La indemnización de las víctimas de implantes mamarios defectuosos va más allá de un resonante caso judicial: la construcción de la identidad femenina, el límite entre lo estético y lo cosmético, la intervención del cuerpo y la mirada del otro.
Catalina Ruiz-Navarro *
Silicona para uso industrial
Acaba de comenzar en Marsella (Francia) el megajuicio contra los fabricantes de los implantes mamarios defectuosos de la marca Poly Implant Prothèse (PIP), que durante casi dos décadas fueron comercializados en Francia y en más de 60 países, incluida Colombia.
Al juicio han llegado más de 5.000 denunciantes de todas partes del mundo. Con la demanda se pretende que la empresa indemnice a las mujeres que resultaron afectadas por la mala calidad de los implantes. Se estima que alrededor de 300.000 mujeres se hicieron poner prótesis PIP.
En marzo de 2010, la Agencia Francesa para la Seguridad Sanitaria de los Productos de la Salud (Afssaps) decidió suspender la comercialización del producto, pues comprobó que su relleno de gel no correspondía al descrito por el fabricante cuando obtuvo los permisos sanitarios, y que tenía la calidad requerida: 1.051 rupturas y 386 reacciones inflamatorias confirmaron el peligro de estas prótesis, cuya silicona no era de uso médico sino industrial.
Megademanda contra magnate
El abogado Laurent Gaudon lidera el caso, a la cabeza de unos 300 litigantes que representan a las víctimas. También instauró una demanda en contra de la empresa alemana — Tüv Rheinland — encargada de certificar la calidad de dichos implantes — y que al parecer no cumplió con los protocolos requeridos.
La abogada Nathalie Lozano — de la firma Lozano Blanco & Asociados — hizo una alianza con Laurent Gaudon y lidera el proceso en Colombia para que las mujeres afectadas se vinculen al proceso y sean indemnizadas. Este año se abrió una convocatoria y hoy en día son cientos las colombianas que se han unido a la demanda.
Por su parte, Yves Haddad, defensor del creador de la PIP, el magnate Jean-Claude Mas, afirma que no se ha demostrado científicamente que los implantes sean peligrosos; el abogado reconoce que su cliente actuó con el fin de aumentar sus ganancias, pero agrega que esto es algo natural en un sistema capitalista.
Entre lo útil y lo necesario
Es claro que PIP deberá indemnizar a sus clientes y que los organismos de control sanitario de los países donde se vendieron las prótesis tienen un grado de responsabilidad en el asunto. Eso no está en discusión: cuando se vende un producto fraudulento, que además atenta contra la salud, se debe indemnizar a sus consumidores o a las “víctimas” de tal engaño, que “padecen” sus consecuencias.
El dilema viene a la hora de hacer estas indemnizaciones, lo que implica tomar decisiones que se enmarcan en nuestras normas culturales sobre lo bello y lo feo, lo moral y lo inmoral, lo útil y lo necesario y, por supuesto, sobre la construcción del género.
Cuando se conoció el problema con los implantes PIP, el gobierno colombiano aprobó la remoción gratuita de las prótesis, aunque no su sustitución. En una rueda de prensa en 2012, la viceministra técnica Paula Acosta explicó que sólo se reemplazarán las prótesis si "fueron implantadas dentro de un proceso de reconstrucción, por tratamiento de males como el cáncer.” El Ministerio aclaró que, de acuerdo con las normas vigentes, el sistema no puede cubrir el costo de nuevas prótesis, si las primeras fueron implantadas sólo con fines estéticos.
¿Urgencias estéticas?
El Estado tiene, pues, el derecho de evaluar el grado de necesidad de los consumidores. Pero, ¿cómo determina qué tan necesario es un bien o un servicio? Esta cuestión no puede resolverse en abstracto, pues el grado de necesidad depende de quién sea la persona y de cuáles sean sus circunstancias [1].
Cuando se trata de estética, el tema se mueve aún más resbaloso. El juez de las decisiones personales no puede ser el sentido común: para evaluar con justicia, el Estado debería tener información extensiva y puntual en vez de supuestos abstractos…y moralistas, podría agregarse.
En el caso de los implantes, la estética tiene que ver tanto con el consumo como con la realización personal, con la salud física y con la salud mental. La delimitación que hace el Estado es pues muy problemática: ¿qué experto puede asesorarlo para comprender las dimensiones psicológicas de una posible “urgencia” estética aquí?
¿Moralmente aceptable?
A muchos les sorprende que — tras semejante escándalo — las mujeres sigan acudiendo a los implantes de busto. Según la Sociedad de Cirujanos Plásticos, Colombia se mantiene como el quinto país del mundo en cirugías estéticas, con 250.000 intervenciones anuales,
Un tercio de estas cirugías son implantes de seno. Como la naturaleza humana parece cretina de suyo, algunos dirán: “¿y quién las manda a ponerse tetas?” Aunque la pregunta es ilegítima, resulta innegable que flota en el aire, ventilando el prejuicio de que esa mujer que se puso tetas debe ser tonta, superficial, vanidosa, “guisa”, arribista. Algunos hasta dirán que se lo merece “por no aceptarse como es”.
Solo quedan moralmente excusadas las que tuvieron cáncer o quién sabe qué evento terrible que expurgue anticipadamente la culpa de ponerse tetas. La cirugía se le perdona a quien tiene cáncer, pero no a quien tiene un complejo que podría ser igualmente devastador, justamente porque carece de justificaciones para pensarse y resolverse.
Lo que este debate demuestra es que parece haber unas intervenciones en el cuerpo que son moralmente aceptables y otras que no. La diferencia siempre tendrá su margen de arbitrariedad. Reformatearse las tetas y la cola está muy mal visto. La que se tiñe el pelo de negro no se gana el despectivo “mechipintada”, como sí le pasa a la “rubia oxigenada”. La nariz y el lifting no siempre se admiten, pero son secretos a voces entre las señoras de clase alta.
Nadie emitirá juicios morales en contra de quien se pone unos brackets, o se afeita, o se depila las piernas, ni sobre quien sigue dietas de malteadas — tipo Herbalife — pero sí sobre quien fuma, por ejemplo, siendo tan conocidos los riesgos de las dos últimas intervenciones.
La mujer y su circunstancia
Intervenir el cuerpo de la mujer puede ser un acto político, pues conlleva relaciones de poder y con ellas se ponen en juego clases sociales, gremios, posturas ideológicas. La mujer que adopta la estética “traqueta” y “la actriz porno” corresponden a estereotipos que — a juicio de la sociedad bienpensante — intentan lograr algo que “ni la naturaleza ni la sociedad les dieron”: trepadoras, poco auténticas, y por consiguiente, inmorales.
Hay otras intervenciones estéticas que percibimos más tranquilamente, pero que también se ubican en el límite entre la estética y la salud, como arreglarse los dientes o usar lentes de contacto.
Podemos preguntarnos si nuestra noción de la autoestima está cada vez más atada a la de la salud. Se concibe el individuo entero, en su bienestar, estrechamente ligado a la mirada sobre sí mismo y a la mirada del otro, sobre la cual se construye la propia personalidad, según Lacan.
Escándalos como el de las prótesis PIP dirigen la mirada a este tipo de prejuicios y a sus reglamentaciones. Ninguna intervención estética es meramente cosmética: en el trasfondo se encuentran un individuo y su tejido social, su circunstancia — como decía Ortega y Gasset — cuya dimensión física va mucho más allá de la estrecha frontera de las elaboraciones y pactos sobre “la belleza”.
Quizás sea esa misma base cultural judeocristiana — y burguesa, sobre todo — la que nos lleva a juzgar a la mujer operada, que tendamos a pensar que el cuerpo es lo mundano, material y vacuo frente a otras dimensiones superiores del ser mujer: la personalidad, una mente, un alma.
Un juicio corriente y peligrosamente ingenuo consiste en preguntarse: ¿por qué quien se opera no se gastó la plata de las tetas en educarse? Pero hacer una maestría, por ejemplo, no está muy lejos de ponerse tetas: es una inversión económica que proporcionará cierto estatus y que también conllevará cambios en el cuerpo. Porque sí: dedicarse a la academia, ser políglota, ganar un premio literario, tiene efectos materiales, físicos, corporales, que envían un mensaje político: “tengo cerebro talla XL y con él escojo verme y que me vean de cierta manera”.
En últimas, lograr un estatus académico es tan arribista como lograr un estatus social. Uno se pone en evidencia más que el otro, pero la verdad es que el cerebro también es un órgano físico, con sus límites y condiciones… como las tetas.
Es probable que ni la chica que “se puso tetas” ni la que “se puso maestría” sean libres: ninguna puede salirse del condicionamiento social del sistema donde están inmersas: es una muestra de ignorancia atrevida juzgar desde afuera las necesidades o urgencias de una persona que puede estar envuelta en un entorno violento y misógino.
Ponerse tetas puede ser, incluso, una estrategia de supervivencia. Y lo mismo va para las Ph.D. que gracias a su cerebro — y a su cartón — llegan a donde llegan y se defienden de lo que las amenaza.
Construcción de identidad
Ponerse tetas es más que una intervención cosmética. Es una forma, entre tantas, del ejercicio legítimo de construir e inventar la identidad. En este caso, una identidad de género que resulta heteronormativa e hiperfeminizada, aunque no por eso necesariamente sometida o machista.
Es claro que las tetas no son condición ni de existencia a secas, ni de existencia como mujer, pero para todos los que hemos asumido este género, y que hemos decidido explorar lo que sea que es “vivir como mujeres”, las tetas son un tema recurrente para la construcción de nuestra identidad.
Es altamente probable que una persona que ha crecido en una urbe del mundo occidental — y digo persona, pensando también en la comunidad transexual y transgénero — que asuma vivir como mujer, ha pensado en sus tetas, su escasez o su exceso, ha encontrado que su relación con el mundo se ve mediada por un par de protuberancias de utilidad diversa y poderoso valor simbólico.
“No se nace mujer, se llega a serlo”, dice Simone de Beauvoir, una frase fundacional de la teoría de género. Declarar el género “mujer” como una construcción es diferenciarlo radicalmente del sexo “femenino”.
El sexo es algo dado, biológico, que si bien tiene fuerte influencia en el género, no es su último determinante. La identidad de género se construye poco a poco en el tiempo, a partir de una repetición de actos que van desde los gestos hasta las grandes decisiones. Judith Butler los llama “actos performativos” del género, que van desde elegir a cuál baño entrar en un restaurante… hasta la decisión de ponerse tetas.
Consumidoras indignadas, límites borrosos
En esa medida la indignación y el sufrimiento de todas las mujeres víctimas de fraude viene de que no solo hubo un ataque a su cuerpo, sino a su identidad, una identidad construida por años a partir de pequeños gestos repetidos y decisiones como ponerse implantes mamarios.
En esa medida, resulta absolutamente enfurecedor que la defensa de Jean-Claude Mas sea que “así son las cosas” en el capitalismo salvaje. Las normas del funcionamiento de la competencia y el mercado no pueden justificar poner en riesgo la salud de alguien sobre la base de información falsa.
El fundamento ideológico del sistema capitalista es que el consumidor tiene la libertad de escoger, y esto solo es posible cuando hay un conocimiento informado. No importa si hablamos de tetas o de otro producto: el caso de fraude en las prótesis PIP afecta los derechos de todos los consumidores en el mundo.
Es inmoral que en el mercado se tome ventaja de la confianza de los usuarios de manera fraudulenta. Es aterrorizante que el consumidor esté a merced de organizaciones estatales que deben vigilar lo que se consume y lo que no, y que no pueda confiar enteramente en ellas, exponiéndose a mentiras que pondrán su vida en riesgo.
Finalmente, es muy frustrante — pero más aún, es realmente grave — que el juicio ético que se debe hacer sobre Poly Implant Prothèse se vea diluido en el juicio moral que se hace sobre las mujeres que consumieron los implantes con fines estéticos. Las decisiones de reparación que hace el Estado tienen precisamente el tufillo de ese juicio moral que a su vez es un juicio de género.
El hecho de que se marque una línea entre la restitución de las prótesis necesarias — “por motivos de salud” — y las cosméticas — “por pura vanidad” — llama a poner en duda los límites entre la salud y la estética, entre lo indispensable y lo accesorio, límites que en el mundo contemporáneo se hacen cada vez más borrosos y que probablemente están a punto de cambiar y con ese cambio, las reglas culturales sobre nuestras urgencias vitales.
[1] De hecho esta pregunta es uno de los argumentos que se esgrimen en contra de la famosa frase de Marx “de cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades”. El pensamiento liberal argumenta que es imposible comparar lo que produce el trabajo con la “capacidad” de producción del individuo o la retribución del trabajo con la “necesidad” del trabajador. El punto — muy válido para este caso — es que determinar las necesidades de alguien requiere un conocimiento específico y no la generalización al respecto del contexto donde un sujeto establece sus márgenes de necesidad. La definición de necesidad es resbalosa: idealmente, para lo urgente está el Estado y para lo lujoso está el margen de elección que permiten la sociedad de consumo y el respeto a la ley, en un sistema liberal.
* Columnista de El Espectador, directora y fundadora de Hoja Blanca revista-ONG (HojaBlanca.net), Oficial de Comunicaciones y Outreach en Women’s Link Worldwide. Filósofa y Artista Visual de la Pontificia Universidad Javeriana con una maestría en Literatura de la Universidad de Los Andes. En twitter: @catalinapordios