas prestadoras de salud, pero ninguna de tercer nivel, lo que quiere decir que el Catatumbo no cuenta con servicios especializados de salud. Y en sus zonas rurales la cobertura de acueducto y de alcantarillado apenas alcanza el 50 y 30 por ciento respectivamente.
Hay que impulsar un desarrollo compartido
La marcha campesina convocada por la Cumbre Agraria para esta semana, y que fue impulsada por el Comité de Integración Social del Catatumbo (CISCA), busca hacer visible esta realidad y darle continuidad a las marchas de 2013 y 2014.
En la región hay un gran malestar por el incumplimiento del pliego acordado con el gobierno nacional y por las acciones contradictorias de este, que por un lado busca la paz, pero por otro aprobó la Ley de Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social el Gobierno (ZIDRES), permite la expansión de la violencia paramilitar y estigmatiza a los campesinos.
Estas estigmatizaciones no son un hecho menor, pues el lenguaje violento hiere y deshumaniza a quienes va dirigido. Los discursos del odio son peligrosos no solo porque cierran cualquier espacio para reconocer al otro como un interlocutor, sino porque señalan al otro como un individuo al que se puede eliminar.
En el Catatumbo es común oír este tipo de discursos:
- Los campesinos en general y, específicamente, los integrantes de CISCA y la Asociación de Campesinos del Catatumbo (Ascamcat) son guerrilleros o integrantes de los brazos políticos del ELN y las FARC, respectivamente. Esta visión es muy peligrosa porque deja a un lado el recorrido de estos grupos de campesinos y sus capacidades para la acción colectiva.
- Los campesinos quieren la Zona de Reserva Campesina (ZRC) porque allí se van a quedar los guerrilleros que dejen las armas, y van a seguir cultivando coca en una especie de “república independiente”. Esta afirmación ignora que en estas ZRC, legalmente amparadas, los campesinos ven una salvaguardia frente al modelo de desarrollo extractivo que se contrapone a la pequeña producción agraria.
- Los palmeros son paramilitares. Estas aseveraciones desconocen que hay campesinos que le han apostado a la palma y a un proyecto de región que realmente los beneficie a ellos y a su territorio, en lugar de a los grandes conglomerados.
Ampliar la mirada
![]() IV Encuentro de zonas de reserva Campesina en Tibú, Norte de Santander. Foto: Agencia Prensa Rural |
Si de verdad desea la “paz territorial”, el gobierno nacional debe entablar nuevas relaciones de convivencia en el Catatumbo para hacer viables los acuerdos de paz con las FARC y, en el futuro, con el ELN.
Pero la sensación que queda después de esta semana es otra muy distinta: los dramas personales de quienes tienen voz y fuerza para ejercer presión, como son los periodistas de Bogotá, son atendidos con urgencia y eficacia. Pero no así las promesas reiteradas a lo largo de las décadas, que ya deberían haber sido resueltas, con o sin conflicto armado, con o sin grupos guerrilleros.
El proceso de transición a la paz no puede hacerse con un Estado apático y temido, ni con una sociedad civil enfrentada; mucho menos desconociendo el enorme potencial con que cuenta la región para la acción colectiva. Y será esta población la que demande que se cumpla lo acordado en La Habana. Para ello será clave reconocer que la implementación de los acuerdos exige la integración efectiva y material del territorio. Hay que impulsar un desarrollo compartido, que no sea impuesto por unos pocos.
La mirada no puede seguir siendo selectiva. Hay que mirar a todos los sectores y no solo a los considerados “productivos” o “avanzados”. Hay que dejar de ver al campesino como atrasado y reconocer que es mayoría en esta región. Para ellos, vivir en paz será vivir dignamente.
* Politólogo de la Universidad Javeriana, magíster en Antropología Sociocultural de la Universidad de Columbia, Coordinador del área de dinámicas de conflicto y negociaciones de paz de la Fundación Ideas para la Paz.