Ética dudosa, información que el cliente no conoce, honorarios sin reglas transparentes, tendencia a prolongar los litigios, formación insuficiente y sobre todo… demasiados abogados: radiografía dramática de una profesión bajo sospecha.
Foto: www.colombia.com Abogados bajo la lupa El abogado es uno de los actores más importantes para el funcionamiento del sistema judicial. En estricto sentido, el mecanismo más expedito para garantizar el acceso a la justicia en condiciones de igualdad es recurrir a los servicios de un abogado. Pero hoy los abogados de Colombia estamos en el ojo del huracán por las malas prácticas de algunos de ellos: el tema quedó en evidencia ante las dudas razonables sobre la conducta del nuevo magistrado de la Corte Constitucional, Alberto Rojas Ríos. La actuación de algunos abogados penalistas también ha contribuido a este descrédito: utilizando la sobre–exposición mediática como estrategia de litigio, han defendido causas que para un sector de la opinión resultan irritantes, por decir lo menos, mediante discursos y actitudes que desdicen de la integridad ética que debería caracterizar la profesión. De hecho, existen muy pocos estudios sobre el ejercicio de la profesión de abogado: es una disciplina que crece de manera silvestre, sin mayores regulaciones y sin control social, tanto por parte de los propios abogados como de la sociedad civil[1]. Algunas cifras Según el Informe de Justicia para las Américas de 2009, Colombia tiene una tasa de 354 abogados por cien mil habitantes – uno de los países con mayor número de abogados per cápita en el mundo. Tasa de abogados cada cien mil habitantes Según la Gaceta del Foro, edición XIII del Consejo Superior de la Judicatura, a julio 31 de 2011 el total de inscritos en el Registro Nacional de Abogados es de 204.968, de los cuales 112.034 son hombres y 92.934 son mujeres. En Bogotá, Antioquia, Valle y Atlántico se concentra el 64,7 por ciento de la oferta total de profesionales del derecho en el país. Actualmente existen en Colombia 97 facultades de derecho, con registro ante el Ministerio de Educación: se estima que hay entre 30 y 40 mil estudiantes de pregrado, si establecemos un promedio de (apenas) 400 estudiantes por facultad. El ejercicio de la profesión está regulado por la ley 1123 de 2007: el Código Disciplinario del Abogado. La función disciplinaria la ejerce el Consejo Superior de la Judicatura por medio de su sala disciplinaria, a diferencia de otros países, como Estados Unidos o el Reino Unido, donde los propios abogados ejercen el control ético a través de los colegios[2]. Hasta julio de 2011, 134 abogados habían sido sancionados con exclusión de la profesión y 709 habían sido suspendidos por no desempeñar su profesión de manera íntegra. Honorarios problemáticos
El artículo 28 del Código Disciplinario del Abogado establece una serie de deberes en el ejercicio de la profesión, entre los cuales se destaca el “Obrar con lealtad y honradez en sus relaciones profesionales. En desarrollo de este deber, entre otros aspectos, el abogado deberá fijar sus honorarios con criterio equitativo, justificado y proporcional frente al servicio prestado o de acuerdo a las normas que se dicten para el efecto, y suscribirá recibos cada vez que perciba dineros, cualquiera sea su concepto. Asimismo, deberá acordar con claridad los términos del mandato en lo concerniente al objeto, los costos, la contraprestación y forma de pago”. El tema de los honorarios es uno de los de mayor debate y acrecienta la percepción de los abogados como buscadores de rentas en escenarios de alta asimetría de la información entre ellos y sus clientes. El Código Disciplinario establece como faltas a la honradez del abogado, entre otras conductas:
En muchos países los honorarios son libres, pero con regulaciones provenientes de los propios colegios de abogados, tal como sucede en Estados Unidos con las BAR (colegios de abogados de cada Estado) integradas en la American Bar Association. En algunas BAR la afiliación es voluntaria y en otras constituye un requisito para ejercer la profesión[4]. Monopolio en el acceso a la justicia La ausencia de colegios de abogados que regulen la profesión hace que – salvo las sanciones marginales que ha impuesto el Consejo Superior de la Judicatura- el ejercicio de la abogacía en Colombia se realice sin control social. Esto se agrava ante el hecho de que la mediación del abogado es casi siempre necesaria para acceder a la justicia, pues según el decreto 196 de 1971 (algunos de cuyos artículos siguen vigentes), la posibilidad de litigar en causa propia es bastante reducida para los ciudadanos. Por ejemplo, el artículo 28 señala que se puede litigar en causa propia sin ser abogado y sin intermedio de abogado en los procesos de mínima cuantía, en ejercicio del derecho de petición y de las acciones públicas consagradas en la Constitución, como la acción de constitucionalidad. Igualmente, se sabe que la acción de tutela no exige abogado, lo cual sin duda es una razón de su éxito, toda vez que en no pocas ocasiones los abogados — lejos de ayudar a acceder a la justicia — se convierten en una barrera por su costo y por la asimetría de información sobre su cliente: el abogado ejerce una especie de monopolio sobre la información jurídica. Una buena forma de mejorar la situación sería aumentar las causas que puedan llevarse ante la administración de justicia sin necesidad de abogado. Función social inexistente
Por otra parte, la función social del abogado no tiene mayor tradición en Colombia, a diferencia de otros países u otras culturas jurídicas donde los abogados cumplen una labor social efectiva mediante el trabajo pro bono. En España y Argentina esa función social es voluntaria. En Estados Unidos — por recomendación de la American Bar Association — algunos Estados han establecido que para poder ejercer la abogacía se requieren entre 20 y 50 horas pro bono al año. En Colombia existe el servicio de defensoría pública pero está limitada al área penal, y aún en este campo existen muchas barreras para quienes no pueden pagarse un abogado. En lo demás existen muy pocos controles, así el decreto 196 de 1971 establezca que “la abogacía tiene como función social la de colaborar con las autoridades en la conservación y perfeccionamiento del orden jurídico y del país, y en la realización de una recta y cumplida justicia”. Una función decisiva En sentencia C-884 de 2007, la Corte Constitucional señaló que:
El abogado es esencial para el debido proceso y la vigencia del derecho fundamental de acceso a la justicia. Su labor debe ceñirse a unos mínimos éticos dado el impacto que tiene sobre la sociedad. Prácticas discutibles El debate en torno al caso del magistrado Rojas Ríos se circunscribe a una práctica bastante común entre abogados: la cesión de los derechos litigiosos, práctica permitida por la ley, pero proclive a manejos inescrupulosos. Bajo la idea de “más vale pájaro en mano que ciento volando”, muchas personas ceden sus derechos a cambio de sumas irrisorias en comparación con las pretensiones de la demanda, práctica que incluso ha sido denunciada como un auténtico cartel, especialmente en asuntos contencioso–administrativos. Por otra parte, algunos penalistas star — que litigan más en los medios que en los tribunales — han contribuido a que se considere el ejercicio de la abogacía con una mezcla de desconfianza y hastío. Pero miles de abogados civilistas, laboralistas, de familia e incluso penalistas ejercen su profesión con decoro y dignidad, muchas veces bajo severas limitaciones para acceder a jurisprudencia actualizada, especialmente en las regiones. El cascabel y el gato Es hora de iniciar un debate sobre el ejercicio de la profesión de abogado en Colombia, sobre la regulación de los honorarios, la colegiatura, la función disciplinaria en manos de colegios de abogados con estándares éticos definidos. Es necesario profundizar acerca de la responsabilidad frente a los clientes y la búsqueda de un perfil más conciliador del abogado desde su propia formación profesional, en medio de un sistema judicial y normativo donde están dados los incentivos para preferir un pleito largo y costoso. Esto conduce inevitablemente a un debate mucho más tormentoso: la proliferación de universidades de garaje y el deterioro de la calidad de la educación jurídica en la extensión incontrolable de los posgrados, más como un requisito de habilitación laboral y salarial, que como mejoría del ejercicio del derecho. En la medida en que las políticas de justicia sigan siendo competencia del Consejo Superior de la Judicatura — pues el gobierno y otros actores tienen un papel marginal cuando no nulo — la profesión de abogado seguirá siendo una actividad desarticulada de la función jurisdiccional. Los beneficios del litigio seguirán siendo individuales, caso por caso, sin que puedan capitalizarse beneficios para el conjunto de la sociedad: algo que los economistas llaman externalidades positivas[5]. El jurista italiano Piero Calamandrei clamaba en su momento que era necesario “Impedir que se forme aquella excesiva muchedumbre de abogados sin pleitos, los cuales, puestos en la dura necesidad de escoger entre el honor y la ganancia, con frecuencia se sienten obligados a olvidarse del primero”. Por tal razón y por la conducta indecorosa de algunos, seguiremos siendo observados con desconfianza. ¿Quién le pone el cascabel al gato? * Profesor e investigador de la Universidad Externado de Colombia, columnista y autor de numerosas publicaciones.
|
|
![]() Jorge Iván Cuervo*
|